La idea es como una epifanía y no puede relacionarse con lo fatal del destino. Una idea no se concibe, al menos me pasa a mí, de un momento para el otro, sino que es el resultado de una decantación, de un sedimentar información en el cerebro.
Lo primero que sucedió fue escuchar una información en la radio que daba cuenta de la invención de un robot inteligente. Enseguida recordar una muñeca, de buenas formas, que subida en una tarima agitaba una bandera para llamar la atención en la entrada de un lavadero de autos. Luego, sumar éstas imágenes a los nervios y temores de Patricia, mi esposa, por la inseguridad en constante repetición en los medios. Entonces nació la idea. Compraría el robot, instalaría una casilla de vigilancia en el jardín que separa la casa de la reja de entrada y pondría un guardia, el robot. Vestido con uniforme dentro de la garita y visto desde afuera en la noche, podía resultar disuasivo para eventuales cacos.
Lo adquirí por Internet en su versión más completa, revestido en símil piel, con cara masculina, pelo corto natural (había modelos rockeros pero no servían para mi propósito), con la posibilidad de: atender el teléfono, encender la televisión, conectarse a Internet para asimilar información y con un vocabulario limitado en castellano neutro.
Las características técnicas eran notables, batería de 16 celdas que le conferían una autonomía de 72 horas, disco rígido de 10 gigas y un peso neto, desnudo, de 19 kilos; garantía de un año y servicio técnico asegurado.
Dos técnicos vinieron con el robot desarmado y en menos de una hora lo dejaron listo para comenzar su vida o no vida de robot. Cuando se fueron le conté a Patricia cuál era la idea. Por supuesto que no le agradó y me tildó de chiquilín. Al perro le gustó enseguida, con la mente abierta que caracteriza a ésta especie.
Pasé un fin de semana con el manual abierto y el muñeco parado a mi lado. Aprendí lo elemental para ponerlo en marcha. Lo siguiente consistió en comprar la garita y la ropa de vigilante. Lo bauticé Cacho.
Los primeros días regresaba del trabajo y Cacho permanecía inactivo en el cuartito del fondo. Mi mujer comenzó a interesarse cuando le enseñé que el robot podía barrer, baldear el patio, tender la ropa, servirle un té, planchar, tareas todas que le permitirían a ella un alivio doméstico.
Antes que anocheciera, Cacho se ubicaba en su atalaya de vigilancia ataviado como cualquier guardia privado. Conseguí que saludara desde el interior de la garita a aquellos que al transitar por la vereda lo miraran; alzaba con seriedad una mano o inclinaba la cabeza.
Lo doté de información futbolera y los domingos nos sentábamos juntos a mirar partidos por televisión. También le incorporé información cinéfila y sobre perros para que alternara con Zeus, nuestro ovejero alemán, el que parecía haberlo adoptado como mascota. De a poco Cacho, con su andar macilento y hablar pausado, se convirtió en uno más de la familia.
Cuando recibíamos visitas nos veíamos obligados a ocultarlo en el fondo. Habíamos concluido que lo mejor era guardar el secreto de que el guardia no era humano. Ante la casilla vacía decíamos que era el día franco de Cacho, el guardia.
Patricia no tardó en encariñarse con Cacho, con esa manera singular que tienen las mujeres para los afectos. Una vez por semana lo lavaba con jabón neutro y una esponja, lo peinaba y le perfumaba la ropa. Le enseñó a cantar (reproducir) canciones melódicas de Luis Miguel y Arjona e intentó que aprendiera a bailar.
Por las tardes veían juntos una telenovela. Cacho no podía emitir opinión sobre las tramas expuestas en la pantalla y Patricia se esforzaba en explicar situaciones que no hacía falta ser robot para no entender.
Así, de a poco, nuestra vida entró en una meseta y el matrimonio, institución difícil de sobrellevar, se hizo, digamos, más gracioso. Sin embargo, nunca aprendemos hacia que lugar va la vida, es decir, sus consecuencias.
Un día de lluvia regresé antes del trabajo. No me extrañó que Cacho no saliera para observar como entraba el auto. Lo imaginé aburrido con la novela de la tarde, resignado con esa vida que le habíamos diseñado.
La casa estaba en silencio. Un silencio sostenido en el ruido de la lluvia. Creo que pensé que Patricia había salido y Cacho descansaba en el cuarto del fondo. Miré hacia el patio por la ventana de la cocina y vi al perro acostado en su canil. Subí a mudarme de ropa. Entonces los encontré en la habitación. Los dos desnudos, es decir, a él en piel, Patricia desnuda. Ella lo montaba y jadeaba, él la dejaba hacer. Ella me vio primero y se recostó hacia un lado y vi que a Cacho le había adosado, sujeto por un arnés, un pene de plástico que emergía erecto como un periscopio. Cacho abrió los ojos sin sorpresa y con su voz metálica dijo:
-Ser celoso es el colmo del egoísmo.
Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2025
piedrazul@hotmail.com
Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2025
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