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Vam-bu

Los rayos de sol eran como un puñal incoloro que atravesaba nuestras gorras. La sed había agotado las reservas de agua y con ellas nuestras escasas fuerzas. Evaristo, mapa en mano, indicaba que faltaba poco para el cruce de los tres caminos. Gabriel señaló que, como éramos tres, cada uno podía tomar un rumbo diferente. Yo dije que había leído que en la antigüedad, donde se cruzaban tres caminos, se enterraba a los suicidas. Me miraron sin ánimo.
—¡Qué quieren! Los años nos vuelven escépticos —dije con la boca pastosa.

Gabriel pidió que le alivianáramos la mochila. Nos repartimos el peso.

Me invadió la culpa de haberlos embarcado en ésta aventura por demás anacrónica. Los dos eran hipertensos y temí que las horas caminadas en esas condiciones hubieran dejado una huella más profunda que nuestros pasos

La ruta provincial 33 era una víbora marrón de tierra seca hecha talco. El horizonte difuso, acotado por estribaciones montañosas, parecía al alcance de nuestros brazos extendidos.

A mí no me iba mejor que a mis amigos, un fuego llamado artrosis me quemaba las rodillas.

¿Qué hacíamos allí? Esa es otra historia.

Los tres éramos jubilados. Gabriel viudo, las hijas en el exterior (literal, hago la aclaración ya que, en mi caso, mis hijos estaban en el exterior pero de mí, maltrechos en su afecto por mi ex esposa). Evaristo era un rara avis, había permanecido soltero y su energía vital entregada en generosas dosis entre prostitutas de distinto pelo.

Nos conocíamos hacía más de 50 años y nadie nos extrañaba, creo que ni nosotros lo hacíamos, cuando pasaba tiempo sin vernos; así de resignada es la vejez.

Como dije, la idea había sido mía, recorrer la provincia a pie por fuera de los centros turísticos. Una aventura en parte controlada por nuestros botiquines.

Gabriel, un jubilado estatal sin otra pretensión que leer y mirar fútbol en el cable. Evaristo, jubilado autónomo de mil oficios locuaces, consumía su tiempo en el canal gourmet y en el codificado porno. Yo también jubilado autónomo, del comercio con libros, gastaba mi tiempo en el intento de escribir un poemario que cambiara para siempre al mundo de la poesía; un antes y un después de Carlos Vico que aún no había llegado, pero la esperanza me mantenía vivo.

El conflicto entre el amor y la vida se llama romanticismo y era ésta una aventura romántica, al estilo Che pero sin armas ni la pretensión de cambiar al mundo que poco nos importaba, a sabiendas de que el mundo acabaría cuando nosotros lo hiciéramos y para ello no faltaba mucho. Era la idea de una trasgresión que en parte encerraba demostrar el equívoco de nuestras vidas. Algo tácito nos hizo aceptar el desafío por distintas razones.

Llegamos al cruce. Un poste sostenía tres carteles. En uno se leía Pocos Lares y la abreviatura kilómetros, en otro no se leía más que algunas letras sueltas pero, según el mapa de Evaristo, debería leerse Anáhuac. En el tercero, que apuntaba hacia nuestro horizonte, se leía Vam-bu 1 km.
—Lo escribieron con ve corta y sin acento —comentó Gabriel, como siempre estructurado.
—Tal vez signifique otra cosa, no creo que por aquí haya cañas, sostuve yo condescendiente con lo cultural.

Descansamos un rato en el cruce. A nuestro alrededor, piedras, coirones y lagartijas. Arriba, siempre el sol estampado sobre la ilusión óptica de color celeste.

A pesar de que parecía Comala, el entrar en el pueblo nos animó. Lo primero que distinguió Evaristo fue un bar pintado de rosa que se destacaba entre la uniformidad marrón del caserío diseminado, como si alguien, o algo, hubiera sacudido el camino desde un extremo.
—Aquí seguro que a la noche hay joda —sostuvo Evaristo, con la tendencia de los hombres por anticipar lo que ignoran.
—La noche es la madre de vam-bu y éste su templo —dijo una vieja aparecida de la nada, que enseguida nos preguntó—: ¿Regresará Dios a reconstruir su creación?

Ignoramos la pregunta y al mejor estilo socrático volvimos a preguntar:
—¿Dónde podemos hospedarnos?

Con una seña nos sugirió que la siguiéramos. Llegamos a una casa de adobe como todas. La vieja espantó a tres burros hablándoles como Orfeo: —Fuera, José, y llévate al Marito y a Delia, que doña Edelmira los busca para la catequesis.
—¿Son suyos los burritos? Preguntó Gabriel.
—Son de ellos, señor, de ellos mismos —fue la respuesta ambigua de la vieja, que caminaba como un pingüino.

Nos acomodó en una habitación con tres catres, paredes encaladas y piso de tierra. Pedimos agua o un sitio en donde comprarla. En silencio nos llevó de nuevo afuera y señaló con un dedo sarmentoso un tambor metálico. El agua era marrón como la tierra. Busqué mis tabletas potabilizadoras y bebimos con aprehensión.

Cuando entramos en la sombra de la casa, la mesa estaba servida. Estofado de burro. Aseguró nuestra anfitriona.

Comimos sin cuestionamientos, concientes de que la vida aprecia las diferencias y es un mal hábito juzgar todo según ideas adquiridas.

Luego descansen y mañana vuelvan al cruce, de allí caminen a Pocos Lares, que es un pueblo con gentes como ustedes. Los fantasmas de Vam-bu... Calló. Nosotros descansamos, pero a la noche decidimos salir.

Evaristo fue el primero, como Arquíloco, dispuesto a la guerra. El cielo era ahora color azul de Prusia y las estrellas brillaban con timidez en su presente perpetuo. La vieja se persignó y echamos a andar con la certeza de que una cosa no puede ser verdadera y verosímil al mismo tiempo. Nuestras sombras se adelantaban en un aquelarre de puntos cardinales. Siluetas amorfas seguían nuestros pasos; sin embargo, las sombras eran siempre tres.

Entramos en el bar. Un hombre con cara de jumento atendía la barra. Pedimos tres cervezas. Tres mujeres se nos aparejaron. Como la cultura es juego y riesgo de la inteligencia, las invitamos a beber.

Mi compañera tenía la piel translúcida de opalina. Aferrados de las manos de sus súcubos, observé como mis amigos se perdían en la oscuridad profunda del bar.

Unos besos de aliento cargado de hierbas húmedas embotaron mis sentidos.
—Vam-bu, Vam-bu, vampiros burros —fue lo último que oí en mi condición humana.

La mañana nos sorprendió, separados y sin hablar, en la atávica tarea de pastar en un paisaje que ahora nos era conocido.

Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2025

piedrazul@hotmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2025

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