La rata quería subirse a su cara, al menos eso es lo que dejaban descubrir sus rápidos movimientos.
Al principio no podía trepar a su rostro porque se resbalaba y lo arañaba en el intento de escalar su frente.
Después de unos largos minutos la rata logró subir. Subió y allí se mantuvo, en su cara, dando vueltas y vueltas en busca de algo; seguramente buscaba algún orificio, alguna huella abierta, una herida.
Podía sentir aquel vientre rosado y caliente en sus mejillas y en su boca, regurgitando, hablando con lenguaje digestivo.
Sus labios besaban la piel casi transparente de la rata. Imposible vomitar, imposible dejar de utilizar sus sentidos, dormirse, morirse, ignorarla, dejar de oír el crujir de las tripas del roedor y el latido de su raudo y pequeño corazón.
Se desesperó por espantarla, pero todo su cuerpo era un nudo de tejidos muertos. Se encontraba paralizado y no sabía por qué.
Por un momento creyó formar parte de ella, creyó latirse en sus adentros, vivir aquella vida miserable, y pensó que ella dominaba inevitablemente los suyos, que tal vez podía estar siendo parte de un experimento insospechado en un mundo de hombres infames.
El hocico de la rata buscó sus labios húmedos y carnosos, y dio con ellos. Los incisivos dientes del animal chocaron contra los de él produciendo un sonido atroz mientras creía que su corazón se le despedazaba.
Sabía con certeza que estaba como congelado, que sólo podía respirar el horror ácido y esperar a que la rata se fuera o a que alguien la matara por él, acaso los hombres menos infames.
De alguna manera, como en una pintura vista desde muy cerca, reconocía a una rata gris negra que tenía unos ojos diminutos y rojos. Desde su perspectiva demasiado cercana se veían como dos enormes manchas borrosas de arándanos brillantes, pero estaba seguro de que aquellos ojos eran agudos como dos ojos sin vida.
La rata olía a rincones oscuros de ciudad, a baldíos, a carne vieja, a mugre, olía como ciertos hombres solos para siempre en la calle, como la miseria honda, como ciertos puntos orinados en las alcantarillas del barrio y en los cementerios de basura en las afueras de la ciudad. Era un hedor rancio, antiguo, insoportable.
La rata siguió dando vueltas encima de su rostro, el nerviosismo de su cola –como una lengua exploradora de una serpiente– y aquel pelambre perverso y áspero lo hacían temblar, le erizaban la piel y aquellas eran dos de tantas razones que le garantizaban la realidad todavía, el hecho abominable de estar vivo aún –la vida aún tan a destiempo, tan inoportuna– aunque sin capacidad para reaccionar, para defenderse.
Tampoco estaba dormido. Sin embargo deseaba estar, con toda su alma en un grito sordo, de cualquier manera, inconsciente.
La rata bajó desde su cara a su cuello y allí se quedó instalada como una bufanda viva, gorda, caliente. Dos, tres, cuatro minutos… ¿Cuánto tiempo más?
No sabía lo que iba a suceder después, o no lo quería saber, no quería siquiera pensarlo hasta que comenzó a sentir los filosos dientes horadando la piel de su cuello. Hasta que la rata comenzó a morderlo con saña, ruidosamente. Oyó, de forma lastimosa, con horror, los chillidos de odio de la rata contra su cuello como si fuera un crío muriéndose o naciéndose, siempre de una forma precisa y dolorosa.
Quería entrar en él, la rata quería entrar en él, quería vaciarlo, horadar perversos túneles en los posibles espacios de su cuerpo, luchar contra su carne roja de imbécil humano quieto, luchar por su carne roja de humano a diminutos mordiscos. Quería comérselo, tenía el fin de devorarlo, tenía la misión de conquistarlo despedazando sus tejidos de uno en uno, emprender un viscoso viaje por sus entrañas, por su universo, por sus tinieblas.
Entonces –acaso despertado por el dolor más atroz– pudo por fin mover sus músculos y gritar saliendo del sueño, de la inconsciencia, de la parálisis, de la muerte. Volver por fin a la realidad. A una realidad que también era su pesadilla.
Con asombro, con terror, se dio cuenta de que ni su grito histérico ni sus eléctricos movimientos espantaron a la rata, que lo miró a los ojos –sin moverse, agarrada a su piel como una larva decidida a quedarse– exhalando un alarido entre dientes en la lengua más primaria. Fue entonces cuando aceptó el dolor como único destino lógico y racional, como única realidad, como única pesadilla concebible.
Juan García Castiñeira, España © 2007
jfgarciac@yahoo.com
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