Creo que fue por apretar demasiado al lavármelo. Me lo estaba secando ante el espejo con una toalla limpia y fragante, cuando caí en la cuenta de que mi rostro no se encontraba en el lugar que le correspondía. Me lo acababa de borrar por apretar demasiado fuerte. Vi con horror cómo sus últimos restos -una ceja, parte de la boca y la punta de una patilla- resbalaban por la pendiente del lavabo y eran absorbidos por el sumidero.
Comprobé en el espejo que únicamente los ojos permanecían en mi geografía facial. Traté de expresar pánico ante lo que quedaba de mi persona, pero lo único que conseguí fue abrir un poco más los ojos y dilatar mis pupilas. Sentí cómo un chorro de lágrimas se precipitaba por el conducto de mis sentimientos hacia el núcleo de una angustia que crecía como crecen los globos al ser hinchados con coraje, de tal manera que una gota tibia saltó de una de las órbitas y se deslizó arrastrando la comisura de lo que quedaba de labio. Intenté abrir la boca para decirme algo, pero en lugar de palabras obtuve un sonido gutural que pinchó como un alfiler el globo de mi angustia.
El cartero llamó al timbre. Retiré la mirilla y apliqué el ojo.
-¿Juan Diosdado?
No tenía valor para abrir.
-Introduzca la carta por debajo de la puerta, por favor, en estos momentos no puedo atenderle.
Había conseguido hablar. Hinché un globo blanco de serenidad que me insufló la suficiente sangre fría para abrir la puerta con decisión. El cartero apareció ante mí coronado con un enorme signo verde de interrogación.
-Disculpe, pero no podía abrir, muchas gracias.
-Tiene que firmar aquí.
-Perdone ¿qué tal encuentra mi cara?
Un signo de exclamación rojo fue a sumarse al verde de interrogación sobre la cabeza del cartero.
-No le entiendo.
-Nada, no se preocupe, mucha gracias.
Tras días de normalidad, un policía municipal se asomó a la ventanilla de mi coche con intención de invitarme a abandonar la segunda fila donde me encontraba, y al no ver mi cara en el lugar donde se localizan las caras, se alejó subyugado, como si no hubiera visto nada. Pensé que era natural, la gente no suele acercarse a las personas sin carácter. Mi rostro me debió abandonar momentos antes, cuando me lo froté con ambas manos para relajarlo del estrés. Miré con algún temor las palmas y comprobé que efectivamente se encontraba allí.
Siendo incapaz de asociar mi enfermedad a ninguna especialidad médica, pedí hora para mi médico de cabecera. Las pruebas de análisis arrojaron resultados irrelevantes. El doctor Cabeza me recomendó un médico psiquiatra especializado en problemas de identidad, y me presenté en su consulta al día siguiente tras haberme aplicado y retirado una mascarilla de pasta de pepino, lo que me permitiría sentarme ante el especialista completamente descarado. La enfermera me hizo pasar a la sala de espera sin novedad, inyectándome un sosiego inesperado. Me estuve observando en el espejo de la puerta corrediza de un armario empotrado con el temor de que mis facciones volvieran a manifestarse, pero no ocurrió nada y a los cinco minutos me hicieron pasar.
-No me diga nada. Es usted la sexta persona este mes que viene a la consulta sin personalidad. Las estadísticas se han disparado estos últimos años. Quisiera mostrarle algo.
Se restregó el rostro con una técnica que yo desconocía, y me presentó sus accidentes faciales completamente desordenados con la naturalidad de quién prescribe una receta.
-Como puede comprobar mi boca se encuentra alojada a la altura de la frente, síntoma inequívoco de personalidad desordenada. Si lo desea, puedo ponerle en contacto con una asociación de reciente creación en la que nos juntamos gente con problemas de este tipo, y digo problemas por decir algo, porque nuestra condición no constituye en realidad ningún problema. Hemos conseguido un local subvencionado por el Gobierno Vasco en el que intercambiamos fundamentalmente órganos, y los globos de colores hinchados durante todo el mes. Nos morimos de la risa.
No me cobró. Intercambié con él la barbilla y un cordial saludo y quedamos para el lunes que viene, pero creo que no voy a ir.
Diego Velasco Díaz de Mendivil, España © 2002
d_velasco_diaz_de_mendivil@hotmail.com
Diego Velasco, (San Sebastián, España, 1972) se licenció en Derecho en la Universidad del País Vasco, en cuya publicación quincenal "El Periódico Universitario" publicó varios relatos breves. En la actualidad, compagina las letras y el ejercicio de la procuraduría. Se declara admirador del escritor español Juan José Millás, y de la cosmovisión y obra de Carl Jung, y ha decidido adoptar una prosa de tendencia surrealista como medio de exploración artística y psicológica.
Lo que el autor nos comentó sobre el cuento:
El relato "Sin Rostro" constituye una mirada pavorosa (y maquillada de un sarcasmo pretendidamente terapéutico) sobre un desarreglo de identidad.
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