¿Hijo, te acuerdas cuando eras pequeño? Yo sí me acuerdo muy bien. Tenías tus mejillas quemadas por el frío y el sol. Bien rojitas estaban, pues. Yo te decía que lleves un sombrero, pero no, así nomás, decías. Jugabas con los hijos de Matías Huamán y Celestino Paucar que tenían tu misma edad, ocho años. Vicuñitas parecían subiendo las lomas. Tú subías más rápido que todos, llegabas a la cima y luego riéndote estabas, de tus amigos que después llegaban muy cansados. Tu madre, la Tomasa, te decía que apenas terminaras de jugar regresaras a la casa, para el almuerzo. Papitas y habitas, nomás, había, ¿te acuerdas? Pero igual comida será, me decías. Cuando caminábamos juntos, te gustaba recoger las yerbitas del camino y luego averiguabas qué enfermedad sanaban. Yo creía que siempre niño te iba a tener, pero claro, equivocado estaba...
El ómnibus devora los paisajes de manera inmisericorde. No se mueven las pencas, ni los ichus, solamente los sentimientos y las remembranzas...
Padre, yo te recuerdo, siempre, con tus manos creadas, diseñadas, afiatadas, especialmente para la tierra. Observa las manos de un hombre y conocerás si sabe labrar la tierra, me decías tú. Volvías del campo en la tarde, con tu bola de coca en la boca. Chacchabas un poco, dejabas tus herramientas en el piso, te acercabas a mi madre Tomasa y le hablabas. Pensarías que era muy niño para darme cuenta de lo que pasaba en la casa. Mis seis hermanos tenían su ropa, como yo, maltrecha, pero limpia, pobre, pero digna. Las ramas de eucalipto que servían de leña nos protegían del frío, aunque pienso, ahora, que el calor de ustedes hubiera sido suficiente. La comida del día estaba servida. En los platos que se encontraban en nuestra rústica mesa, habían algunas papas y habas. Trataba de tranquilizar la desazón de mi madre diciéndote que esa comida era suficiente.
En el ómnibus hay corazones agolpados. Trotan los latidos, desbocadamente, a cada recodo devorado...
Y la Fermina Huayllay ¿te acuerdas de ella? Cuando tenías 13 años, la mirabas, largamente como cuando miramos el cielo para ver si habrá lluvia. Ella tenía casi tu misma edad. Llevaba unas trenzas enormes que caían en su espalda de manera desordenada. Sus cabellos eran negros como las noches de nuestro pueblo. Enamorado estabas. Yo, como tu padre, te aconsejaba. Eres muy niño todavía, te decía. Debes estudiar primero. Mírame, con las justas, primaria he terminado, te decía. Aquí en Qorimarka, casi nadie ha estudiado un poco más, sólo tú hijo.
El viento, afuera, azota las celosías del acero con ruedas en la carretera. Las curvas del camino son más sinuosas, ahora, como algunas vueltas que da la vida...
Faustino, ¡erq'echa hamuy kaiman!, Faustino, niñito, ven aquí, así te llamaba. Y luego me arrepentía. Claro, pues, en quechua no debía hablarte. Para qué vas a aprender, tú. Yo quería que te vayas a la capital a estudiar más, y si aprendías el runasimi, los limeños de ti se van a burlar, porque no hablas bien su idioma, así pensaba yo. Con mi padre y mis diez hermanos, bastante quechua he hablado. Gracioso, mi padre era. Cuando esperábamos que la pachamanca estuviera lista, muchas historias contaba él. Si se acercaba alguien que no hablaba como nosotros el quechua, nos burlábamos. Yo aprendí muchos watuchis o adivinanzas, como dicen. Muchos watuchis hablaban de nuestra tierra, de nuestros animales, de nuestras costumbres y otras cosas más. Todos los que yo sabía, te los había contado, pero en castellano, para que los guardes para siempre en tu alma y luego se los cuentes a tus hijos, alguna vez.
Llueve afuera. El cielo llora la ausencia y quizás una inminente presencia. Los pasajeros se abrigan mejor para evitar los rigores del frío. Todavía el camino tiene ondulaciones y curvas conocidas para algunos de los ocupantes del acero rodante. Aún se puede recordar. Aún se puede volver hacia atrás. Aún se puede soñar, ¿por qué no?
Recuerdo, padre, que no querías que aprendiera el quechua. Lo hablabas sólo con mi madre. Sin embargo, yo no comprendía tu decisión. Tú le hacías bromas a ella. Se reían y yo me acercaba a hurtadillas, los escuchaba y adentro, pero muy adentro, me reía también. Luego, cuando salías del cuarto, continuaba mis juegos infantiles para que no supieras que estaba aprendiendo el idioma. A veces, me iba solo a la casa del abuelo. Él era muy anciano y prefería hablar en quechua. Aún se acordaba de muchas historias bonitas. Contaba que en nuestro pueblo, muchos años atrás había oro en las entrañas de los cerros. Por ello, el sitio se llamaba Qorimarka, es decir lugar de oro. En las noches, según el abuelo, muy cerca de uno de los cerros más altos de aquel lugar, se escuchaban gritos. Él decía que ello se debía a que en los socavones habían muerto muchos trabajadores y sus almas no tenían descanso y siempre vagaban por esas zonas. Por supuesto, que luego de aquellas charlas regresaba a mi casa, oteando cada sombra y cada una de las ramas de los árboles, escuchando todos los ruidos, cada crujido, presa del encanto y de miedo, a la vez, por aquellas historias.
Las luces exteriores del ómnibus anuncian la caída intempestiva de la noche. Las sombras andinas caen de a poco, casi de manera calculada. Todos duermen en el interior... menos uno. Áquel continúa otro viaje, hacia el interior de su corazón. Quizás el viaje más largo y peligroso. Quizás...
Cuando llegabas de la casa del abuelo, a dormir de frente ibas. Creías que no sabía que habías estado conversando con él. En aquellos días en que te contaba cuentos y leyendas, dormías poco, casi nada. Te levantabas antes de las cinco de la mañana, y a ordeñar la vaca ibas. Eramos pobres, pero para comer siquiera teníamos, pues. Luego que regresabas con el balde con leche, a la chacra iba yo. Tus hermanos, tarde se levantaban. Los gallos y las gallinas, bastante bulla hacían, pero igual era, dormidos se quedaban. Tú llegabas después y me ayudabas a cosechar las papitas. Cuando descansábamos, mucho conversábamos. Al contarme de la Fermina, tu voz de otra forma sonaba. Hablabas de ella, como cuando hablamos de la lluvia cayendo de a poquito en el campo, produciendo un ruidito especial al caer las gotas en el suelo. Me acordaba cuando me enamoré de la Tomasa. Así enamorado estaba yo. ¿Quién se va a fijar en un campesino pobre?, pensaba yo. Pero equivocado estaba. Desde el primer día en que hablamos nos dimos cuenta que éramos el uno para el otro.
El día despinta la noche de un brochazo. El interprovincial continúa su camino, inexorable e impersonal. Contrasta su metal de urbe grisácea con el cielo límpido andino, algunas estrellas todavía perezosas, poco a poco, se van retirando. Como algunos amores tardíos que aún brillan a pesar de que ya hay un nuevo amor...
Fermina Huayllay: cabellos negros azabache, de enormes ojos y sonrisa angelical. Así la recuerdo. Ella me ignoraba, pero de todas formas la quería. Yo te contaba mis desamores, y tú me dabas consejos muy reflexivos cuando estabamos caminando en el campo. Luego, me ponía a contemplar el paisaje. Era época de cosecha. Los campos estaban llenos de diversas gamas de verdes. Mirar el trigo y el maíz, entre otros campos de cultivo, era un espectáculo increíble y bello. Era como juntar las esmeraldas y el oro en las pampas serranas. Los árboles de queuña, de eucalipto y aliso se mantenían erguidos y delineaban el camino principal hacia el pueblo. Las quebradas eran muy profundas y abajo se podía ver el río que como una enorme serpiente se deslizaba buscando un ignoto destino. Lo primero que llamaba la atención al llegar a nuestro pueblo era una cruz de madera colocada en el arco de ingreso. Era muy grande e impresionante. Se veía desde cualquier parte del pueblo. Tenía bellos labrados en su madero horizontal. Con el paso del tiempo, se construyó una capilla. Las constantes y sentidas ofrendas de los fieles agradecidos depositadas allí, habían hecho que el sacerdote del pueblo decidiera poner a alguien a cuidarlas. Las primeras horas del día eran las preferidas por los fieles, para visitarla. Algunas noches, desde el patio de nuestra casa, observábamos la cruz, rodeada de una enorme cantidad de cirios, que daban la impresión de ser un cielo tachonado de estrellas iridiscentes y titilantes. Cuando yo sufría alguna decepción, iba a dejar mis lágrimas y frustraciones en la capilla. Luego, reconfortado por los momentos de quietud y de paz que ésta ofrecía, regresaba a la casa con la sonrisa en ristre y mis ilusiones intactas.
Algunos pasajeros están despiertos. Sus rostros están adosados a las ventanas. Cuentan las tunas, los árboles, las piedras y las horas que faltan para el destino final...
Yo tocaba el charango. Mucho te gustaba. Tarde era ya. Más de las nueve de la noche. Pero, aún así, muchos huaynitos tocaba yo. Te acercabas y me lo pedías para tocarlo, para rasgarlo, un poquito nomás, así decías. Buena voz no tenía, pero igualito así cantaba. Tú también cantabas. Esa noche era bien bonita. Nunca la he olvidado. Luna llena era. Afuera todo estaba iluminado, como sí fuera de día. No era necesario traer la lámpara de kerosene. Nos reíamos de algunas de las canciones. Ojalá nunca te olvides de esto, te decía. Yo pensaba que como esa noche, otra no íbamos a tener. Las lechuzas y los pájaros nocturnos se escuchaban también. Los wayras, o los vientos, susurraban, quien sabe qué cosa. Padre e hijo juntos, como el suelo y la planta, como el árbol y las hojas, como la yunta y el buey. Todo en la naturaleza parecía tener vida, pues, ¿cómo debe ser, no?
El sol brilla furiosamente. El cielo tiene un color azul violáceo parejo y límpido. Adentro, en el ómnibus, hay una melodía captada de una radio local. Es evocadora y parece querer dar la bienvenida a algunos de los pasajeros...
Tu sabías que me gustaban los huaynos, la música y las danzas. Por eso, cuando se iniciaban las fiestas patronales, nos llevabas, a mí, a mis hermanos y a mi madre a la plaza para que veamos los espectáculos preparados. Los danzantes plasmaban los colores del arco iris en sus vestimentas. Todo el pueblo estaba presente. Las sonrisas, las correrías de los más pequeños, las parejas de adolescentes gritando y cantando era lo más resaltante del ambiente de jolgorio que reinaba. La noche parecía infinita y renovable, a la vez. Las autoridades del pueblo estaban presentes y todos disfrutaban del mismo ambiente. Las notas musicales de las arpas, los violines, los charangos y las quenas, lanzadas al viento, sobrepasaban las alturas y se posaban allí donde todo tiene vida y recreación: nuestras memorias. Son las doce de la noche, me dijiste, padre. El castillo preparado para la ocasión era el centro de la atención. Cuando, de pronto, se produjo un estallido. Te miré y tenías el mismo rostro desconcertado de todos los presentes allí. Todos se miraban sin saber qué era lo que pasaba. Luego, sonó un segundo estallido y las láminas de fuego comenzaron a latigar la edificación rústica de la Municipalidad. El pánico invadió a todos los presentes. Los fuegos no eran artificiales ni espontáneos. Venían de armas empuñadas con odio; de bombas y granadas lanzadas con insania, que en unos pocos minutos le quitaron, de una feroz bofetada, para siempre la paz a Qorimarka y quizás a muchos pueblos del país. Tú padre, cogiste a mi madre y a los más pequeños de mis hermanos y me pediste que te ayudará con los demás. Nos fuimos corriendo a la casa, entre el pánico, el horror y el desasosiego trazados, cruelmente en nuestras almas....
El ómnibus aún no se estaciona. Pero el murmullo es general. Las maletas, los paquetes, los pequeños y grandes bultos, se van colocando al alcance. Pero hay muchas otras cosas que son inalcanzables todavía...
Desde aquella noche, de la fiesta patronal, casi todos los días, de muertes nomás se oía. ¿Te acuerdas cuando entraron al pueblo unos desconocidos? Armas llevaban, grandes, enormes. Diablos parecían. Todos se tapaban sus caras con pasamontañas. Nos hablaban, que vamos a cambiar el país, decían. Se llevaron a 10 de los más jóvenes y a algunas autoridades. A castigarlos, vamos, así decían. Dos días después encontraron tiradas a todas las autoridades, en el camino principal, en medio de un montón de sangre. Cuando eso pasó, hablando con la Tomasa, decidimos que vivir así no se podía. A tus hermanos con tu madre los envíe a otra provincia y contigo, lo más difícil hice: te decidí enviar a la capital. En el atado que te di todo entró. El ómnibus destartalado estaba. Pero sí llegamos decían. Te despedí y te dije que tu tío te iba a ayudar allá. Catorce años han pasado y yo estoy aquí, en el mismo lugar en el cual te vi partir, esperando tu llegada y que perdones a tu padre por haberte dejado partir, tan temprano.
Frena el ómnibus. El viaje ha terminado. Algunos ya llegaron a su destino... ¿Y los otros?
El medico Faustino Tincopa descendió del ómnibus. Aspiró ese aire conocido, hasta que sus pulmones se colmaron de la fragancia de los eucaliptos, de las retamas y del pasto fresco de Qorimarka. Miró el camino principal y vio a Amador Tincopa, incorporándose lentamente. Apresuró sus pasos hacia donde se encontraba su padre. Se miraron y las lágrimas corrieron por ambas mejillas, de manera abundante y acompasada, mientras que el abrazo en el cual se confundieron pareció borrar, en un instante, como los huayras, como los vientos, todos los malos recuerdos del ayer.
Edgardo Jiménez Romero, Perú © 1999
edjiroperu@yahoo.com
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