Federico García Lorca, Noche del amor insomne
Otra vez, cae la noche; por lo tanto, las persianas de los locales y comercios se cierran, los meseros recogen las mesas y sillas de sus terrazas, al tiempo que las farolas, lentas, silenciosas y rotundas, encienden, una a una, sus luces. Por las calles resuenan los pasos de las gentes apremiadas en regresar a sus casas, donde poder abrigarse del frío y del cansancio. Los empleados dan la vuelta a la llave antes de ingresar, besar a sus mujeres y abrazar a sus hijos con ese entusiasmo que se tiene cuando se vuelve a ver a la gente querida. Sentados alrededor de la mesa, discuten las novedades de la jornada, en el trabajo, la escuela y la casa, recuerdan viajes realizados, y hasta planean las siguientes vacaciones familiares. Después de terminada la cena, la actividad doméstica se traslada a otro lugar. Las luces se encienden detrás de las ventanas y persianas mientras afuera nosotros los miramos hacer con esa nostalgia que en ocasiones nos asalta por las vidas que no vivimos. Los cuerpos de los esposos se entrelazan, sus siluetas amorosas y enemigas se dejan adivinar; entretanto, en la otra habitación, los niños se abandonan al sueño.
A esa misma hora en que todos se disponen a dormir, nosotros hemos salido a las calles. Nadie parece vernos ni sentirnos en ese momento y en esos lugares. Qué diferencia con el día, cuando nos escondemos y apenas nos animamos a emerger, bajo riesgo de una mirada diagonal, una observación fastidiosa o un gesto perentorio; por eso, nos volcamos a la noche que nos acoge cómplice y adversaria. Nos ubicamos debajo de una farola, en la esquina de una calle, detrás de una arboleda. Las mismas bancas que dejaron los enamorados por la tarde, apoyan ahora nuestras ilusiones desesperadas, lo mismo que las fuentes, los escalones y los patios vacíos. Cuando la luna cuelga de lo más alto del cielo, nos encontramos y reconocemos, como los restos de un ejército invasor, en ese territorio que reclamamos nuestro.
La madrugada nos pertenece y con ella la realidad de nuestros deseos.
Eso no quiere decir que, en ocasiones, la ciudad no se encargue de recordarnos que ella nos resiste pero nunca nos acepta. Enemigos silenciosos incursionan en la noche para descargar sobre nosotros la violencia que se niega a ser apetito. Ayer nada más, desapareció una de nosotras. Le dijimos que no se vaya sola con ese tipo a quien nadie conocía y en quien nadie confió (a esa gente la reconocemos de inmediato, hay algo en su porte, en sus gestos, en sus palabras, que nos alerta). Había intentado antes con la Coca, la Isa y la Pau sin obtener de ellas lo que buscaba.. Pero la muy idiota de la Lola, no nos hizo caso. Basta con que le digan dos o tres tonterías para que se enamore una vez más. Todavía recuerdo cuando regresó con la cara llena de hematomas: después de piropearla, un hombre se fue con ella; cuando ya nadie podía escuchar los gritos de la Lola, estrelló su cabeza una, diez, cientos de veces contra un muro. La dejó tirada en la calle creyéndola muerta. Nunca supimos cómo fue que sobrevivió.
De tanto en tanto, aparecen cadáveres de nosotros, a orillas del río, en las alcantarillas, en casas abandonadas o entre los arbustos de un parque. Hinchados, llenos de hematomas, el horror retratado en sus pupilas, parece que terminaron sus días en sangriento combate. Son cadáveres que nadie recoge ni reconoce, escombros de la noche que terminan podridos en la morgue o amontonados en una fosa común. Con su silencio y olvido, la ciudad cauciona esos escarmientos, los acoge, les entrega una protección odiosa e hipócrita. Mientras paseamos por el bosque, nos cruzamos y reconocemos, no tardamos en preguntar por ella – la inquietud de la noche–, expresar nuestra preocupación y, al mismo tiempo, manifestar nuestra resignación. Inútil. Esta noche nadie ha visto a la Lola.
Levanto la nariz y busco en el aire. La luna llena ilumina con su fulgor los perfiles de los objetos, entregándoles una cualidad diferente. Mis pasos resuenan en la oscuridad con esa vibración que tienen los ardores criminales. De tanto en tanto, un hombre se me acerca y me pregunta si estoy ocupada, cuánto es, qué soy capaz de hacer... Pese a la gravedad de su voz, siento un tono de miedo y vergüenza que se resiste a desaparecer. Me volteo y les respondo que no, no es con él con quien quiero pasar la noche, hacerme poseer. Ellos no entienden o se resisten a perder, me gritan, me insultan, puto de mierda o maricón concha de tu madre. Alguno incluso se acerca con gesto amenazador. Cuando esto último ocurre, me pierdo corriendo entre los arbustos del bosque. Desde mi escondite puedo verlos buscándome por los senderos hasta que se pierden en el fondo de su desesperación.
A mí no me interesa pasar la noche con cualquiera de esos hombres: los conozco a todos, incluso a aquellos que creen venir por la primera vez. Conozco el brillo de confusión en sus ojos, entiendo de su anhelo por engañar a sus remordimientos. A quien yo espero es a él, el esquivo culpable, la afable víctima. Sé que me está mirando, siento sus ojos desde el comienzo de la noche sobre mi cuello, bajar por mi pecho, recorrer mis muslos hasta hurgar entre mis piernas. Entumecidos, febriles, sus ojos quieren penetrar ahí donde descansa aquello que solo su deseo puede inflamar y extinguir. Yo sé que sus ojos sufren de la distancia, que es silencio y desaliento. Con todo, lo dejo hacer, sé que, como siempre, terminará por violentar los prejuicios y acudir a mí derrotado por sus pulsiones, vencedor sobre sus pesadillas.
“¿Estás con alguien?”, me dice por primera vez, una vez más. Siento el conflicto en sus ojos que se agachan, negándose a reconocerme. Me escucho responderle que sí, guapo, lo estaba esperando, ¿a quién si no? Entonces, sin esperar más, nos vamos al Parque Central donde menos gente nos conoce, un espacio que podemos declarar nuestro. En el camino me cuenta que solamente quiere conversar, me vio ahí solita y le di curiosidad, pensó que podíamos conocernos mejor. Yo lo escucho una vez más con esa sorpresa cansada que te dan los gestos aprendidos de memoria. Él enciende un cigarrillo y mira alrededor antes de ofrecerme uno, de buscar la oportunidad de mi contacto. Me escucho responderle que sí, mi amor, no veía que desde hace rato tenía ganas...
Cuando llegamos al Parque Central un estremecimiento nos recibe. Son las sombras que, sorprendidas y asustadas, se sienten descubiertas. Sólo un instante: tan pronto nos miran nos reconocen, por eso regresan a la oscuridad, ese murmullo cómplice que nos acoge como suyos pero que olvidamos cuando nuestros cuerpos se acercan, nuestros labios se juntan. Entonces, tanteamos nuestras ropas, nos despojamos de ellas con esa urgencia que tienen dos cuerpos hambrientos. Yo lo dejo hacer, creer que es quien domina, ese es el rol que busca para él. Siento sus manos reconocerme, mojadas, con esa urgencia que tienen los hechos ineluctables, nerviosas, con ese ardor de quien busca lo prohibido pero también lo recuperado. Cuando me tiene entre sus manos, ya no es él pero al mismo tiempo es quien yo esperaba. Sus ojos me imploran, suplican, que entre en él para abrir el grito, vaciar la culpa. Somos uno solo, sombra, sueño o pesadilla, al fin reunidos para siempre. Arriba, la luna brilla, aquí abajo nosotros nos entregamos al amor que integra nuestros cuerpos. Todo a nuestro alrededor huele a tierra mojada.
Las estrellas se distinguen en el firmamento. Podemos empezar a contarlas, dando tiempo a que nuestros cuerpos regresen. Su mano recorre mi piel con una urgencia distinta a la que conozco. Esta noche lo siento cambiado, poseído por inquietudes que lo hacen más taciturno y aprensivo. Me dice que ya no puede más. Su mujer todavía sigue de viaje. No le importan más los padres, ni los hijos. Cuando regrese se lo dirá, le contará que nunca la ha amado, que él es distinto, no es quien todos se imaginan, es necesario salir a la luz. Quiere abandonarla, rehacer su vida, enamorarse de verdad. Lo tomo de la mano y lo miro, me escucho decirle que se calme, que tenga paciencia, todo se arreglará.
No sé cuanto tiempo permanecemos así pero, de repente, la luna ya no está en lo alto, ni las estrellas son tan numerosas. Poco a poco, en silencio, las sombras también se han ido retirando, dejándonos a nosotros dos solos. Una sirena de policía resuena a lo lejos. Sé que lo perderé, que en unos instantes se levantará y buscará en sus bolsillos el dinero con el cual separarse. Entonces, decido abalanzármele, decirle que se quede conmigo, a mi lado. Casi tan pronto me escucho decirle que lo amo, él abre los ojos como quien despierta de un sueño, yo cierro los míos y me digo que ya se terminó todo. “Quita, maricón de mierda”, me dice una vez más. Ya estaba, las palabras habían acudido para deshacer la penumbra, fracturar el secreto, dejarme aquí, mientras él se aleja, acomoda su chaqueta, saca un cigarrillo y mira al frente, el aire de la mañana en la cara, un fulgor en su mirada y una vida que le espera en casa.
La lluvia comienza a caer, mientras huyo a guarecerme en la primera boca de metro. Bajo las escaleras de prisa, pero ya es demasiado tarde pues el agua deshace mi maquillaje, dibujándome una mueca de espanto sobre el rostro. Cada tanto, alguien se detiene y repara en mí. Entonces, me mira o me señala y me dice cosas que no escucho pero que entiendo y reconozco. No les hago caso. Regreso con el dolor de la despedida pero con la esperanza de un nuevo encuentro. Esta noche nos volveremos a ver, una vez más nos conoceremos y nos juraremos amor eterno. Aquello que nos reúne es algo más fuerte que nosotros, que la ciudad misma despertándose en este momento, es ese castigo que llevamos adentro y que nos hace distintos, secretos, culpables.
Félix Terrones, Perú © 2011
felixmartin55@gmail.com
Félix Terrones (Lima, 1980) es escritor, crítico y traductor. Doctor en literatura latinoamericana por la Université Michel de Montaigne - Bordeaux III. Autor de la colección de novelas cortas A media luz (PUCP, 2003) y de la novela El silencio de la memoria (Mundo Ajeno, 2008). El próximo año aparecerá De cenizas y ciudades, conjunto de relatos. En la actualidad termina su nueva novela La tierra prometida, al tiempo que prepara un libro de ensayos dedicado a los prostíbulos en la literatura latinoamericana.
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