Mientras me adentro en Prenzlauer Berg, pienso en la necesidad que tienen algunas personas de discutir el final de historias que debieron haber quedado como borradores o esbozos, quiero decir incompletas. Un instante, quise regresar sobre mis pasos, exonerarme de sus lágrimas así como dispensarme de las explicaciones, pero pudo más la voluntad que me arrastró de regreso a la ciudad y a esta mesa. “Todo esto es una locura”, me digo antes de encender un cigarrillo y abrir mi libreta, al tiempo que, detrás de la ventana, la calle empieza a mojarse y la gente apura el paso.
Fue aquí mismo que la conocí una de esas primeras tardes en las que la ciudad era tan nueva para mí que nadie tenía un rostro, apunto. Esa tarde, había bajado de mi buhardilla para tomarme un café, abrir esta libreta en su primera página y empezar a escribir. Apenas levanté el bolígrafo –las palabras que no escribiría interrumpidas para siempre–, escuché una voz que me llamaba desde la mesa contigua y me interrogaba por lo que hacía. “Nada, no hago nada y ya van varios días que voy así”, le respondí hundiendo mis ojos y mi frustración en el azul de su mirada.
Me preguntó si me fastidiaría que tomara lugar a mi lado, le respondí que qué esperaba para hacerlo y ella se apuró a no dejarme insistir. Así que se pasó a mi mesa con su copa, sus revistas y sus tijeras: entre cada colilla apagada, entre cada pregunta que me disparaba se daba el tiempo para hacer recortes. Al tiempo que sus tijeras se agitaban en todos los sentidos (un puñado de decapitados acumulándose a su lado) ella me dijo que también escribía, pero desde hacía algunas semanas no había podido escribir una sola línea porque le resultaba difícil hacerse una con sus personajes y zas, otro corte con sus tijeras... Más tarde, descubriría la razón de su labor cercenadora; mientras tanto, era la hora de despedirse y sí, me escuché decirle, vendría a este café, nos veríamos pronto.
Al día siguiente, apenas entré la vi sentada en “mi mesa”. Aprovechando que estaba distraída, la observé un rato. El bolígrafo suspendido entre sus labios y la hoja, sus ojos que se deslizaban en las letras, era tanta su concentración que me dio la impresión de que el mundo se había derruido alrededor. Fue cuando levantó la mirada de su papel que me distinguió y entonces todo lo que me rodeaba recobró, una vez más, materialidad: vaya, por fin me había aparecido, me había demorado mucho, llegó a temer que la dejaría plantada ahí y con tanto que decirnos...
–¿Qué hacías? –le pregunté al tiempo que me sentaba en el sitio que ella había ocupado el día anterior y encendía un cigarrillo y pedía un café.
Alzó los hombros y me contó que la conversación que tuvimos le había dado ganas de retomar su historia. Estaba por terminarla, pero no sabía qué final darle, a lo mejor yo podría darle una idea. Yo le respondí que no sabía nada, ya me costaba mucho lo que yo escribía para ponerme a ayudar a los otros a terminar lo que escribían. A la hora de pagar, hurgó en su cartera, se buscó en los bolsillos sin encontrar nada. Desde luego, no me importaba pagar. “Al fin de cuentas es como si lo hiciera yo”, me dijo y me guiñó el ojo con coquetería. No le respondí pero me pareció un poco abusivo de su parte que ya en nuestra primera cita ella se creyera que estábamos juntos y me hiciera pagar su café, qué lisura...
En nuestro caso, fui yo quien se escuchó contando poco a poco su vida. Había comenzado la investigación en Lima pero, agobiado de la ciudad y anhelante de otros horizontes, me vine con una beca a Berlín. Al inicio, con la novedad del lugar, el sentir que reinventaba mi vida, empecé a trabajar con vehemencia y rigor: terminé en dos semanas los primeros capítulos de mi monografía. Orgulloso y seguro, se los había enviado a mi directora. Poco después ella me dio una cita urgentísima, apena pudiera, sí, en su despacho. Nuestra entrevista fue breve pero perentoria. Enarbolando un fajo de hojas encuadernadas, mi profesora me dijo que mi trabajo repetía el de otra persona, un joven alemán que realizó su investigación en Lima, muchos años atrás. Le eché un vistazo a la tesis para descubrir, escéptico, sorprendido y resignado, que en ella se desarrollaba punto por punto, idea por idea, todo lo que yo había escrito. “¡Maldito copión!”, atiné a decir al final de mi lectura. ¡Y pensar que en algún momento, convencido de la originalidad de mi proyecto, imaginé mi éxito académico, el reconocimiento de los universitarios y el público en general! Esa tarde eché a la basura mis papeles. No quería repetir a otra persona… Decidí aprovechar el tiempo que me quedaba en esta ciudad para escribir de una buena vez esa novela que desde hacía mucho había delineado y de la que incluso tenía un borrador.
–Una persona de tan lejos, un peruano que viene a Alemania para ser escritor –me dijo esa noche y me revolvió los cabellos–. Me parece una historia repetida y novedosa al mismo tiempo.
Yo sonreí pero le dije algo así como que con tanto latinoamericano por ahí de todos modos siempre había alguno que quería ser artista. Ya estábamos borrachos, no sé quién propuso que nos fuésemos, sólo recuerdo que salimos al frío de Berlín. A esas horas, en Kreuzberg, con tanto alcohol encima y la nieve que comenzaba a caer, lo mejor es apurar el paso. Terminamos en mi piso, los dos muertos de frío pero con muchas ganas de culminar aquello que sin confesarnos habíamos empezado. Hicimos el amor por primera vez, bajo unas sábanas que escondían nuestros cuerpos desnudos como hojas en blanco. También incompletos como los recortes que ella hacía.
Usaba mi ropa para dormir, devoraba mis alimentos, subrayaba mis libros, y tengo la sospecha de que también utilizó mi cepillo de dientes.
Nunca llegué a tener nada seguro con ella. Apenas le preguntaba por su pasado ella abría la boca, cerraba los ojos, contaba hasta tres y empezaba una de sus historias. Tan pronto había nacido hija de diplomáticos en Tanzania como era una bailarina jubilada prematuramente por culpa de un accidente. A veces era una ex –estudiante de Science Pro que desaprobó los exámenes finales, otras una pintora que se tomaba un descanso. ¿Cuándo creerle si es que nunca tenía algo seguro con ella? ¿Qué rostro escogerle por entre todos los que su febril imaginación me ofrecía? En ocasiones, respondía el teléfono en portugués, otras en alemán, cuando no en inglés.
–¿Cómo puedes ser tantas personas al mismo tiempo? –la interrogué una noche.
–Deberías preguntarte antes cómo haces para creerte quien crees ser…–me respondió picada mirándome al espejo, mientras se peinaba.
Su vida parecía haber empezado cuando me conoció, mientras que el resto se perdía en los esbozos de un borrador comenzado una y otra vez o en los escombros de un espejo roto. La convivencia con ella se hizo progresiva e inconscientemente un infierno en el que me usurpaba, sin consulta ni complejos, mis objetos, mi espacio y, en suma, mi identidad. Por eso, me siento aliviado de haberla abandonado. Cuando llegue en lágrimas y sollozos, no aceptaré ningún argumento de su parte. Demasiado tarde para intentarlo de nuevo, la vida no es una historia que se corrige o en la que cambiemos de personajes.
Berlín, julio de 2009.
Félix Terrones, Perú © 2010
felixmartin55@gmail.com
Félix Terrones nació en Lima en 1980. Ha publicado A media luz (PUCP, 2002) y El silencio de la memoria (Mundo Ajeno, 2008) y ha editado la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho (2010). En la actualidad termina su novela La tierra prometida. Es asistente de cátedra en la Université François Rabelais de Tours (Francia). Se está doctorando en estudios hispanoamericanos en la Université Michel de Montaigne – Bordeaux III (Francia). Ha publicado textos en revistas francesas e iberoamericanas.
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