Regresar a la portada

La momia pelirroja del Taklamakán

La última vez que vi a Nadine fue al volante de su patrol, despidiéndose con la mano, para adentrarse en el Taklamakan. Se volvió solo una vez y en el aire caliente y seco permaneció su sonrisa que yo llegué a conocer muy bien, aunque en ambientes menos hostiles, como el San Francisco de Jack Kerouack, Greenwich Village de O’Neill, Paris de Pablo Neruda. Meses atrás, atravesando el Paso de Kyber hacia Peshawar por última vez, me pidió que no preguntara ni quisiera tratara de adivinar qué estaba buscando, por supuesto de sí misma en aquel viaje, y mucho menos que llegara a expresarle mis dudas de que hubiera algo más de sí misma que no hubiera ya descubierto, incluido el valor extremo. Por decir algo, ya que eso no tenía ningún valor, me aseguró que no buscaba la muerte, pero que, si sobrevivía al desierto más feroz de este planeta y yo hubiera sobrevivido a los míos, tal vez pudiera cumplirse mi deseo de pasar unos cuantos años juntos, donde yo quisiera, incluso en Paris o Dublín.

Mientras se iba desvaneciendo la polvareda y su holograma de recuerdos incrustados fugazmente de los días en que caminamos por el Nafud, en Arabia, su figura menuda, jorobada por una escueta mochila bien ajustada a los hombros, tocada con aquella boina con la estrella de la revolución cubana, sus grandes botas pisando siempre con fuerza y levantando de la arena los permanentes fantasmas amarillentos, que se confunden con el calor, pensé una vez más cuán difícil es que las verdaderas parejas se encuentren para vivir y aparquen sus huidas para otra vida, si es que las hay en realidad, aunque no es importante. Y me dije también que en los tiempos de silencio que empezaban con aquella despedida, me acompañarían indelebles las múltiples imágenes, aromas y sensaciones de las innumerables veces que hicimos el amor, fundiéndonos en uno como dos piezas de mantequilla sobre la sartén al fuego.

Puse en marcha el Mahindra Jeep cuando el paisaje se cerró sobre sí mismo borrando todo rastro de movimiento y recuerdo de que minutos antes pudo verse una figura humana en un vehículo adentrándose en aquel desierto en forma de inmenso lago oval de arena. Me dirigí a Aksu, por donde cruzar el caudaloso Tarim, pasaría la noche en alguna fonda y al día siguiente emprendería la ruta a la frontera de Kazakstán.

Pero nunca llegué a Aksu. La carretera – o lo que la arena me dejaba ver de ella – me llevó en sentido opuesto, de nuevo hasta la orilla sur de la cuenca del Tarim. Y, como me ha sucedido ya alguna vez, el vehículo se paró sin brusquedades, no porque se le hubiera acabado el combustible o por alguna avería, sino que me di cuenta de que había levantado el pie del acelerador. Inconscientemente fui girando el volante con mucha suavidad hasta que el Mahindra se detuvo en lo que podría calificarse de arcén para una carretera corriente.

Reconocí la carretera a Qizilchoca, donde a principios del siglo XX, el explorador Alexander Sven descubrió las momias pelirrojas, años después de que otro explorador, no recuerdo su nombre, descubriera las momias de las brujas de Subeshi. Creo que hacia el 2000 fueron llevadas todas ellas, por lo menos eso dicen, al museo nacional de Xinjiang. Supe que debía buscar un sitio donde vivir allí mismo por tiempo indefinido. Salí a estirar las piernas y “refrescarme” con el viento de fuego de aquel enorme lago de arena que resulta inconfundible en fotos de satélite. A los amantes del desierto la gente normal nos toma por locos. Aunque si superan por cuántas cosas mucho más peculiares deberían encerrarnos en el Paraíso...

“Bien, me dije, “está visto que tengo que llegar a Qizilchoca; Orhan Vdanov se ha a llevar una sorpresa, pues ya nos habíamos despedido de por vida días atrás. Seguramente volvería a la carga con sus recomendaciones de hombre bueno, insistiendo en que debería buscarme una mujer sana y hogareña y olvidarme de esos flacos laberintos emocionales a los que yo parecía estar adicto”.

Llegué por la noche y en efecto, la expresión del noble uigur podría parecerse a la del día en que debió descubrir la momia pelirroja excavando uno de sus cobertizos para ovejas adosados a las cuevas. Evitó cualquier comentario sobre mis razones para no haber seguido hasta Kazakstán, y jamás lo haría. Me preguntó cómo se portaba el mahindra y si quería comer algo. Yo le respondí que no hacía falta; su familia ya se había retirado a dormir. Me invitó a fumar y a un té, y nos sentamos fuera a contemplar ensimismados el curso de la luna.

Al día siguiente me propuso ir a ver al alcalde para ofrecerle mis servicios de topógrafo, pues tenían problemas con el trazado de una nueva pista hacia Bozuk. Debió pensar que aquella obra iba a alargarse lo suficiente como para hacerme reflexionar sobre su propuesta de casarme con una buena mujer uigur y ponerme a vivir como un ser humano normal. Y seguro que iría preparando sus respuestas a mis negativas, especialmente aquellas que vendrían en la inevitable forma: “lo siento, amigo, me conozco y no puedo hacerle eso a una mujer”.

Al alcalde le valió de sobras mi currículo de haber trazado la carretera desde Touggourt a los pozos de gas de Hassi M’ssaoud, en el desierto argelino, y las buenas intenciones de Orhan se vieron por el momento colmadas. Aunque ignoro cuales fueron las que le llevaron a mostrarme su secreto más preciado, una momia de guerrero uigur de larga cabellera pelirroja que había escapado a la requisa oficial y por lo tanto no estaba en el Museo Nacional de Xinjiang sino en una cavidad perfectamente disimulada en las cuevas donde guardaba sus rebaños.

No fue hasta la tercera semana que se decidió a mostrármela. Desde el día en que acepté a quedarme, e implícitamente aceptar su proposición de volverme hombre de familia, supo que iba a desvelarme su secreto, pero ¿Por qué tardó tanto? El ancestral recelo de la gente sencilla del interior, supongo, o porque aquella confidencia necesitaba su momento adecuado.

Un día, cuando volvía a casa después de la jornada en las obras de la carretera, me lo encontré en el cruce de Ostak con su camioneta en marcha. Detuve el mahindra a su lado.
- ¿Qué ocurre? - ¿Estás bien?
- Claro, ¿y tu?
- Bien. ¿has tenido un buen día?
- Simplifica las ceremonias, amigo; ¿Qué ocurre?
- ¿Quieres comer algo?
- No.
- Bien. Hace tiempo que quiero enseñarte algo.
- Ah... ¿mucho tiempo?
- Sí. Desde aquel día en el desierto...
- En el que me salvaste la vida.
- No fue para tanto, tú ya habías conseguido arrancar el camión. – No añadí nada más, esperé a que se decidiera a decirme porque había dejado a su familia en casa para venir a encontrarme a medio camino. Mi silencio lo apremió: - ¿Puedes seguirme?
- Claro.

Salió de la carretera invitándome a hacerlo, y durante mucho rato los faros de nuestros vehículos fueron abriendo camino en la planicie arenosa, hasta llegar a unas peñas de grandes dimensiones. Yo conocía la mayoría de las cuevas donde guardaba su ganado, por tanto, supe que habíamos llegado. Bajamos de los vehículos y me invitó a seguirle hacia uno de los cobertizos adosados a la montaña. Creo que era uno de los más grandes. Nos iluminábamos con sendas linternas del ejército. Cruzamos las estancias hasta llegar a la roca y Orhan se metió directamente en una abertura después de apartar una gruesa puerta de madera casi pulverizada por el tiempo. Se volvió a mirarme con el aire de dudar por última vez si estaba haciendo lo correcto. Fue solo un fugaz destello, luego seguimos por una galería de paredes inclinadas, angosta; tanto que me dije que no parecía el establo más adecuado para guarecer las ovejas. Finalmente se detuvo frente a un punto de la roca. Al principio se me antojó una pared continua, lisa, y que jamás debió recibir la luz de bombilla alguna que no fuera de una linterna.
- Ven. ¿ves?
- ¿El qué?
- Ayúdame.

Entonces se puso a empujar un bloque de pared rocosa y me dijo que aplicara la fuerza en paralelo a los puntos en los que él estaba presionando. Al cabo de un rato, y cuando ya me quedaba sin fuerzas oímos el nítido ruido de grandes losas de piedra deslizando unas con otras. Unos cuantos esfuerzos más y la pared dejó entreabrir los párpados de una pequeña hendidura. Orhan se metió por ella de lado y le seguí. Andamos unos minutos más por una galería muy estrecha en la que apenas podíamos pasar rozando ambos flancos. Y finalmente llegamos a una especie de oquedad cubierta por maderas astilladas, maleza y arena. Orhan me pidió que lo ayudase a retirar la mayor parte de tales estorbos. Y allí estaba. Al impacto de ambos círculos de luz blanca una especie de fardo alargado yacente sobre un nicho excavado en la roca a la manera de las catacumbas romanas.
- No la han encontrado ni la encontrarán jamás. Tú eres el único que lo sabe ahora.
- Guardaré el secreto.
- Lo sé; nos conocimos en el desierto, y ese guarda muy bien sus secretos y contagia a los supervivientes.

Levantó un lienzo de piel muy gruesa y allí estaba. Tocada con un gorro de piel de cordero, su larga cabellera roja y blanca, rubia, con un par de trenzas a la manera de los guerreros uigur, el rostro apergaminado, las cuencas vacías y la boca cerrada, hablando sobre la serenidad de lo eterno. El rostro del tiempo.
- Dicen que son del siglo XIII, pero vete a saber. ¿Ves? Este tipo es mucho más alto que la media de su tiempo, y las otras momias del museo no tienen esta cabellera tan roja. ¿De dónde pudo venir? Dicen que las del museo no son teñidas sino natural, y por tanto esta también es natural. ¿de dónde procedían estos gigantes rubios? Es la cara del tiempo y del enigma. A esta no la encontrarán jamás.

El silencio nos iba respondiendo con elocuencia una a una todas nuestras preguntas, hasta que, como ocurre cuando contemplas el Taklamakan, no importa desde que punto, tus preguntas se vuelven silencio, y tu vida se vuelve tiempo.

Orhan se volvió hacia mí mientras acariciaba aquella cabellera milenaria, conservada, como el resto del cuerpo gracias a la extrema sequedad y bajas temperaturas del lugar.
- ¿Qué le hace a un hombre amar el desierto? ¿Qué le hace sentir seguro en desierto, a pesar de que no hay nada? – Y como yo no pudiera responder, él lo hizo por mí. - Ya, claro: absorbe todas las emociones y las contiene sin ruido. Lanzó un largo suspiro y pareció dar por terminada la visita a aquel mausoleo.
- Yo he nacido aquí, mi padre también, mi abuelo y toda mi familia desde que tenemos conocimiento. Y ninguno amamos el desierto, porque no te deja vivir. En cambio, tú; cuando te conocí me explicaste que ibas de visita por el desierto. Así de simple, ¡de visita! Bueno, no sé qué palabra empleaste; el inglés no es el idioma nativo de ninguno de los dos, y por tanto las palabras nunca tienen el matiz preciso. Lo que me dejó atónito es que viajabas por el desierto simplemente por placer.

Luego paseó la mirada por la roca, es decir por la negrura, porque nuestras linternas seguían enfocando obsesivamente al guerrero uigur del siglo XIII, y se detuvo en algún punto a lo lejos de la angosta grieta, y pronunció solemnemente.
- Eres mi hermano. Quédate con nosotros todo el tiempo que quieras, y si prefieres seguir esperando a ese complicado fantasma femenino en lugar de estar acompañado en la cama por una rolliza y sanota mujer uigur, respetaré tu decisión, como respetamos aquí todas las que tomes, aunque no creo que sea una buena idea irse a dormir en una cama helada.
- ¿Conocías a Nadine?
- Claro, aquí todos conocimos aquella misionera que hace años quiso convertirnos a vuestra religión de egoístas permanentemente insatisfechos y desconocedores de la solidaridad y el amor sencillo. Vino con una misión de Naciones Unidas cuando la independencia de nuestros vecinos, ya sabes, Kirguizistán, Kazakstán, etc. y tuvimos que decirle que esto no es Kazakstán, sino que pertenece a China y que no necesitábamos nada; siempre hemos soportado a los invasores durante milenios, especialmente a los mongoles, y desde hace cien años a los chinos. Ella ya lo sabía cuando atravesó la frontera en busca del Taklamakán, pero se demoró una buena temporada tratando de inculcarnos el espíritu que destruyó Occidente. Pero no representaba ninguna novedad para nosotros, porque es el mismo que ha destruido China. Un buen día volvió a cruzar la frontera. Más tarde la conociste tú, ¿verdad?
- Sí, y nunca supe que es lo que buscaba.
- Ni ella tampoco, pero supongo que buscaba el origen, como todos vosotros en Occidente, aunque no lo admitiréis nunca: el compartir sin analizar, sin exigir, sin quejarse de que la vida es dura, porque eso ya se sabe desde los orígenes y se acepta, y no se buscan más explicaciones, sino tratar de darse calor unos a otros para que esas dificultades sean más llevaderas. Nos revestimos de unos rituales antiguos que nadie comprende ni sabe de donde salieron, pero que nos hacen sentir unidos a un mismo calor humano.

Aquel templo arcaico estaba transformando mi amigo en un profundo filósofo, o a lo mejor estaba hablando a través de él, tratando de arrancarme la emoción prohibida en Occidente de llamar hermano a quien no lleva tu mismo apellido, pero que es mucho más digo de serlo. Por fin me salió:
- Hermano: – la emoción, acariciada por las paredes de aquella angosta grieta en forma de útero me impedía hablar con soltura – En mi vida nada ni nadie me ha hecho tan alto honor como tu acabas de hacerme. Si me aceptáis incluso puedo cambiar mi nombre occidental por un nombre uigur.
- No hace falta, cada uno tiene su historia y la tuya precisamente te ha traído hasta aquí, y es por ella misma que te ama toda mi familia, todo el puedo, el alcalde, los comisarios políticos. Todo el mundo te quiere por lo que eres, por quien eres y por ser dónde vienes.

El planeta edifica los verdaderos templos de oración en los lugares más insospechados y la mayoría no llevan adornos, ni joyas, ni su construcción la firma un ilustre arquitecto, pero tienen el poder de la tierra, que es de dónde venimos y adonde volvemos, por eso nos acoge como la madre más auténtica de este mundo.

Cuando volvíamos, el desierto empezaba a colorearse de gris rosado. Probablemente al cabo de los años Orhan y yo volveríamos otra vez a aquel lugar de contacto con la esencia, preservado de analistas, historiadores y guardianes de museos, pero solo cuando los rigores del mundo nos llevaran a necesitarlo. El ritual más profundo es aquel que no necesita repetición, porque con una vez o pocas más, ya es suficiente para ponerte en sintonía contigo mismo. Tampoco volveríamos a tener aquella conversación, porque lo profundo, lo sagrado ha de reservarse para los lugares y momentos adecuados. La repetición degrada la esencia hasta hacerla desaparecer de la consciencia de las personas.

Juan Trigo, España © 2021
juan@tmp.es

Juan Trigo es Ingeniero Industrial con el grado de Doctor por la Universidad Politécnica de Barcelona. Empezó de muy niño a contar historias por medio de dibujos, para pasar luego a describirlas en forma novelada porque así podía contar historias más largas. A los 15 años la escritora Carmen de Villalobos le hizo una crítica muy positiva de su primera novela, Padre, me estoy volviendo loco, animándole a seguir escribiendo. En 1975 quedó en la votación final del Premio Planeta por su novela Desierto de Niebla y Cenizas, que luego de reescribirla fue publicada por la colección Súper Ficción de la editorial Martínez Roca en 1978. La Editorial MTM le publicó en 1995 su novela de tema reencarnacionista Ashânte, los Mensajeros de la Mente, en 1998 su novela en búsqueda de dar sentido a su vida, El Retorno de Vivianne y, por un encargo editorial, una parte de su biografía novelada de sus experiencias en Oriente Medio, Encuentro en Irán. Es astrólogo profesional desde 1980 y psicoterapeuta desde 1994, sin haber dejado sus actividades como ingeniero industrial en el seno de su propia empresa de comercio internacional creada en 1995.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • El viejo prisionero indultado inesperadamente y la gacela

    Regresar a la portada