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La muerte del Easter Bunny

Mi hijo toca un conejo muerto, entumecido, y yo le grito que lo suelte, que lo deje caer al andén duro. Se asusta y ligero me responde que no ha tenido la culpa, que él apenas había querido darle vuelta para que se parara de nuevo porque se había quedado así, de lado. Para él el inconveniente del conejito era el mismo que el de un juguete olvidado, se había quedado. Hice que se lavara las manos para quitarse no sé qué gérmenes y a saber qué virus, pero sobre todo para quitarle la muerte de las manos, para alejar a mi hijo de aquello, de aquel misterioso barranco que el rigor mortis del conejo me mostraba.

Tuvimos sólo unos minutos breves para discutir lo sucedido y los empleé todititos en explicarle a mi hijo lo que nadie nunca ha podido entender. Lo que dejé fuera de mi discurso era todo eso que jamás se puede permitir que un hijo de seis años perciba en un padre, mi incertidumbre y mi ansiedad. Observé la reacción de mi hijo esa mañana y me dí cuenta de que yo le podía contar cualquier cosa y que él a los seis años ya aceptaba la muerte fácilmente y que no necesitaba tantas palabras. A saber cuándo es que empezamos a necesitar tantos paradigmas para entender algo bien claro que con sólo dos palabras, “se murió,” bien se entiende.

Nos despedimos con un abrazo y percibí que él empezaba su día de kinder mucho menos asustado que yo. En cambio, yo me fui contemplando la ironía de la vida. Cómo es que se vino a morir este conejo en frente de mi casa, en mi andén. Sin duda, era el mismo que habíamos visto al regresar a la casa la noche anterior sentado algo raro enfrente de la casa. Yo lo veía pensativo, cauteloso y lo señalé para que mi hijo se fijara en él, en el Easter Bunny, para que creyera. Pero esa mañana sentí que el bulto blanco me había señalado a mí porque para venirse a morir enfrente de su casa es para que todos se fijen.

En cierta forma temía que todas las almas del vecindario iban a poder interpretar la muerte de ese inocente níveo como un símbolo de que algo no andaba bien por allí, en esa casa, con esa mujer. Y hablando claro, la verdad es que estaba en uno de esos períodos feos de desequilibrio últimamente, dejándome a mí misma recorrer cada recoveco de mi mente, contemplando y analizando y hasta dejando mi auto-reflexión llegar a un nivel narcisista. Me acurrucaba en mi culpa y pasaba demasiadas horas ansiosas frente la pantalla de mi Macintosh en un mareo total. Y parece raro que ese cuerpecito duro del Easter Bunny me haya sacado de mi mareo, pero así fue, porque a un cuarto para las siete de la mañana vi la muerte y pegué un grito. Y cuando llegué a la casa después de ir a dejar a mi hijo al colegio y volví a ver el bulto blanco con las patas duras me recordé de que todos vamos para eso y que toda la narración que había estado añadiendo al cuento era innecesaria e ilusoria.

Evelyn Galindo-Doucette, Estados Unidos, El Salvador © 2011

cdoucette@tds.net

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