Es primavera, fría como de costumbre en Suabia; los niños tienen nueve años de edad y están metidos en rígidos pantalones cortos de cuero y medias a la rodilla y pullovers de lana muy gruesa, tejidos a mano. Con tanta ropa es imposible correr, y eso enoja a Bertl; Adam lo acepta sin más. Han tallado los barquitos en madera de arbusto de avellana y les han quedado bonitos. Bert arroja piedras a su barquito, para que navegue más rápido; está orgulloso de su obra. Corren a lo largo del canal, Adam detrás de su amigo, ahora llegan a un puente y se detienen en su mitad, mirando canal arriba los barquitos que descienden la corriente; en un instante cambian al otro lado del puente, se inclinan por encima de la baranda para contemplar cómo se deslizan sus naves en aventura hacia el mar o hacia el río Lech, cómo cada barco se dispara adelante por debajo del hormigón y choca lateralmente contra la pared del canal, porque hay ahora una curva, y cómo cada nave desaparece finalmente canal abajo. Los chicos siguen corriendo otro poco, pero se rinden: el canal desemboca de pronto en una tubería gigantesca por debajo de una calle muy grande que no les está permitido cruzar. Ambos respetan esa prohibición porque les encanta jugar juntos por horas al aire libre, y este placer les es vedado por sus padres toda vez que hayan desobedecido. Al regresar, Bertl se va quejando de lo aburrida que es la ciudad vieja y espera que algo nuevo se le ocurra, cuando de pronto ve una rata. Le arroja una piedra grande y profiere un sonido salvaje, sediento de muerte. "¡No!", grita Adam, y Bertl dice: "¿Acaso te gustan las ratas?" "No. Pero si lo haces tendrás que confesar que has atormentado a un animal. Porque si le das, no la vas a matar de un solo golpe." "En eso tienes razón", concede el otro. Para entonces la rata ha desaparecido hace rato. Sentencia Adam: "Ahora yo hago de cura, y tú de pecador. ¡De rodillas! ¡Confiesa!" A Bertl, hijo de la otra iglesia, le da risa la idea de la confesión, pero por cariño al otro se aviene a jugar un juego en el cual su amigo lo ha estado adiestrando. La confesión reza así: "He atormentado animales. Le tiré una piedra a una rata." Adam se ha puesto muy serio. Levanta sus manos de dedos entrecruzados y dice, al tiempo que imita la cruz de la bendición: "Ego te absolvo. No vuelvas a hacerlo. Arrepiéntete. Como penitencia reza tres padrenuestros." Bertl los emite en un resoplido.
Los chicos oyen de pronto las campanadas de la torre de Perlach, y salen corriendo. Es la hora de catequesis para la primera comunión. Adam grita "¡Estoy llegando tarde!". La ciudad es sede episcopal. La vida católica es muy activa y severa. Corre el año 1907.
Unos diez años más tarde todo ha cambiado en Augsburgo. En 1917 los amigos han culminado sus estudios secundarios y sorteado con éxito los exámenes del bachillerato científico. En Rusia se está tramando la revolución, Bertl lo ha leído y se lo trasmite a su amigo, también su excitación. Para Adam, sin embargo, todo eso ocurre muy lejos. En las escalinatas que separan el Ayuntamiento de la torre de Perlach, bajo la acacia, Bertl intenta hablar con Adam de política. En ese sitio habían probado el cigarrillo años antes, y ahora hablan de la guerra y de las historias del frente que han escuchado en sus casas.
Juntos han pasado horas estudiando las lecciones de latín. No han vuelto a interrogarse por sus pecados, ni han vuelto a jugar a confesarse, sino que con los años se han vuelto crecientemente discretos. Adam quiere estudiar teología y ser sacerdote. Bertl no quiere eso. Ha escrito poemas y ha publicado algunos de ellos en el periódico escolar. Adam ha secretamente intentado escribir sermones, pero nunca le ha satisfecho el resultado logrado. No se los muestra a nadie.
Cuando se despiden para irse a cursar estudios superiores – Adam al Seminario de Dillingen, y Berthold a la Facultad de Medicina de Munich, dos localidades que en aquél entonces quedaban bien distantes una de otra – dice Adam: "¿Cómo se supone que haré para imaginarme tu vida allí....?" "No te imagines nada. La fantasía nunca fue uno de tus fuertes. Yo no voy a imaginarme nada de ti, te quiero demasiado como para eso. Y tampoco te fíes de mí. Cuando nos reencontremos, cada uno de nosotros será otro." Es uno de los discursos por los cuales Adam admira a su amigo, si bien no lo entiende del todo. Adam mira a Bertl, y éste no está seguro de ser comprendido. Se abrazan.
Vuelven a encontrarse mucho antes de lo esperado. En el hospital de campaña para heridos de guerra de Augsburgo uno de ellos presta servicios para la salud corporal de los soldados, y el otro cuida de su salud espiritual. Hélos aquí de nuevo en la ciudad natal, apenas comenzados los estudios profesionales. A pesar del poco tiempo transcurrido, Berthold ha cambiado: Está serio, bastante callado. Adam casi teme sus comentarios cada vez que el amigo abre la boca. Se trata casi siempre de comentarios secamente humorísticos, o sarcásticos, sobre los cuales a Adam le gustaría reírse, si no fuera tan grave el contenido. Una noche, después de la jornada agotadora y triste, en que Adam, como se hace cada vez más necesario y frecuente, ha debido ayudar al estudiante de Medicina con los vendajes, Berthold le muestra su "Leyenda del soldado muerto". Ahora Adam ya sabe que su amigo se ha convertido en poeta, al que interesan las heridas en la cabeza, más que las heridas en el cuerpo, cabeza y cuerpo igualmente golpeados por la guerra. Adam no puede sospechar cuáles son las ideas que se agolpan y pugnan por salir en la cabeza de su amigo, porque Berthold se ha vuelto más y más lacónico. Sin embargo se ríen juntos todavía una vez, al recordar los poemas tempranos y patrióticos del alumno Bertl. ¿Acaso pretende ahora que los escribió en aquel entonces para burlarse de maestros y padres? ¿Que los escribió de puro obediente, para dejarlos contentos? En un principio ambos se habían asombrado del entusiasmo que la guerra había desatado, ellos eran tan jóvenes, pero poco tiempo después ambos se opusieron apasionadamente a la guerra, por lo cual debieron soportar la andanada de insultos por parte de la generación de sus padres.
Recién ahora, al conocer esta llamada "leyenda", puede Adam concebir cuán profundo arraiga en su amigo la oposición a la guerra. Está sentado con el poema en la mano y se avergüenza por no haber comprendido años antes que el poeta que firmaba Berthold Eugen en el periódico de la ciudad, era en realidad su amigo. Tendría que haberlo sabido. Por su parte, él se había confiado a Dios, y en que la guerra pronto acabaría y se evitarían cosas peores. En Dillingen, Adam había dedicado todas sus horas libres a orar, incluso cuando emprendía sus caminatas a lo largo del Danubio no hacía otra cosa. Ahora es noviembre, por todos lados hay miseria, inválidos de guerra, ahora es necesario dirigir más oraciones a Dios. Al menos la guerra ha terminado. Adam siente un leve malestar cuando lee el poema de Berthold, y no sabe de dónde proviene. Lo piensa una y otra vez, pero no logra discernir de qué se trata. Dios lo arreglará todo, piensa Adam; las heridas de la guerra cicatrizarán, y quizá también la memoria de todo lo malo. Sí, también los pensamientos sanarán, cree Adam, también la política; el socialismo que practicaron los cristianos primitivos se hará realidad; especulando entusiastamente al respecto puede pasarse horas enteras. Se está desarrollando una república de soviets en Baviera; él tiene amigos que abogan por este proyecto; incluso en el seminario ha encontrado a otros que piensan igual. Apenas puede creer lo que informa Bertl, a saber: que hay en Munich un movimiento al que llaman "marrón". Los afanes fascistas no prosperarán, piensa Adam, él confía en Dios; el Bien ha de triunfar sobre el Mal. Bertl le ha comunicado que está trabajando en un manuscrito sobre la Liga Espartaco, y que en su cabeza oye el batir de tambores, y en visiones se le aparecen luchas sangrientas. Adam hubiera querido decirle a su amigo: "Te falta la fe en Dios", pero no se atreve a hacerlo, por temor a sus comentarios cáusticamente burlones, con los que logra desarmarlo por completo. Sin embargo, Adam le confiesa al amigo que no rehuirá la responsabilidad política, si ésta le fuese exigida, en caso de que su confianza en Dios resultase infundada. Berthold se sonríe.
Cuando desmantelan el hospital de campaña, los amigos se pierden de vista. Cuando se oye hablar cada vez más de un levantamiento rebelde, Adam se imagina que Berthold debe haberse quedado tranquilo, o quizá haya pasado a la clandestinidad. Cuando los espartaquistas son derrotados –por medios ilegales, opina Adam- un día recibe en Dillingen una citación para comparecer en una oficina gubernamental en Augsburgo. Le resulta desagradable la presencia de tantos del cuerpo de voluntarios que se pasean por las estaciones de ferrocarril y los lugares públicos de Baviera. Aparentemente se trata de un alto enviado del Ministerio de Defensa del Reich en Berlin que quiere saber dónde se encuentra el autor de la "Leyenda del soldado muerto". ¿Acaso él, Adam Birner, no es su amigo? Adam se estremece. Fiel a la verdad, contesta que por desgracia ignora su paradero. Y dice que su amigo nada tuvo que ver con la Liga Espartaco, y él mismo, tampoco. ¿Qué es lo que quieren de ellos? Autoritariamente le contestan que eso no es de su incumbencia. Adam regresa en el último tren de la tarde a Dillingen. Este asunto lo trastorna, no, le enoja. ¿Berthold no está metido activamente en cosas políticas, o sí? ¿Sólo mentalmente, sólo a través de la poesía? Él conoce lo suficiente a su mejor amigo, a su amigo de la infancia. Bertl se lo habría dicho. ¿Qué cosa está ocurriendo? Adam no lo comprende, reza, espera, confía, no ve nada, las brumas sobre el Danubio son especialmente densas a fines de noviembre.
A medida que anochece y el tren se acerca a la localidad en que vive, Adam mira al valle. Sabe que la rebelión ha sido brutalmente reprimida, que se terminó el gobierno por soviets, y que las autoridades tienen algo en contra del poema de su amigo. Estos son los hechos. Adam mismo no integra el grupo de poetas, ni el proletariado tampoco. Si bien ambos le simpatizan, él está trabajando en el sentido de ordenarse sacerdote y brindar servicios espirituales. A él le importa la salvación de las almas de las personas, pero también su existencia, su paz espiritual en tanto pasan por la vida terrena. Quizá esto sea tanto más importante en tiempos turbulentos. Las gentes deben pasarlo bien, mejor. Adam no se considera muy político. Quiere ser un sacerdote común y corriente; el gesto heroico le repugna, y en esto coincidía plenamente con su amigo. Le gustaría saber dónde está, y le enoja un poco que el amigo no le dé señales de vida.
Adam no sabe que entre tanto Berthold ha tenido éxito con su primera pieza teatral. Lo que sí sabe es que Luxemburgo y Liebknecht han sido ejecutados a tiros. Algunas de estas cosas le hubiera gustado discutir con Bertl, en particular la pregunta: ¿hacia dónde se desliza Alemania? ¡Y los asesinatos políticos, sobre los que extrañamente nadie dice nada! Bertl habría sonreído nuevamente, y con su sonrisa misteriosa y pocas palabras habría ganado todas las querellas; ¡porque él, Adam, carecía por cierto del intelecto de su amigo! Todavía recuerda los ataques de risa que Bertl provocó entre los amigos, cuando volvieron a leer juntos sus poemas de l914 cinco años más tarde. Cuando eran jóvenes de quince, dieciséis años, Bert ya sabía valerse de otros tonos, y era cáusticamente agudo, y burlón en sus comentarios en el bosquecito junto al Lech. Adam recuerda con gusto los encuentros de la pandilla: las guitarras, la ribera del río, mucha naturaleza; de algún modo, a él todo eso le parecía muy significativo. Afuera en el mundo había guerra, Bertl pronunciaba algún vehemente discurso antibélico y lograba encender consigo a los demás. Sin embargo para él, para Adam, el amigo era desconcertante, y siguió siéndolo. Sí, desconcertante, esa es la palabra correcta, que Adam no sabía a los dieciséis, pero ahora ve claramente. ¡Su compañero de juegos de la Calleja de los Carniceros! Como niños y como adolescentes se llevaban de maravillas, pero Adam se teme que su amigo se haga más y más enigmático con los años, incluso su sonrisa, que Adam ama. Esa sonrisa fue siempre expresiva, y censuradora también: ¡No preguntes! Y ahora él no sabe siquiera dónde reside Berthold. ¿Pero por qué no da una señal? Debe vivir en Munich, se supone que estudia Medicina, pero es escritor, eso es cuanto sabe Adam; se trata de textos que no gustan a cierta gente. Transcurrido algún tiempo, una parienta de Berthold hace llegar una dirección a Adam. Éste le escribe, sin resultado. Lo intenta de nuevo, y una tercera vez. Por fin una respuesta: En un par de frases borroneadas, Bertl le comunica en 1924 que se muda a Berlín. Que Munich no se aguanta más, que es una gran aldea, que además aumenta el movimiento marrón, etc. Tampoco da una dirección esta vez. Es el año en que Adam culmina sus estudios y puede ejercer funciones sacerdotales: en Lützburg, una localidad siguiendo Danubio arriba, desde Dillingen, no lejos de Augsburgo.
Entre tanto, Adam se ha ejercitado con ahínco en escribir sermones, memorizarlos más o menos y pronunciarlos de manera muy efectiva. No es mal orador, en absoluto. Quizá algo se le ha pegado de aquellos discursos de Bert en el bosquecito, sólo que Adam no trata temas políticos, sino religiosos. Le hubiera gustado tener en Bert a un amigo a quien dar a leer y corregir sus sermones, pero Bert justamente no es un amigo de ésos. Además está ausente, ahora en Berlin, y de nuevo Adam ignora cómo y dónde localizarlo. Pero Adam sabe de la amistad, le consta el afecto que Bertl le tiene, y al que él corresponde. Seguramente habrán de reencontrarse tarde o temprano, debe dejarse que las cosas sigan su curso sin forzarlas. Adam se siente satisfecho, el trabajo en su nuevo puesto le exige mucho, en tanto él intenta conocer a los habitantes de su nuevo destino, una localidad que parece indolente en su modorra. Adam piensa que Berthold estará también tapado de trabajo. Y así transcurren los años.
No son buenos años. Adam celebra la misa y dice el sermón, lo hace bien y con fervor. Pero se trata de una localidad de la cual Adam piensa a menudo que es bien apocada, su aire de aldea provinciana está demasiado viciado, y, lo que es peor, marrón. No siempre están contentos los feligreses de marcada derecha al escuchar sus sermones. Adam puede sentirlo. Habla con cautela en lo que atañe a la vida política. Sabe que Karl Mengele Senior, cuya empresa da trabajo a la mayoría de los habitantes de la localidad, acaba de invitar por segunda vez a Hitler a pronunciar un discurso en su fábrica. Corre el año 1932. Adam no ve con claridad cuán pocos son en esa localidad los que, como él, aborrecen de Hitler y del fascismo. Quizá Adam sea demasiado ingenuo; quizá en su buena fe y en la ingenuidad que lo hacen tan querible anide aquel malestar que sintió al leer el poema de Berthold sobre el soldado muerto. Ay, él no entendió ni entiende al amigo poeta, y tampoco es necesario entenderlo, dado el amor que subyace a la amistad entre ambos. Hace tiempo que no ve nada que haya sido escrito por Berthold, y Berlín queda muy lejos. Se entera en una oportunidad, de boca de antiguos compañeros del colegio, que "Bert", como lo llaman ahora, tiene mucho éxito con sus piezas teatrales, y por ello parecería incomodar muchísimo a los fascistas. Eso es todo lo que se filtra desde la lejana capital de gobierno hasta la provincia, hasta Augsburgo en Suabia y hasta Lützburg sobre el Danubio.
¿Con quién habla Adam en Lützburg, con quién puede hablar?. Pasa muchas horas solo, pero ello es parte de la vida sacerdotal. Adam debe sonreírse en silencio, cuando lo visita un antiguo compañero de clase y le cuenta de las "piezas didácticas" de Bert. Hasta ahí Adam lo puede seguir, ese es el auténtico Bertl que él conoció, pero ¿la "Ópera de los tres centavos"? Un éxito enorme, pero por cierto no va del todo con el gusto de Adam. Por supuesto, él no comprende en absoluto el mundo en que vive su amigo. Pero lo que Bertl tiene es coraje, piensa Adam. Coraje para refregarles en la cara ciertas cosas a los nazis. Adam quiere proceder también con coraje, quiere agitar a las gentes; para ello cuenta con el camino directo del sermón dominical desde el púlpito. Él tiene allí su público, dado que la pequeña localidad marrón se muestra muy católica. En otros sitios la gente se aleja más y más de la iglesia, eso le han contado colegas; sin embargo, él no puede quejarse de ausentismo en Lützburg.
Y llega 1933. Adam se entera que Bert ha huido al extranjero. Él cree poder velar por la vida interior de las personas, así lo ha aprendido. Cree que las personas sufren igual que él ante un presente político que en su opinión se hunde y asusta, y ante un futuro incierto; él cree seria y honestamente que debe seguir apoyando a la gente en estos malos tiempos. Son los tiempos de los cuales una poeta escribiría una década más tarde algo que Adam jamás pudo leer: "El mundo se embrutece."
En el momento culminante de esta época bruta Adam Birner sigue pronunciando sus sermones en Lützburg. Antiguos compañeros de colegio le cuentan que Bert, luego de cambiar a menudo de país, se encuentra ahora en los Estados Unidos. La guerra asuela, y Adam reza. Adam está cansado, pero cada día busca hacerse nuevamente de coraje. Hace ya un año y medio que empezó la guerra. La localidad marrón ha deportado a sus trescientos judíos a la cercana aldea de Ichenhausen, y allí se quedan un tiempo. Adam no sabe adónde han ido después, ya no están más allí. Es primavera. Un débil sol de abril penetra dentro de la iglesia, y se refleja sin embargo en las miles de partículas de cristal y de oro que adornan el interior rococó, hasta fulgurar y resplandecer aquí y allá. Fantasmagoría, piensa Adam, engañoso, un sol falso. Oro falso. Falso, falso, todo falso. Las personas, la guerra, la época. El país todo, el mundo todo. Adam está desesperado. Cierra los ojos, está sentado como perdido sobre uno de los bancos. Los pensamientos giran vertiginosamente en su cabeza. No debo abandonar la esperanza. Soy responsable por mi comunidad. Tengo que ser fuerte. Puedo seguir con mis sermones. Debo...
Esto continúa unos días. Adam se defiende contra la desesperación. ¿Adónde fue a parar su confianza en Dios? ¡Coraje! La palabra coraje viene otra vez a su mente en relación con su amigo de juventud Bert, que vive muy lejos, y con las piezas teatrales de éste, que entre tanto se han hecho conocidas. Dicen que en Suiza están ensayando justamente una obra nueva. ¡Si se pudiera viajar a verla! Zurich no queda tan lejos. Está todo tan resquebrajado, tan desgarrado, hay guerra. ¿Fue correcto por parte de Berthold, irse tan prontamente de Alemania, que Dios sabe cuánto lo habría necesitado? Pero entre Dios y Bert, Bert y Dios, el vínculo no es ciertamente estrecho. Adam lo sabe. Bert es completamente diferente, no tiene fe en Dios; los amigos se han tolerado mutuamente en este asunto. Adam no sabe qué se dice sobre el coraje en la nueva pieza dramática; lo único que sabe es que él mismo necesita ahora coraje. Adam ora. Después está decidido a pronunciar un sermón valiente. Para las Pascuas.
La iglesia ha sido decorada festivamente. El día previo Adam acude solo allí, a fin de poder reconcentrarse; ama la paz de este recinto en la iglesia. Eleva la mirada hasta las ventanitas redondas que Dominikus Zimmermann, el constructor, sin duda ha concebido como nubes que pasan volando muy alto. Acaban de oscurecerse estas nubes luminosas, y ahora se han vuelto a iluminar. ¡Abril, abril!, piensa Adam1. Al día siguiente, domingo de Pascua, el tiempo sigue igual de caprichoso: El cielo se aclara y se oscurece, claro y oscuro, y ahora se queda oscuro por un rato mucho más largo. Adam Birner está de pie en el púlpito y dice el sermón. Ahora está diciendo que al igual que el clima de abril en estos momentos, también la política nos toma por tontos, y que uno debiera confiar en Dios. El sol ilumina el interior de la iglesia, hace fulgurar rojos y dorados, y enseguida vuelve a oscurecerse el recinto. De pie, sentados, claro, oscuro. Abril, abril. Tonto, tonto. De pronto Adam ya no puede pensar con claridad. Le parece que son puros tontos los que están de pie ahí abajo. No sólo los honestos dentro de la parroquia, sino también los falsos, los hipócritas, están escuchando lo que ese lleno de coraje está pregonando desde el espléndido púlpito rococó. El párroco Birner está diciendo que Dios castigará a los falsos y a los malos, y que los nacionalsocialistas son o bien tontos, o bien oportunistas, o bien canallas.
Después de eso nunca más se volvió a escuchar un sermón de Adam Birner. A eso lo condujo su coraje. No son Pascuas alegres para él.
La noche anterior, sobre el escenario del Teatro de Zurich, se canta la "Canción de las virtudes": "Ved pues, no había siquiera caído la noche / y el mundo podía apreciar ya las consecuencias: / ¡Tan lejos habíalo llevado su osadía! / ¡Envidiable es aquél que no la padezca!" Bert había compuesto esos versos, pero no los había inventado; dan sencilla cuenta de una verdad de todos los tiempos. Pero en el caso de Birner no es el mundo todo quien puede apreciar las consecuencias de su coraje, sino tan sólo unos pocos involucrados. Esa noche desapareció, fue desaparecido, perdido para su parroquia. Tampoco Bert sabe nada de Adam en este abril, como tampoco Adam había sabido nada de Bert y de su nueva pieza teatral. Éste escribe en su diario de trabajo, después del estreno, que se necesita mucho coraje para hacer lo que hicieron esos actores, en su mayoría emigrantes, en el teatro en Suiza: llevar "ahora" una obra suya a escena. La guerra está en su segundo año.
Muchos años más tarde se sabe que después del sermón de Pascuas Adam Birner fue detenido, transportado a Augsburg inmediatamente, y golpeado hasta que lo creyeron muerto. Se dice que incluso fue ingresado a un hospital. Esto ocurrió en 1941. El médico que firma el acta de su defunción es Otfried Gerlach, de Lützburg, de quien se dice era miembro de las SS. Birner tenía 43 años. Después de la guerra, y por boca de antiguos compañeros del colegio, Bert se entera en California de cómo murió su amigo Adam. Estos ven que el famoso Bert está llorando.
Nadie sabe, quiere saber ni haber sabido dónde la Gestapo ha enterrado a Adam Birner. Sobre ese sitio crece el pasto, también sobre el asunto. Reina el gran silencio. Pero 1959 es el año en que un muchacho de Lützburg comienza a interrogar a sus padres sobre aquel cura. Explica que uno de sus profesores ha dicho que se rumorea esta historia. Rumores sobre casos como ése surgen por todos lados, incluso en Baviera. Dicen que se llamaba Adam Birner. No se sabe nada muy concreto. Pero las conjeturas respecto a Birner¼ El muchacho –tiene ahora 14 años- opina que no es posible permitir que un párroco desaparezca así nomás. En la cocina familiar, donde ha tenido lugar este diálogo bastante unilateral, se ha instalado un tenso silencio. El padre elude contestar, dice algunas palabras fuertes y se apresta a escabullirse de la habitación, cuando la madre con voz decidida dice sobre el párroco Birner: "¡Hubiese cerrado su hocico impertinente!" El muchacho no siguió preguntando.
Es una época en la cual un país lentamente intenta comprender el embrutecimiento del mundo, sólo que no lo comprende. Es una época en la cual todos los que quieren ver la pieza teatral de la Madre Coraje y sus hijos, y no pueden hacerlo, la leen. Es una época en la cual los jóvenes en los colegios tratan temas como el llamado Tercer Reich, la Resistencia y el coraje. ¿Pero qué pasa con el tema de las virtudes? Es una época en la cual hay uno que quiere escribir un libro sobre Adam Birner; sólo que los documentos que se hallan en el archivo no pueden ser consultados. Material reservado, acceso prohibido. El episcopado de Augsburgo desalienta al hombre en su propósito de investigar y escribir sobre Birner, diciéndole: "Lo mejor sería que usted lo recordase piadosamente, pero se distanciase de la idea de honrarlo en público". Tomar distancia. Recordar piadosamente. El libro no llega a existir. Medio siglo más tarde surge una pequeña narración sobre la breve vida de Adam Birner.
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1 Alude a una sentencia popular sobre las condiciones meteorológicas especialmente inestables del mes de abril en Europa Central: "Abril abril, hace lo que se le antoja", en alemán: "April-April, er macht, was er will!", N.d.T.
Irmgard Hunt, Alemania, US © 1998
IHunt@vines.ColoState.EDU
Traducción del alemán: Raquel García, Lima, 10/1998
En esta narración dos personajes históricos aparecen unidos por una amistad ficcional. Adam Birner y "Bertl" fueron amigos en la infancia, compañeros en la escuela, y coincidieron trabajando en un hospital militar en 1917 /1918. El primero de ellos no era brillante intelectualmente, pero sí un ser humano de muy buenas intenciones. Su vida transcurre sin giros espectaculares y muere tempranamente en su tierra natal de Suabia a consecuencia de un acto demasiado valiente en l941.
El segundo se hace cada vez más reservado y enigmático, crecientemente inaccesible para el amigo. Después de años lejos de la tierra natal ha ganado gran renombre como autor literario y teatral. Se ve llorar a Bert, quien es ahora famoso, cuando en el exilio californiano escucha la noticia de la muerte de su amigo Adam.
Más tarde en Suabia, se ve a un niño perturbado por la historia de Adam Birner, y a un investigador que es disuadido de escribir un libro sobre él.
"Adam Birner" se publicó por vez primera en: I'm Still Here / ich bin noch da. The Brecht Yearbook 22, editado por Maarten van Dijk et al., publicado en 1997 por la International Brecht Society, producido en la University of Waterloo, Canada y distribuido por la University of Wisconsin Press, 506 pp. - Recibió en 1997 el Premio de Prosa Elizabeth Fraser de Bussy y fue reimpreso con leves variaciones en: Trans-Lit SCALG VI/2, 1997, edición de Rita Terras. El texto preparado para la Deutsche Sommerschule Taos es una versión editada por la autora. La traducción es de Raquel García, nacida en Montevideo en 1958, Dr.-phil. por la Universidad de Augsburgo, RFA, reside en Lima donde trabaja como traductora y profesora de Literatura.
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