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Alarmas

Había llorado tanto que tenía corrido el maquillaje, así que cuando pasaba algún carro bajaba la mirada para no ver mi reflejo en el retrovisor. Pero claro que lo vi: los labios descoloridos y los ríos negros que bajaban desde mis ojos. Recordé a mi tía cuando me decía: las niñas que lloran se ponen feas. Y sonreí, y quizás sonreír me hizo sentir culpable, pues se supone que cuando estás deprimida no sonríes: lloré otro poco.

Mik quiso que me bajara pero me negué, me sentía muy mal y sabía que el bullicio de Los Picadores y la alegría ajena (debí escribir tan ajena) me harían sentir peor. Así que les dije: vayan ustedes y bailen y diviértanse que yo los espero. Mi tía trató de convencerme: a lo mejor aquí está el hombre de tu vida y tú aquí muriéndote por dentro. Pero tales argumentos sólo logran incomodarme, pues me hacen pensar que la gente piensa que soy estúpida. A veces estoy de acuerdo: soy estúpida. Mik se impacientaba y le dijo a mi tía: no hay caso, que entre luego si quiere. Me dejaron las llaves del carro para que lo asegurara si cambiaba de idea, y entraron sin mí.

Reconozco que cuando decidí quedarme sola en el carro incurrí en un acto de franca vanidad. Las depresiones, de alguna retorcida manera, suelen revestirse de elegancia. Claudia se deprime: Claudia es profunda. E indudablemente ser profundo es elegante. Una siente ese ardor en el pecho y llora, pero la gente muestra respeto hacia el estado en que una se encuentra: eso en el fondo hace que una se sienta un poco bien. Dentro de lo que cabe.

Supongo que el culpable de todo es Mik. Por los días en que el Beto me dejó yo hacía esfuerzos por no llorar. Tenía ganas de llorar (y de saltar de una azotea y de cortarme las venas), pero me contenía: una no anda por ahí llorando delante de todo el mundo. Entonces una noche mi tía me invitó a salir con ella y Mik. Estábamos también en Los Picadores y mi tía le contó todo a Mik, y Mik me dijo: es preciso llorar las penas para que no nos ahoguen. Y me puse a llorar y tuvimos que irnos a casa.

Desde entonces lloro. Me levanto en la mañana llorando. Me acuesto en la noche llorando. Veo televisión: lloro. En el almuerzo: lloro. Ya no sé hacer nada si no estoy llorando mientras. Y mi tía a veces se ríe y me dice: Claudia, necesito que vayas a comprar papel higiénico pero no llores. Y yo río con ella, pero luego de regreso a casa tengo que abrir el paquete del papel para secarme las lágrimas.

Me acurruqué en el fondo del asiento para llorar en absoluta intimidad. Nunca falta un hombre inoportuno que se acerca a preguntar: le ocurre algo, puedo ayudarla. Y ni siquiera el Beto podía ayudarme: hacía falta una máquina del tiempo que borrara lo ocurrido, no sólo el recuerdo de lo ocurrido sino que lo borrara todo, todo. Que lo ocurrido no hubiera ocurrido nunca: sólo así estaría bien. Mientras tanto, me bastaba con acurrucarme para evitar la inoportuna visita del hombre inoportuno que, es de suponer, nunca falta en el estacionamiento de Los Picadores a las dos de la mañana.

Creo que me quedé dormida y de pronto me sentí extraña: no estaba llorando. Un acto reflejo me hizo abrir el bolso y sacar el celular para revisar si tenía mensajes del Beto: no tenía, y volví a llorar. Habría llorado igual si hubiera tenido. Disfruté el regreso al llanto y aquello me pareció enfermizo, así que encendí un marlboro y traté de asfixiar las lágrimas con humo.

Entonces me asaltó el hastío o quizás la sensatez: aunque tenga el maquillaje muy llorado iré a buscar a Mik y a mi tía para que me lleven a casa. Siempre he tenido como norma: las tareas rápidas duran menos que un cigarrillo. Puse el marlboro en el cenicero del carro y me bajé imponiéndome el desafío de estar de vuelta antes de que se apagara. Pero cuando ya estaba a punto de entrar a Los Picadores volví a sentir vergüenza de mis lágrimas y regresé al carro.

Recuperé el marlboro y terminé de fumarlo. Cuando dejé la colilla muerta en el cenicero sentí: derrota. Tuve una idea: haré sonar la alarma del carro. Oprimí el botón del control remoto y tras el breve silbido de la activación abrí y cerré la puerta: la alarma sonó. Pensaba que pronto aparecerían Mik y mi tía alarmados, pues para qué otra cosa puede servir una alarma. Pero no: los minutos tenían de todo menos apariciones salvadoras, y la alarma se hacía insoportable.

En algún momento dejó de sonar: volví a llorar. El Beto me dejó, mi tía y Mik estaban en Los Picadores, yo quería estar en casa: todo eso me hacía llorar. Me dije: si no busco ahora mismo a mi tía y a Mik amaneceré aquí llorando. Encendí otro marlboro y lo puse en el cenicero. Abrí la puerta olvidando que la alarma estaba activada y empezó de nuevo. Me detuve a un metro del carro esperando por última vez que salieran, pero pronto comprendí que tendría que ir a buscarlos o moriría: llorando o sorda.

Me acerqué al gran ventanal de Los Picadores y busqué con la vista a mi tía y a Mik. Los vi en medio de la batahola bailando sobre litros de alcohol y pensé: es incómodo que vaya a buscarlos, pero mi desgracia lo vale. Sé bien que mi tía me aprecia y supongo que también Mik: quien me aprecie le dará su justo valor a esto que me ocurre y reconocerá sin duda que es vital para mí regresar a casa: aunque sea sólo para llorar.

La luz de un carro pasó a mi través y me di vuelta. En el lugar en que estaba era sencillo hacerse invisible, pues había arbustos y carros y noche. Saberlo me resultó muy útil: del carro que llegó se bajó el Beto. Dos amigos lo esperaban. Empezó a caminar en dirección a la puerta de Los Picadores y sentí pánico: mi manto de invisibilidad dejaría de funcionar si él se acercaba.

Pero entonces notó el carro de Mik: más propiamente, notó que sonaba la alarma del carro de Mik y fue hacia allá. Supongo que quiso ostentar sus cualidades cívicas revisando que todo estuviera bien. Aunque sentí el impulso de lanzarme a sus brazos, recordé los ribetes humillantes de lo ocurrido y decidí mantenerme oculta. Rápidamente repasé el lugar con la mirada: mi única escapatoria era que me tragara la tierra o que me subiera a un taxi aburrido que esperaba pasajeros en el flanco derecho del estacionamiento.

Caminé hacia el taxi con prisa pero sin hacer ruido: no sabía quiénes eran los que esperaban al Beto y si alguno me conocía quizás le diría que yo estaba allí. Mis senos, sin ser grandes, atraen a los hombres: me aseguré, desbordando el escote, de que se ofreciera una vista regular de sus formas, y le pregunté al taxista si podía ayudarme. Me subí al asiento trasero y le expliqué mi problema: lloré otro poquito y el taxista me dio un pañuelo y eso me enterneció: sonreí.

El Beto fisgoneó alrededor del carro de Mik. Quizás vio el marlboro que aún debía de estar consumiéndose en la soledad del cenicero y pensó: Claudia y sus marlboros. Después de lanzar una mirada exploratoria por el estacionamiento se sumergió en la multitud que bailaba en Los Picadores. Más tarde salió seguido por Mik: me buscaban. Me agazapé en el asiento del taxi y los vi hablar.

Mik es un hombre inteligente y sé que supo de inmediato que yo estaba cerca. Además aún tenía sus llaves conmigo y sé que supo que no me iría sin devolvérselas. Debió decirle cualquier cosa al Beto para disuadirlo de buscarme y pronto se despidió y regresó al bullicio. El Beto miró la noche (y su gesto me pareció tan teatral) y sacó su celular: puse el mío en silencio para evitar que me denunciara si se le ocurría llamarme: me llamó. Todavía tenía identificado el número del Beto con la palabra amor: sollocé mientras el celular me gritaba en silencio.

Volvió con sus amigos y arrancaron. Sentí curiosidad: ¿qué camino toma un hombre cuando una se extravía? Sospecho que al taxista no le sorprendió mi medida desesperada: encendió el taxi y aceleró hasta que se ubicó a una distancia prudente del otro carro.

Nos internamos en la ciudad. Pregunté al taxista si podía fumar: me pidió un marlboro. Unas calles más adelante perdí de vista el carro, pero el taxista me tranquilizó: fume, yo manejo. Me eché hacia atrás y no pude contener uno de esos suspiros accidentados que sobrevienen después de haber llorado mucho.

Mientras esperábamos que cambiara la luz de un semáforo vi en la acera a una pareja que discutía. Alcancé a entender algunas palabras: desconsiderado, necia, nunca. De pronto él se dio la vuelta y se alejó tras la esquina, y ella me miró: por un instante me pareció que nuestras miradas encontradas se apoyaban mutuamente. Lloré. El taxista también me miraba por el espejo retrovisor, pero su mirada era escurridiza y no se enfocaba en mis ojos.

Habíamos hecho un rodeo innecesario por el centro: finalmente el carro donde iba el Beto se detuvo ante la puerta del Mirador. El taxista se estacionó unos metros más atrás, en el lado opuesto de la calle, y pensé: soy una estúpida. Desde su ceño fruncido el Beto me había dicho semanas antes: no quiero volver a saber de ti. Por mi parte lloraba y le gritaba: te odio. Y ahora él iba a buscarme y yo me escondía sólo para seguirlo en secreto.

El taxista salió de pronto de su burbuja de discreción profesional y me dio un golpe de realidad: no se bajan. En efecto, los dos amigos del Beto que iban en el asiento delantero estaban vueltos sobre el respaldo y parecían hablar con él. Luego se bajaron y entraron al Mirador, dejándolo solo. Tenía la cabeza gacha y creí percibir un débil destello: me estaba llamando. Con la yema de mi pulgar acaricié la palabra amor en la pantalla de mi celular y volví a llorar. Me dije: estúpida. El taxista me pidió otro marlboro.

La música que salía del Mirador se confundía con los ruidos de la calle: el taxista y yo sólo esperábamos. Al principio pensé que los amigos del Beto saldrían en unos minutos, pero no fue así. Había gente en la calle y algunos miraban al Beto en el asiento trasero del carro: lo miraban con recelo o compasión o al menos yo lo habría mirado con compasión, pues soy estúpida.

Recordé algo que me había dicho el Beto poco después de conocernos: Claudia, tú y yo somos tan parecidos. Cuando me lo dijo supuse que se trataba de alguna de las estratagemas de seducción del legado que el género masculino se transmite de generación en generación. Recuerdo que pensé: el Beto piensa que soy estúpida.

Fue entonces cuando escuché el portazo y la alarma. El Beto estaba sentado de manera que podía verlo de perfil y comprendí que por alguna razón no quería entrar a buscar a sus amigos. La pantalla de mi celular se encendió una vez más: habría querido responder para decirle: es en vano, Beto, no van a salir. El ruido monótono de la alarma se hacía insoportable. El taxista me miró inquisidor y la noche se tornó grande y cruel. Le pasé un marlboro y le dije: regresemos a Los Picadores, si es tan amable.

Cagua, 24 de enero de 2005 (2:43 am)

Jorge Gómez Jiménez, Venezuela © 2005

jorgeletralia@intercable.net.ve

Jorge Gómez Jiménez, escritor venezolano, nació en Cagua, Aragua, en 1971. Dirigió entre 1989 y 1990 la Peña Literaria Cahuakao, en Cagua y, entre 1990 y 1993, el semanario El Tabloide, de la misma ciudad. Desde 1996 edita en Internet la revista literaria Letralia.com, la primera publicación cultural venezolana en la red (jgomez@letralia.com).
Ha publicado el ensayo La educación secundaria venezolana: un muerto sin dolientes (Editorial El Tabloide, 1985), el libro de cuentos Dios y otros mitos (Senderos Literarios, 1993) y la novela corta Los títeres (Baile del Sol, Tenerife, 1999). Además, textos suyos han aparecido en las antologías Narrativa de Aragua (1970-1996) (Secretaría de Cultura del estado Aragua, 1997) y Mini-cuentos de Aragua (Secretaría de Cultura del estado Aragua, 2001), así como en la antología permanente de la editorial electrónica española Badosa.com.
Ha obtenido el primer lugar en los concursos de narrativa Semana de la Juventud (Ateneo de La Victoria, 1996), Poeta Pedro Buznego (Casa de la Cultura de El Consejo, 1997) y en el X Concurso Anual de la Universidad Central de Venezuela (Maracay, 2002). Además, obtuvo el segundo lugar en el 3er. Concurso de Mini-Cuentos Los Desiertos del Ángel (Secretaría de Cultura del estado Aragua, 1998), así como una mención honorífica en el XXIII Concurso de Relatos Ciudad de Zaragoza (España, 2005).

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
“Alarmas” es, en parte, una historia real. Una noche salí a tomar unos tragos con dos amigas y un amigo. La menor de las amigas es sobrina de la mayor, y esa noche me contó la médula de la historia: semanas antes, durante una depresión causada por problemas con su novio de entonces, había decidido quedarse dentro del carro mientras su tía y mi amigo iban a bailar. Cansada de llorar y de esperar, activó la alarma del carro para llamar la atención (lo cual, como en el cuento, no logró). Poco después de que ella me contara esta historia, esa misma noche, se apareció el ex novio, y el cuento tomó forma. El cuento comportó ciertas dificultades. No es tan sencillo ponerse en el lugar de una mujer y escribir sobre estos temas en primera persona. Por otra parte, quise añadir algunas de mis convicciones personales en torno a la psicología de la mujer abusada justo en el momento en que decide hacer algo para resolver su problema, y esa es la razón por la que el cuento tiene el final que se lee aquí. En la historia real, ellos quedaron juntos.

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