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ALITAS DE POLLO

Deslizás tu pierna derecha por la puerta derecha del Patrol cuatro por cuatro estacionado estratégicamente junto a la acera. El color blanco-rosa de tu piel contrasta con el rojo de tus sandalias y el negro del carro.

La mirada embelesada e indiscreta de un transeúnte ha seguido el trayecto de tu bella pierna. Visualiza la curva de tus caderas, calcula la dureza de tus nalgas a través de tu minifalda negra y sube por tu cintura hasta llegar a tu boca que yace ocupada en besar al hombre que te besa sin soltar una mano del volante mientras te rodea el cuello con la otra.

Todo ha sido tan rápido, el transeúnte te ha confundido por algunos segundos con Marylin Monroe en alguna escena de la película Some like it hot o, tal vez, en otra de Gentlemen prefer blondes; sin embargo, la hilera de laureles indios a la orilla de la acera, la brisa del agua que se escapa de una tubería rota en mitad de la calle solitaria, además del sonido de tarjeta musical asfixiada que sale de tu cartera y te hace despegarte bruscamente del hombre, lo vuelven a la realidad, lo rescatan del tiempo.

Tu mirada también lo rescata, pero a vos no te interesa detenerte en un casual peatón, sólo te importa sacar el maldito teléfono móvil que se ha escondido como una cucaracha en el armario de tu cartera; lo encontrás en el décimo alarido, morado por la agonía del ahogo.

Vos también agonizás, casi te has lanzado del automóvil. Con la mano libre sostenés la cartera y una bolsa de papel, y tus oídos ya no pueden percibir la voz del hombre que desde su carro te ha susurrado: “machita, no olvide que la estaré esperando en el mismo lu...”, tampoco podés mirarte en sus ojos de cordero degollado, que te ven partir cuesta abajo con el teléfono pegado al tímpano y a tu boca.

Estás cerca, pero lejos del hombre. La vida no es un sueño, te lo recuerda una voz al otro lado del inalámbrico y con quien establecés un soliloquio:
-Sí, ya voy a llegar.
-Estoy aquí, por Plaza Heredia. Voy saliendo de KFC, de comprar alitas de pollo...
-¡Idiay!. Qué querés que hiciera si en San José había presa... , ni que tuviera un helicóptero.
-¿Qué?, ¿cómo?, ¿cuál viejo?
-Ya te dije que dejés de creer en chismes. Yo no ando con nadie más.
-¡Que ya le dije que no! ¿sabe qué?: si me sigue molestando hoy mismo jalo para donde mis papás... o, no, ¿sabe qué?: mejor jale, jale usted, que yo me quedo con el niño...
-Que noooo, hombre, que no le doy vuelta con nadie.
-¿Es que usté’ no entiende, ma’e?, ¡Que nooo, que noooo!
-Síííí, ya voy a llegar. Está bien, espéreme en el mismo lugar.
-Sí. Okay.

Guardás el bicho hablador nuevamente en tu cartera. Sabés que el otro bicho lo ha escuchado todo, ha venido a paso lento, saboreando el movimiento de tu cuerpo y de tu historia. “Que se dé por pagado”, pensás. Lo viste poner una cara que aún no sabés si fue de reproche, complicidad o ironía mientras mentías al decir que estabas comprando alitas de pollo cuando ya las traías en esa bolsa desde que bajaste del carro, o cuando dijiste que estabas en Plaza Heredia, sin siquiera haber atisbado la esquina del puente Pirro.

Por eso lo volvés a ver con desdén, sacás un lipstick, lo pasás al cálculo por tu boca y presionás los labios; luego, te acomodás el pelo, escondés el miedo antes de salir a la calle principal. Estás lista para la próxima escena.

Por fin, el transeúnte se da por aludido, al menos eso es lo que vos creés; ahora camina con pasos largos y rápidos, te ha rebasado, lo ves cruzar la calle, después entrar al lugar donde venden alitas de pollo, de las mismas que llevás en tu bolsa.

Liberada de él, detenés un taxi, subís tu linda pierna izquierda, luego la otra y lanzás una última mirada azul al transeúnte que te observa al otro lado del cristal.

Sólo ahora comprendés que su mirada no fue de reproche.

Lety Elvir, Honduras © 2007

letyelvirlazo@yahoo.es

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