Helen aguantó, pero las ganas de hacerlo chanfaina o picadillo. Agarró sus pocas pertenencias, regresó con sus padres y comenzó a trabajar en la farmacia de Lorenzo.
Lorenzo era un hombre común y corriente como cualquier otro hombre soltero, poseía la velocidad de un colibrí para viajar de flor en flor. Ninguno de sus amigos contaba tantas aventuras y anécdotas con mujeres como él: “lo que más me gusta es que me la chupen”, les decía entre carcajadas y cervezas.
Sin duda, Lorenzo era un hombre felizmente soltero, hasta que embarazó a Helen. El padre de ella al saber que sería abuelo de nieto sin padre llegó hasta la farmacia con un revólver en mano y lo puso a escoger: o usted se casa con mi hija o yo lo mato a usted.
Por supuesto, semanas después hubo boda con champagne. Pronto se regalaron tres retoños más. Lorenzo recibía la noticia de cada embarazo con un ¡Puta, Helen, otra vez no te cuidaste!; por su parte, Helen sólo sonreía y se encargaba de tenerlo siempre contento.
Ella sabía todos sus gustos y preferencias, y lo complacía. Esta vez nadie le quitaría a su marido, ni al padre de sus hijos, ¡no faltaba más!, que para eso aplicaba estrategias comunes y corrientes: contrató a una empleada varicosa, con labio leporino, más arrugada por desnutrida que por flaca y le impuso con rigor llevar diariamente un delantal estampado con vegetales, esos frutos de la naturaleza que Lorenzo tanto aborrecía.
Helen pasaba pendiente de que la casa estuviera limpia, brillante, olorosa, sobre todo a la hora en que Lorenzo regresaba, para que esa fuera el aposento añorado, el descanso del guerrero. Todos los días de la semana se servían platos de comida italiana, las pastas eran el manjar preferido del señor de la casa, que cada día engordaba más y más hasta parecer un cerdo listo para la cena de Navidad. Y en la cama, Helen era la amante perfecta, nunca decía no a nada, nunca tenía jaquecas ni cansancio; además, Lorenzo no generaba agotamiento muscular, él era como el correcaminos: ¡ bip, bip!... ¡bip, bip!, cuatro bips, bips y terminaba su función, después comenzaba a roncar.
Helen, por si las dudas, porque hay mujeres que adoran a los gordos, nunca dejó de trabajar como asistente de Lorenzo en la farmacia, ni siquiera en los días de las dietas de posparto; era un sacrificio en nombre del amor y de cuidar sus intereses: a los hombres no se les debía dejar ni un momento solos. Tampoco descuidaba su apariencia física, comía poco, tenía una especie de gimnasio en su casa que casi no usaba y para el cumpleaños de Lorenzo le regalaba un aumento de tamaño y firmeza de sus senos- los de Helen- con pequeños agregados de silicona. ¡Cómo amaba Lorenzo esos inmensos pechos!
Para cerrar la estrategia con broche de oro, Helen se hizo una liposucción. Dos kilos de grasa fueron desalojados de su cuerpo en un santiamén, pero juró no volvérsela a hacer nunca más porque por culpa de ella se había tenido que quedar en la cama varios días, inmóvil por los dolores, alejada de Lorenzo más allá de lo prescrito.
Con la grasa extraída, Helen se mandó a fabricar una veintena de jabones de diferentes olores y colores, unos eran de canela, otros de avena, o almendra, o naranja, o zanahoria, unas verdaderas piezas de arte postmoderno que una vecina colombiana hacía para exportar, y cada uno de ellos fueron colocados en lugares estratégicos de la casa como aromaterapia. Cuando los insectos comenzaron a devorarlos, Helen los guardó cuidadosamente y uno a uno fue entregándoselos a Lorenzo para su baño diario. No había sensación más estimulante ni generadora de tanta seguridad como la de poseer cada poro de Lorenzo las veinticuatro horas del día.
Quizá esta estrategia parezca cansada, pero Helen y Lorenzo siguen felizmente casados.
Lety Elvir, Honduras © 2007
letyelvirlazo@yahoo.es
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