Regresar a la portada

Amor en otoño

Dejé atrás la oficina y el malhumor de mi jefe, el lunes era un día especial para él, todo lo encontraba mal y se desahogaba con sus empleados, quién sabe qué frustración lo acosaba y pagábamos su cuenta de vida.

Al llegar a la esquina de Juncal, vi a Javier. Me acerqué, y él, abriendo los brazos e iluminado por una sonrisa me dijo:
—Te estaba esperando, no sabía tu horario de salida, hace media hora que doy vueltas, ya gasté las baldosas.

Él sonreía y yo muda.
—Vamos a tomar un café —invitó tomándome del brazo.

Me dejé llevar. ¿Qué hacía este chico esperándome?

Caminamos muy juntos, un viento otoñal nos empujó hasta un barcito tranquilo.
—¿Quién te dio la dirección de mi trabajo? —pregunté mientras buscábamos una mesa.

No me respondió.
—Tenemos que hablar —me dijo.

Yo no entendía nada, nos sentamos y pedimos el café.

Con voz serena fue recordando nuestro encuentro del sábado en el cumpleaños de Ana; ella es mi amiga desde la infancia.
—Me enamoré de vos —dijo con toda naturalidad y siguió—: estoy loco de amor y sin dormir, pensando en esa noche.
—Estás loco… pero no de amor —respondí hablando pausadamente—, hace menos de cuarenta y ocho horas no me conocías y ahora morís de amor.
—Me alcanzó para darme cuenta que no puedo vivir sin vos.

Creí que era una broma, intenté levantarme e irme, y Javier me miró suplicante, rogó que lo escuchara. Volví a sentarme, nos sirvieron el café.
—Tenemos que volver a vernos —dijo tomando mi mano y, en un gesto que me resultó cómico, la besó. Yo miraba la calle, trataba de no mirarlo a los ojos; algo en ellos me turbaba.
—Por favor, vos no entendés cuando te dicen que no, pareces un chiquilín caprichoso —le dije; el bar estaba casi vacío, afuera, el otoño elevaba las hojas en un baile de colores amarillos y ocres. En la mesa de al lado una mujer mayor no dejaba de mirarnos; descubrí desaprobación en sus ojos, quién sabe qué estaría pensando de nosotros, en especial de mí; para ella, yo estaría coqueteando con un joven al que le doblaba la edad.
—No soy caprichoso, soy un hombre enamorado y sé que te gustó, el sábado estabas encendida, me besabas y bailabas apretada a mí, me volviste loco.
—También a quién se le ocurre poner boleros en un cumpleaños, las fiestas son para divertirse con Cumbia o Rycky Martin y no con boleros… aparte te tendrías que haber dado cuenta que estaba borracha y no sabía lo que hacía.

Nos habíamos conocido en el cumpleaños de mi amiga Ana y lo que imaginé, una reunión intima, resultó una fiesta con más de cincuenta invitados que bebían, comían a lo loco y bailaban música romántica. Yo no comí; bebí de más.
—Me besabas como loca —dijo achinando los ojos y apretando mi mano, mientras la mujer de la mesa de al lado curioseaba e intentaba escuchar sus palabras.
—Vos estás equivocado, Javier —susurré, mientras jugaba con el sobrecito del azúcar para no mirarlo a los ojos.

Javier sonreía y en la mejilla derecha se le formaba un hoyuelo pequeño.
—No podemos continuar con semejante locura, te doblo la edad.
—Y a mí que me importa, si lo que sentí al besarte nunca lo había vivido, me diste vuelta la cabeza; dame una oportunidad.
—¡Tenés veinte años y yo cuarenta!
—Veinticuatro. La edad no importa cuando la pasión nos desborda… desde el sábado mi mundo sos vos y tiene tu nombre: Nina.
—¿Pasión? Solo fueron unos besos con una mujer alcoholizada y que seguramente se puso romanticona con la letra de algún bolero.

Bebí el café frío, necesitaba algo que humedeciera mi garganta seca.

Él hablaba y sus palabras me llegaban a través de sus ojos, tan claros como el agua. Aquella noche el vino se me había subido a la cabeza, fueron momentos raros, estaba feliz sin saber por qué y recuerdo que acepté su travesura de besos y caricias, caminábamos por el parque y en cada espacio oscuro nos volvíamos a besar, creo que vivimos un sueño y ahora no lograba hacerle entender que seguir con ese juego era peligroso.
—Escúchame, Javier… tomas con naturalidad lo que para mí es un paso difícil de realizar, sos un tipo atractivo y lo sabes, y yo tengo demasiados desengaños en mi legajo de vida amorosa; este romance que me propones, es un fracaso cantado… en tu mundo todo está claro, en el mío…no.
—¿Por qué?

No encontré palabras para responder, con una angustia que se hacía rio en mis ojos me puse de pie; al salir, me llevé por delante una silla de la señora mayor y tiré al suelo su cartera y su saco; no me detuve a levantarlos, la escuché murmurar con rabia algo que no entendí y que no me importó, y solo me quedó prendida en el alma la mirada triste de Javier, que era un reproche.

Llegué a la esquina y escuché su voz:
—Tus explicaciones no me conforman, voy a insistir una y otra vez hasta que entiendas…

Sonreí, le dije adiós con la mano y me fui caminando por Arenales rumbo a Retiro. ¿Debía repensar todo de nuevo? Nunca me había arriesgado en cuestiones amorosas, tal vez por eso fracasé tantas veces, tampoco nadie me besó y me hablo de amor como Javier; me sigue pareciendo una locura, quién puede saber lo que dura la felicidad; un día, dos meses, un año… ¿Será mejor vivir el momento y no quedarme en la duda de lo que no fue?

Me detuve y, al mirar atrás, lo vi que seguía en la esquina; agitó la mano en un saludo amplio, y sin pensarlo le dije:
—Mañana salgo una hora más tarde.

Sonrió, y yo seguí andando por Arenales, rumbo a la estación de trenes.

María Rosa Giovanazzi, Argentina © 2020

mariarosagiovanazzi@hotmail.com

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade:

  • La patrona

    Regresar a la portada