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El arte de caminar
por los tejados

“Andrés, Andrés.”
“¿Señora?”
“Súbase al techo.”
Ajá, acá voy otra vez, francamente estoy aburrido con esto. Al principio llevaba la cuenta por puro entretenimiento: uno, dos, tres... pero ya ¿para qué? si siempre es lo mismo y por más que lo odie no tengo elección, porque si no soy yo, entonces ¿quién? Así que de mala gana me pongo las botas, la bata, la máscara y los guantes. Cuando estoy listo, salgo al patio y coloco la escalera contra el muro. No es que sea muy alto pero con toda esta parafernalia, ni modo. Ya arriba, descuelgo la pita y mi mamá amarra el balde con las bolsas plásticas.
“Apurate que voy a servir el almuerzo”
Me grita y yo con la cara bañada de sudor, me muerdo la lengua para no soltarle una grosería. Avanzo lentamente porque esto de caminar por los techos es un arte. Las tejas son criaturas mañosas. Si las pisás mal en un punto se hacen polvo, pero si las pisás mal en otro, te hacen polvo, como le pasó a papá que terminó en el patio con el cuello roto. Por eso, yo siempre me muevo con precaución. Pero hoy el calor es insoportable. La reverberación se levanta y con cada bocanada parecería que se me reventaran los pulmones. Sin aguantar más, me arranco la máscara y, por un instante, siento un alivio fresco, pero pronto la pestilencia me da de lleno y, mareado, me tengo que poner otra vez la máscara. Respiro. Resuello. Maldigo. Camino un poco más, hasta que por fin veo la nube de moscas. A primera vista diría que tiene unos quince años, tal vez menos. La verdad, para mí, todos son iguales. Peladitos. Yo creo que si me topara con uno mayor, me moriría de sorpresa, pero yo sé que eso nunca va a pasar. Aquí, los únicos atravesados son estos pelados. Pero mejor así, entre más jovencitos, más livianos, aunque de vez en cuando aparecen unos flacos pesadísimos. ¿Qué de dónde salen? Honestamente no lo sé. Ni me importa. Mi mamá dice que vienen huyendo. A veces me despierta en medio de la noche y me susurra “Andrés, oí, otro” y se queda muy quieta, oyendo, y yo entredormido le reniego “Má, déjese de bobadas y vuélvase acostar”, pero mi mamá tiene un oído especial para estas cosas, porque siempre que salgo por la mañana a comprar la leche, los de la tienda ya están comentando. Cuando los oigo, me retuerzo con disimulo y me despido mientras ellos se quedan especulando si el de anoche se habrá salvado. Pero yo sé que ninguno se salva, yo sé que todos terminan siempre aquí abajo. Siempre. Las moscas zumban furiosas. Ahora, estando tan cerca, la pestilencia se me mete en cada poro. La náusea viene y va. Siempre es lo mismo: los pies, las nalgas, la barriga, los brazos, la cabeza, después, un nudo bien apretado. Antes los arrastraba pero ahora me los echo al hombro, demora menos pero sus carnes líquidas son siempre un escozor y asco inmensos. Si por lo menos papá estuviera aquí, entre los dos esto sería un abrir y cerrar de ojos. ¿Amigos? Sí, ya me imagino la cara de Javier si le dijera “Parcerito, tengo un muñeco medio podrido en el tejado, ¿me colabora?”. Ja, risa y media. Además, con lo lengüilargo que es Javier, en menos de cinco minutos arma escándalo en el barrio. Así que, como siempre, me toca lidiar solo. Bueno, ya casi llego. Lo último es bajarlo por el muro. La verdad, yo no los bajo sino que los dejo caer desde el borde y ellos se descargan con un plaf entre las matas de plátano. No sé si será por la buena calidad de las bolsas o por el piso blandito de la platanera pero nunca se revientan, todos aterrizan enteritos. “Bueno, mamá, uno menos” digo desde arriba, quitándome la máscara, y ella me mira moviendo la cabeza satisfecha, “Baja y lavate las manos que ya está listo el almuerzo”. Por la tarde, cuando haga fresco, entre los dos lo enterraremos para que abone bien el suelo.

Wilson García, Colombia, Estados Unidos © 2015

wagarcia@plymouth.edu

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