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Avip gritó dos veces

La chacra de Stavrinin era chica. Un solo peón alcanzaba: Avip, hombre orquesta. Araba, pasaba la rastra, sembraba, regaba, carpía, cosechaba. Cuidaba las vacas, las arreaba, las ordeñaba. Cortaba leña, podaba los frutales, mantenía una quintita para las necesidades de la casa. Acompañaba a Stavrinin a vender la producción a Paysandú. En las trillas de otros campos hombreaba bolsas. Aunque había pasado tanto tiempo no hablaba casi castellano, pero no importaba. Había muchos rusos.

Pocas diversiones tenía Avip. En verano, después de trabajar, se bañaba en el arroyo del Bote o en Puerto Viejo y se tiraba en la arena hasta que llegaban los tábanos. Cuando iba a la Colonia a hacer el surtido al almacén de la Cooperativa la cosa era diferente. Dejaba el carro cargado frente al galpón de piedra y entraba al boliche. Dos o tres tragos, algunas conversaciones breves y de vuelta al trabajo. A veces eran más de tres tragos pero los caballos sabían dónde estaba la chacra.

Los fines de semana se largaba por la cuenta. Le gustaba ese boliche porque se podía jugar al durak, cantar, conversar en ruso hasta aburrirse. La cosa se complicaba al volver. Esa era la parte brava. Volver a pie. Los postes de la luz se terminaban frente a la policlínica y de ahí en adelante sólo quedaban el cuesta abajo de tosca y la oscuridad. Algunas veces lo despertó el frío, boca abajo entre los pastizales. Algunas mañanas fueron los pájaros.

Ese sábado, la noche de su primer grito, el boliche estaba repleto. Mesas de conga por plata, truco, durak, melodías rusas y tangos a cargo de Muzikant y su acordeón. Peones de otras chacras, pescadores, cremeros, portuarios, hasta un profesor del liceo. Una fiesta. Avip la estaba pasando bien. Para rematar, Efrem Sidorov le alcanzó una hoja amarilla. Era su retrato. Lo pegó con cinta adhesiva en la galería de parroquianos que iba creciendo en las paredes. No al lado de eminencias como Timosha "Hígado de titanio" Zukovski o Ishó Stakanchik "Otro vasito", nacido Agapión Kazantsev, pero estaba ahí.

Cuando el bar cerró se quedó tomando caña del pico con algunos náufragos en el banco de los jubilados. La vuelta a la chacra fue complicada. Noche sin luna y poco equilibrio, pero finalmente llegó a la entrada. El mataburros lo estaba esperando. Gran invento el mataburros. Los animales no se animan a pasar por encima de esas barras paralelas de metal porque tienen miedo de caerse al pozo que los asusta desde abajo. Por eso no hace falta tener un portón para que no se escape la hacienda. Los gurises chicos tampoco se animan. Con un poco de suerte, los borrachos pueden cruzarlo, pero esa noche las estrellas no favorecieron a Avip. Metió la pata y no fue una figura retórica. Los gritos despertaron al patrón.
—¡Suelta, suelta, que yo peón de Stavrinin y gano cuatro pesos por mes! —decía Avip en su castellano de manos partidas por los inviernos y talones rajados de tantas alpargatas casi sin suelas entre los terrones.

La aventura con el mataburros le puso una pausa de varios días a su rutina. Acostado en el catre del galpón mientras se le deshinchaba el tobillo, Avip pensaba. Estaba solo. No tenía familia. No tenía amigos sino compinches de beberaje. Su retrato estaba en la pared del bar de la Cooperativa pero nadie había ido a visitarlo a la chacra. Había perdido contacto con sus parientes. No tenía mujer tampoco. Nunca le había preocupado el futuro hasta entonces. ¿Qué futuro podía haber en una tierra extraña, de la que apenas hablaba el idioma?

Avip se recuperó y decidió volver a Rusia. Tenía que ahorrar. Ganaba el sueldito de un peón y tuvo que renunciar a unas cuantas cosas queridas. Dejó de chupar como el cosaco que era, le aflojó al cigarro y empezó a arrimar el pasaje. Cruzar el mar desde el lado de acá, de nuevo los trenes por las llanuras interminables, los caballos arrastrando los carros como en la Colonia, los trigales de Zelenokumsk donde había nacido y vivido sus mejores años. Volver a escuchar los acordeones de su tierra mientras abrazaba a sus amigos de la infancia y tal vez hasta a la novia que se quedó soltera todos esos años esperándolo. Qué fiesta. Todo eso y mucho más, seguramente.

La vida siguió casi como de costumbre para Avip, el mismo trabajo pero menos parrandas. Se vestía mejor, estaba más limpio, más animado. Parecía otra persona. Pero no, en el fondo era el mismo. Fue su misma voz la que volvió a despertar a Stavrinin. Esta vez el grito vino del galpón, del catre destartalado desde donde Avip había empezado a viajar a otro destino.

Omar Karamán, Uruguay © 2023

omar@sintagmas.com

Ilustración realizada por el autor © 2023

Omar Karamán es doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de British Columbia, Canadá. A pesar de vivir en Vancouver (o tal vez justamente por eso), casi todos sus textos están inspirados en el pueblito del interior del Uruguay donde pasó gran parte de su vida.
Publica artículos sobre cultura clásica, literatura y humanidades en su página sintagmas.com.

Lo que el autor nos contó sobre el cuento:
Tengo vagos recuerdos del Avip verdadero, quien trabajaba en la chacra de unos tíos abuelos. Su aventura con el mataburros es una de las anécdotas más simpáticas del patrimonio cultural inmaterial de la Colonia.

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