Regresar a la portada

Más cerca del nirvana

El centro de la Colonia era el cruce de la avenida General Artigas y la calle Basilio Lubkov. El Banco de la República, el Instituto de Colonización, la Cooperativa y el bar de Mañanita se repartían las esquinas y la comisaría, el cine, el puesto de diarios y quiniela y la estación de ANCAP agregaban servicios a esas cuatro manzanas. Eso no significaba nada para mí. El centro era la "Librería y papelería Bogrishev. Anexo: revistas y juguetes", al lado del bar. El dueño era un veterano simpático y bonachón, comunista de la vieja guardia.

Yo le compraba Selecciones. No me perdía una. A no ser cuando aparecía en Gente o Siete días alguna noticia sobre los platos voladores, mi pasión y locura, era lo único que consumía en el rubro revistas. Otra gente prefería El gráfico, pero nunca me interesaron los deportes.

No había mucho para leer en el pueblito, sin biblioteca pública, sin grandes lectores amigos que prestaran material. Selecciones tenía un poco de todo y por eso me enganché, aunque en el fondo sentía una cosita medio rara, contradictoria, porque era del Frente Amplio y leía toda esa propaganda imperialista.

Una tarde de verano llegué, saludé y pedí mi revista. Bogrishev, no tan afable como de costumbre, me dijo que no quedaba ninguna. Como me había demorado y no había confirmado que la iba a comprar le había vendido el último ejemplar a otro cliente.

Me quedé duro. No podía ser. Hacía años que la venía coleccionando. Tenía prácticamente todos los números desde que había terminado la escuela y hasta ejemplares de los años cuarenta y cincuenta regalados por otros lectores. Cuántas cosas había aprendido en esas páginas. ¿Quién no anotó en un cuaderno algunas de las Citas citables que con dos oraciones nos enseñaban a ser mejores personas? ¿Quién no se rompió la cabeza tratando de encontrar la acepción correcta de las palabras del célebre Enriquezca su vocabulario? ¿Quién no palpitó la vida misma con las aventuras y hazañas de Mi personaje inolvidable"? ¿Y los chistes de La risa, remedio infalible? ¿Y las novelas condensadas? ¿Y los artículos? ¿Cómo no recordar "Los últimos días del Che en Bolivia", "Guiomar Novaes, poetisa del piano", "El rey Faisal, moderno soberano de Arabia Saudita", "Malenkov, el hombre máquina, amo del Kremlin", y tantos otros?

Fue un golpe terrible. Que un frentista le hiciese eso al hijo de un frentista no tenía gollete. Peor todavía: que un comunista que había hecho su peregrinación a Tierra Soviética le hiciese eso a alguien que con un empujoncito podía convertirse en su camarada era imperdonable.

Me mantuve estoico unos segundos mientras planeaba mi estrategia. Eso se tenía que arreglar. ¿Mover algo a través del Partido? Conocía a unos cuantos comunistas. Mi padre era amigo de Valentín Bonilla. El tío Basilio era bolche. Consideré seriamente llevar el caso al Secretariado. Podía hablar con Rasbikov, Chornikov y Smiruk. Si eso no funcionaba estaba dispuesto a entrevistarme con el mismísimo Secretario General. Difícil. No tenía mucho tiempo. "¿Qué hacer?", había escrito Vladimir Ilich. Lástima que no lo había leído. ¿Tendría algún análisis que podría servirme para esa situación? Estaba solo y tenía que valerme por mí mismo. Bajé la mirada mientras seguía pensando a toda máquina. Unos segundos más y me llegó la inspiración. Ni falta que me hacía ese Partido. Miré al librero y salí golpeando fuerte.

Salté como saltaría cualquier cliente traicionado por un comerciante infiel. Le dije que él sabía bien que yo me surtía de cuadernos, sobres, biromes y lápices en su negocio y no le daba de comer a la competencia. El viejo no dijo nada. Aproveché ese silencio y llevé el conflicto a otro nivel. Saqué a relucir la lista de los libros que le había comprado en todos esos años. En realidad no eran muchos porque el que manejaba las finanzas era mi padre, pero a río revuelto ya se sabe y en el montón marcharon los treinta tomos de Lo sé todo de Larousse y los tres de El libro de nuestros hijos de la Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana. Eso había significado plata para él y alimento espiritual para mí. No se lo dije, pero le quedó claro porque desviaba la mirada sin moverse de su lado del mostrador. No hablaba. Vi que lo tenía en mis manos. Estaba a punto de quebrarse. Yo también. No sabía cuánto más podría durar sin dejar todo como estaba e irme con la cola entre las patas. Ahí mismo le apliqué el golpe de gracia. Lo miré fijo y le dije que estaba considerando comprarle los Problemas de ecuaciones diferenciales ordinarias, un librito de tapas duras y olor a papel de excelente calidad, como todos los de la Editorial Mir, que no paraba de envejecer en su estante.

En ese momento el viejo me miró con otra cara. No sé si fue porque la posibilidad de sacarse ese libro invendible le sacudió las fibras más íntimas o porque se había dado cuenta de que yo también estaba muy sensible. La calentura y la frustración me iban a hacer lagrimear en cualquier momento. Menos mal que no llegamos a ese punto. Bogrishev se había conmovido. Le iba a encontrar una solución a mi problema. Me dijo que lo esperara y salió por la puerta del fondo.

Suspiré. Mi triunfo personal era también un triunfo colectivo, el de las masas hambrientas de cultura con las que iba a compartir esa revista. Me sentí más tranquilo. Todo iba a estar en su lugar, como los cuadernos, las resmas de papel para máquina, las hojas 1/4 Watman, los rollos de papel para regalo en los estantes detrás del mostrador, todo pipí cucú.

A los pocos minutos Bogrishev volvió con la solución. La cara se le había animado. Me dijo que no me fuera. En un rato iba a tener mi ejemplar. No sé cómo lo iba a hacer, pero mi parte estaba cumplida y no insistí más. No tenía sentido seguir exprimiendo las fibras sensibles del veterano. No iba a sacar más nada. De hecho, ya había logrado mi objetivo. ¿Para qué seguir pegándole a alguien que ya estaba en el piso? Además, entre frentistas...

El librero se puso a consultar unos papeles y yo me dediqué a matar el tiempo. Di unas vueltas por el negocio, mirando los libros que pensaba comprarme en cuanto tuviese algunos mangos. Le había echado el ojo a uno de astronomía de Camille Flammarion, precioso. Estaba obsesionado con él. Cada vez que entraba a buscar algo de papelería miraba la pared que daba a la calle. Ahí estaba el maldito, en la punta del estante más alto, con el dibujo colorido de una nebulosa en la tapa. Costaba $ 200. Un platal. Nunca iba a juntar esa cantidad con lo que me daba mi padre por cortar leña y carpir la quinta. Mala suerte.

Seguí recorriendo la librería. Los dos tomos del Formulario matemático general seguían ahí. Menos mal. Me iban a servir si es que terminaba estudiando para profesor. Por suerte mi amigo Ricardo Mizenov no se lo había llevado. Cierto que hacía unos pocos meses se me había adelantado y me había despojado del invalorable Cálculo diferencial e integral de N. Piskunov, pero yo me había vengado comprando la constitución de 1967 y Física nuclear, otra joyita de la Mir.

Salí y me recosté contra la pared, al lado de la puerta. Tenía que esperar. Qué más remedio.

Pasaron unos minutos. Me pareció escuchar una voz. Sí, era una voz que salía por la ventana del bar. Presté atención. Unos murmullos y, nítidamente, Bogrishev. "¿Te falta mucho?", creí entender. Silencio. Todo siguió igual. No le di importancia. El librero se asomó por la puerta del negocio. Me dijo que tuviera un poco más de paciencia. Fue lo que hice. No me quedaba otra.

Cambié de lugar y me senté contra la ventana de la librería. Iba a estar más cómodo. Tenía que ver cómo entretenerme. Traté de dejar la mente en blanco pero me conecté con mis últimas lecturas. Había conseguido un par de libros sobre el budismo y me puse a repasar algunos conceptos básicos: los cuatro encuentros de Buda al salir de su palacio, la meditación bajo el árbol Bodhi, el sermón de Benarés. Seguía haciendo calor.

Pasó un rato largo. Recité el óctuple sendero de atrás para adelante y al revés y salteado. Cuando llegué a las diferencias entre el budismo hinayana y el mahayana tenía el culo acalambrado. Aunque sabía que todo era maya, ilusión, todo, incluso esa molestia en las nalgas, no aguanté más. Quedé apoyado otra vez contra la pared, cerca de la ventana del bar, pensando en los koanes del budismo zen. El calor no aflojaba. De repente, otra vez la voz de Bogrishev: "¿Terminaste?". Murmullos. Silencio. Seguí con mis reflexiones filosóficas. No quería distraerme y hacer más aburrida la espera.

Finalmente llegó mi revelación. Cuando el librero me tocó el hombro y lo vi sonreír con mi revista en la mano sentí que estaba al borde de la beatitud. De golpe había entendido todo y todo quedaba perdonado y olvidado. No me importó haber tenido que esperar al rayo del sol mientras alguien leía mi revista y tampoco me importó haberla pagado al precio de una nueva. Todo era maya. Le di la plata y me fui, más liviano de karma, más cerca del nirvana.

Omar Karamán, Uruguay © 2023

omar@sintagmas.com

Ilustración realizada por el autor © 2023

Omar Karamán es doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de British Columbia, Canadá. A pesar de vivir en Vancouver (o tal vez justamente por eso), casi todos sus textos están inspirados en el pueblito del interior del Uruguay donde pasó gran parte de su vida.
Publica artículos sobre cultura clásica, literatura y humanidades en su página sintagmas.com.

Lo que el autor nos contó sobre el cuento:
Unas horas de una tarde de febrero, en un pueblo chico, hace cuarenta y cinco años...

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Avip gritó dos veces

    Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

    Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

    Regresar a la portada