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Bajo control

Cuando me ofrecieron el trabajo de seguir y documentar las acciones de la Sra. Martínez, la esposa del senador, acepté sin pensarlo dos veces. El senador Martínez tenía una carrera política prometedora y en ascenso. Sospechaba de la infidelidad de su joven esposa y quería tener las cosas bajo control. O al menos eso fue lo que me dijo su secretario antes de exigirme absoluta discreción en el manejo del caso. Luego de eso, me había dado un abultado sobre de papel madera. Mientras yo me guardaba en el bolsillo del saco la mitad de la paga que pedía por mi servicio, pensé en decirle que el control no era más que una ilusión de las personas adultas, pero me abstuve. De hecho, nada está bajo control, según mi experiencia. Le prometí que en breve tendría noticias mías.

Salí de la oficina del senador repitiéndome las dos reglas básicas que cumplía desde hacía más de veinte años en el oficio de detective privado: Mantener la distancia y nunca hacer contacto visual.

Al día siguiente, me encontraba yo sentado en mi automóvil, viendo como la esposa del senador salía de su casa y cargaba dos valijas en el baúl de un taxi. Tomé dos fotografías. Ella vestía en forma sencilla y llevaba puestos unos inmensos lentes oscuros que ocultaban la mayor parte de su rostro. Por las fotos que me había dado el secretario del senador, yo sabía que ella era, además de joven, en extremo bonita. Y procedía de una familia humilde que se hallaba en Salta, según decían mis archivos. Noté que llevaba un pañuelo al cuello a pesar de ser un día caluroso.

Cuando el taxi se puso en movimiento, comencé a seguirla. El taxista condujo unos quince minutos y finalmente se detuvo en la estación de ómnibus de larga distancia. La joven bajó, tomó las valijas que le dio el taxista y entró en la terminal. Yo estacioné mi auto a unos treinta metros de la entrada y la seguí.

Elsa Martínez estaba en la cola comprando un pasaje, luego se encaminó a la cantina donde tomó asiento y pidió un café. Yo observé a mí alrededor. Cada una de las personas allí presentes se ocupaba de sus propios asuntos. Seguro de no llamar la atención, tomé otro par de fotos. Quedé a la espera de que apareciera alguien más. De hecho, esperaba que el caballero en cuestión se acercara. Lamento decir que tengo experiencia en casos así. La mayor parte de mi trabajo es hallar pruebas para causas de divorcios.

Unos cuantos minutos transcurrieron y nadie se reunió con ella. Me acerqué a la cartelera que mostraba los horarios de salida. En treinta minutos saldría un micro para la provincia de Salta. Eso era una complicación, tendría que informarlo y, si mi trabajo incluía viajar al norte, el precio sería otro.

Me quedé observándola mientras tomaba mi teléfono celular para hablar con el secretario del senador. Observé que ella movía los hombros de forma apenas perceptible. Estaba llorando. Me acerqué un poco con cautela. Ella se quitó los lentes oscuros y el pañuelo que llevaba al cuello. Yo guardé el teléfono en mi bolsillo y esperé unos minutos. Algo no estaba del todo bien. Me acerqué un poco más. Era realmente bonita, pero llevaba alrededor de los ojos dos grandes manchas violáceas, y marcas oscuras en su delgado cuello. Se secó las lágrimas y apoyó su cabeza sobre sus brazos, en la mesa. Pasaron diez minutos más y yo me senté en una mesa frente a la muchacha. Pedí también un café y, mientras lo bebía, noté que se había quedado dormida. El comportamiento errático de ella, del cual me había hablado el secretario del senador, podía no deberse a un amante, pensé de repente. ¿Y si ella solo estaba huyendo? El senador era mucho mayor que Elsa, y celoso en extremo tal vez. Al menos, lo suficiente como para contratarme. ¿Lo suficiente como para golpearla ante la más mínima sospecha de adulterio? Después de todo, la mujer se hallaba sola, ningún hombre le hacía compañía y aparentemente también planeaba marcharse sola. La diferencia de edad y los celos podían ser una mala combinación. Pasaron veinte minutos más y ella seguía durmiendo. Tal vez el cansancio se debía a pasar la noche anterior llorando y temiendo ser golpeada, imaginé. Lo único cierto era que yo también podía estar equivocándome.

Y la última vez que me había equivocado las consecuencias habían sido terribles. Un juez me había recetado dos años y medio en un hotel del estado por un lío de faldas y extorsión. Hotel de pocas estrellas, solo las que se veían a través de los gruesos barrotes de una estrecha ventana. Ese error también me había convertido en un ex policía y en un ex-marido.

Con algunas dudas, me puse de pie, caminé hasta su mesa y le toqué el hombro un par de veces. Ella se despertó sobresaltada y se colocó nuevamente los lentes oscuros. Parecía asustada. Yo sonreí lo mejor que pude.
—Creo que usted tiene que tomar un micro, señorita —le dije casi con complicidad.

La joven miró su reloj y se puso de pie de un salto, tomó las valijas, me dio las gracias sin hacerme ninguna pregunta y corrió hasta el andén de salida, donde abordó el ómnibus. No miró hacia atrás. Me quedé allí hasta que el ómnibus desapareció de mi vista. Una hora más tarde, me encontraba nuevamente en el despacho del secretario del senador Martínez. Mientras le devolvía el sobre con billetes y ante la cara de estupefacción del secretario, pensé que de esa manera yo jamás haría mucho dinero.
—Dígale al senador, de mi parte, que el control es solo una ilusión de las personas adultas —le dije, me puse de pie y salí a la calle. Arrojé a un cesto de basura un rollo de fotos que nunca se revelarían.

Mientras caminaba hasta el auto, pensé en las reglas básicas que había roto después de veinte años de trabajo. Pero después de todo, me dije ¿para qué tener reglas si no pueden romperse?

Walter Fernando Pohl, Argentina © 2021
wfpohl@yahoo.com.ar

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2021

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