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Los buñuelos en Tingo

–Mejor bajamos –propone Carmen, la novia de mi hijo, mientras cierra la luna del coche.
–¿Le traigo buñuelos de la Señora Fortunata? –pregunta un chiquillo al tiempo que se pelea con otros que llegan corriendo.
–A mí, jefe, yo llegué primero –dice otro, les digo que no queremos comer en el carro, que vamos a bajar, ven llegar un coche y todos se van tras el posible cliente, sólo queda uno que nos escolta a una de las mesas.

Hace unos veinte años que no venía, ya no están los manteles floreados de hule, las sombrillas precarias, las bancas de madera, en su lugar hay unos bonitos módulos de cemento, sólo queda el pequeño lago con su bote a remos, la vieja casa que alguna vez fue un hotel y la eterna señora Fortunata. Carmen pide un plato con buñuelos, bastante miel y una gaseosa, mi hijo pide lo mismo, yo prefiero que me traigan anticuchos, le cuento a Carmen que mi suegra solía venir en verano de vacaciones a Tingo, para disfrutar del clima y las piscinas, que alquilaba una casa por toda la temporada, era todo un viaje, desde Arequipa venían en tren hasta la vieja estación que queda frente al cuartel, que le llaman el "balneario de Tingo".
–¿Aquí?, ¡si es parte de la ciudad!, ¡está a sólo cinco minutos del centro! –exclama sorprendida.
Nos cuenta que de chica vivió un tiempo por ésta zona en la Av. Alfonso Ugarte, en casa de su abuelo.
Nos traen los buñuelos, se ven bien, mi hijo me da uno, está rico, le pido a la señora Fortunata que me sirva un plato a mí también, nos ofrece Rocotos Rellenos, le decimos que no.

Junto al lago una jovencita apoyada en una motocicleta habla ruidosamente con un grupo de muchachos, me recuerda a María mi esposa, me quedo mirándola tratando de traer a mi memoria la imagen de mi esposa cuando tenía esa edad.
–Papá, se te enfría, en qué piensas –me dice Julio sacándome de mis recuerdos, tomo un buñuelo y lo unto con miel, lo como en silencio, los pájaros en los árboles no dejan de trinar formando un concierto que alborota todo, el sol que ya está al poniente tiñe al lago de naranja y dorado, mi hijo y su novia conversan animadamente, busco con la mirada al grupo de muchachos pero ya no están, solo queda el ruido de las motos alejándose.
–¿Usted también venía a pasar sus vacaciones aquí? –me pregunta Carmen, le digo que no, que no soy tan viejo.
–Cuando tenía más o menos la edad de ustedes solía venir con mi esposa, en ese tiempo andábamos en moto, María tenía una moto roja y yo una Honda anaranjada con franjas negras.
Recordé esa tarde, creo que fue la ultima vez que vine a Tingo, María se antojó de unos buñuelos, no quiso usar casco, dijo que hacia calor; vinimos los dos en mi moto, sólo estuvimos el tiempo necesario porque los chicos se quedaron solos en casa.
–Es la que Julio usaba hasta hace poco –agregué.
–A mí no me gustan las motos, son muy peligrosas.
–No seas tan miedosa –le dice Julio riéndose y la besa en la mejilla.
–Si tú hubieras visto un accidente, no te reirías así, yo vi como una moto salió volando de una vía a la otra y los que iban en la moto creo que se murieron, al menos uno.
La señora Fortunata nos pregunta si nos antojamos de unos choclos con queso, le digo que no, la tarde se va rápido, empieza a correr algo de viento, pido la cuenta. Al regresar al coche encontramos al mismo chiquillo que afanosamente está limpiando el parabrisas con una franela que alguna vez fue roja, le doy unas monedas.
–Hasta el domingo, jefe –nos dice sonriendo.

Al pasar frente al cuartel, Carmen pregunta por la estación, la línea del tren corre paralela a la autopista y le señalo una construcción abandonada con dos vagones estacionados al frente, enciendo las luces, es justo esa hora en que la luz del sol ya no alumbra lo suficiente y los faros del coche tampoco.
–¡Miren! allí vive mi abuelo, en esa casa con muro de piedra y puerta de metal –nos dice Carmen– y desde esa ventana cuando tenía unos cuatro años vi el accidente que les comenté.

Al mirar la casa el pasado vuelve dolorosamente, recuerdo que esa tarde al regresar venía conduciendo muy rápido por esta misma pista y después de pasar frente al colegio San José sentí que perdía el control de la moto, le grite a María:
–Agárrate, nos caemos.
La llanta delantera mordió la berma central, la moto se sacudió y dio un brinco, yo quede deslizándome en el asfalto, estaba al otro lado de la berma, en la vía que viene en sentido contrario, tratando de detenerme con las manos, felizmente tenía los guantes puestos, el protector de mi casco se raspaba contra el piso haciendo que una mezcla de arena y tierra me saltara a la cara, a la vez que intentaba separarme del piso quería mirar hacia atrás en busca de mi esposa; cuando al fin pude pararme corrí en dirección de María, ella quedó unos cinco metros atrás, unas personas se acercaban corriendo y gritando no sé que, yo llegue primero, recuerdo que trataron de levantarla y les grite enfadado:
–¡No la toquen! –escuche que María decía que no podía ver nada y que le dolía la espalda, me incliné a su lado, le acaricié la mejilla, estaba muy pálida le agarré la mano y le pregunté dónde le dolía, tocándose la cintura me dijo aquí, tenía una raspadura grande que casi no sangraba, me sentí aliviado, por un momento pensé que tenía una fractura de columna, le pregunté si podía pararse, con un movimiento de la cabeza me dijo que sí pero que no podía ver, en ese momento se le quebró la voz y empezó a llorar, tenía un golpe sobre el ojo derecho, alguien detuvo un coche, le pedí que nos condujera al hospital más cercano, durante el trayecto María empezó a recobrar la vista pero estaba totalmente desorientada, preguntó a donde la llevaba, que en esa dirección no quedaba el hospital.

Cuando llegamos nos pidieron que esperáramos un momento, que ya venía el médico, los minutos me parecieron horas, mientras mi esposa estaba en la camilla esperando perdió el conocimiento, creo que metí un escándalo protestando por la demora, escuché un niño gritando y llorando mientras lo atendían, pero no me importaba su dolor yo sólo quería que atendieran a mi esposa, un policía me hacía preguntas que yo contestaba automáticamente, una enfermera mientras la conducía a otra sala me dijo que no me preocupara que se iba a poner bien, que ya la iba ver el médico.

No sé cuanto tiempo esperé, cuando al fin me dejaron verla me impresioné mucho, la encontré con una bata blanca, tenía un hematoma enorme en la frente y casi sin color, de sus brazos salían sondas a unos recipientes plásticos que colgaban de unos tubos, en varios puntos de su cuerpo tenía pegados unos cables que se conectaban a unos monitores que mostraban unas gráficas y emitían un sonido rítmico, estaba sedada, me habló de nuestros hijos y se fue quedando dormida, un médico me hizo algunas preguntas y me explicó algo sobre el sistema neurológico y lo grave que pueden ser los golpes en la cabeza, me dijo que dormiría toda la noche, que mejor regresara en la mañana, al tiempo que me entregaba la ropa de mi esposa; en algún momento atendieron mis heridas, no recuerdo cuando, tenía un pequeño vendaje en el brazo y unas pastillas en los bolsillos.

Cuando salí del hospital ya era de noche, estaba todo sucio, con el pantalón roto, no sabía dónde me había quitado los guantes y el casco, me acorde de mi moto, me fui a casa, dejé a mis hijos con mi suegra, y con Manolo, mi cuñado, nos dirigimos al lugar del accidente, pude determinar el sitio exacto, la llanta delantera había dejado una marca en la berma central y en la vía contraria se notaba claramente el lugar donde la moto cayó y la larga huella que dejó al deslizarse.

Pregunté en una casa cercana por mi moto, me dijeron que un vecino la guardó, se sorprendieron que no tuviera heridas de consideración, me preguntaron por el estado de María.

–¿Otra vez soñando papá? –me dice Julio.
–¿Qué más recuerdas del accidente? –le pregunto a Carmen, ignorando a mi hijo.
–No sé, fue hace tanto tiempo, creo que se los llevaron a un hospital.
–Por favor que más recuerdas –insistí casi con desesperación.
–La moto la guardaron en el jardín, tuvieron que meterla cargada por que la llanta delantera estaba destrozada.
–¿Qué más?
–Eso es todo, la moto dio una o dos vueltas en el aire antes de caer, la chica quedo tirada en la pista y nada más, fue hace mucho tiempo.
Toda la angustia de ese momento regresó de pronto, no pude seguir manejando y estacioné el coche.
–¿Qué pasa, Papá? –me preguntó Julio preocupado.
–No es nada, sólo que me acordé de tu madre.
–Papá, no exageres, ni que se hubiera muerto, sólo va estar en Lima por tres días más.

Miguel Ángel Franco Ulloa, Arequipa, Perú © 1998

miguel–franco@usa.net

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