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Cambio de definición

Como hoy y siempre, en aquellos días Chicago se parecía a Los Angeles o a Miami —un gran campo de batalla en el que todos, blancos y negros, hombres y mujeres, gordos y flacos, peleaban contra todos, a balazos si era necesario, no únicamente por sus convicciones sino también por un par de zapatos o un chicle. Sólo la nieve y el frío las distinguía, en Chicago la tarde descargaba latigazos de hielo que hacían que los semáforos y adornos navideños se mecieran como enormes crisálidas congeladas. Bajé del bus vacío y caminé despacio hacia la clínica, a una cuadra de distancia, manteniéndome la cara cubierta para evitar que las ráfagas de viento helado me la rajaran. Unas horas antes, en el calor del hogar, habíamos comido el pavo y su relleno de rigor, los petipoás y el puré de papas. Con villancicos de fondo musical, nos tomamos unos vinillos y abrimos los regalos que Gabriela y yo nos intercambiamos para la ocasión. Acurrucados en el sofá, iba a llamar para reportarme enfermo, pero Gabriela, cambiando bruscamente de parecer, dijo que mejor me fuera a trabajar, lo más seguro era que ya se me habían adelantado y de todos modos había comido mucho y quería recostarse un rato.

Efectivamente, cuando colgaba mi abrigo, el doctor Holmann me informó que los otros tres empleados se habían puesto de acuerdo para enfermarse el mismo día. Él, la doctora Brooks y yo éramos los que quedábamos del turno de la noche. En poco tiempo la situación se volvió más patética que otra cosa. Por un lado estaban los listones y angelitos, tan antisépticos como las paredes verdes, que no comunicaban nada festivo; por otro, la doctora Brooks, de espaldas a mí preparando no sé qué cosa, y el doctor Holmann, sentando al fondo de la sala leyendo The Martian Chronicles, los dos sin nada que decirse ni nada que decirme; y yo, sin ganas de hablar, haciendo como que trabajaba para no caer en el letargo de la comilona.

A ninguno de los dos lo conocía bien, pero en la clínica eran famosos por su excentricidad. Las malas lenguas decían que eran amantes o esposos o que alguna vez lo habían sido. Holmann, con cara cadavérica, era delgado y de pelo completamente blanco, y su expresión normal era una de frío desprendimiento. En cambio la doctora Brooks, menuda y llena de pecas que acentuaban su pelo corto, hacía todo con determinación y eficiencia casi militares. Cómo dos almas tan distintas entre sí podían llevarse, ése era el gran misterio que intrigaba al personal de la American Clinic. Lo único bueno de nuestra situación era que estábamos aceptando emergencias solamente, y que todo indicaba que sería un turno tranquilo. El arreglo era que los médicos se alternarían para atender a los pacientes que llegaran. Si acaso llegaba uno que no hablara inglés, entonces me tocaría a mí hacerla de recepcionista, de enfermero y de intérprete.

Las puertas automáticas se abrieron silenciosamente y el bulto entró envuelto en un hálito de viento y nieve. Debajo de la capucha, que se abrió lentamente, la mujer no parecía tener ninguna urgencia, más bien andaba como perdida, desorientada. Los doctores se miraron; le tocaba a Holmann. Guardó el libro en su gabacha y se levantó a recibirla.

—¿No le parece a usted que está un poco flaco? —me comentó, en inglés, la doctora Brooks—. Parece que está caminando sobre cascarones de huevo.

Un poco, pero creo que tenía que ver más con lo que leía que con su salud.

—¿Qué será esta vez? —pregunté, desperezándome.

—Probablemente nada serio —contestó ella—. Parece estar bastante calmado allá afuera.

El doctor Holmann me llamó desde el otro lado de la sala.

—Un momento, por favor —alcancé a escuchar que él le dijo a la paciente cuando me les acerqué—. Aquí es Horacio.

—¿En qué le podemos servir? —le pregunté, metiéndome las manos a los bolsillos de la gabacha.

Dentro del abrigo, la mujer emanaba una fragilidad, un nerviosismo, que de pronto me di cuenta que no era eso sino sus labios y dientes enormes, que contrastaban incómodamente con la delicadeza de sus otros rasgos faciales, otorgándole una expresión de asombro constante. La bocota, bordeada por esos dientes que se abrían en un ángulo de casi 45°, parecía capaz de abarcar una manzana entera y por más que ella intentara mantenerla cerrada, los labios se empeñaban en mantenerse abiertos. No sé por qué me pareció colombiana, del tapón del Darién, del ombligo del mundo. Y luego, Condorito y Garganta de lata.

—¿Usted habla español? —me preguntó ansiosamente.

—A sus órdenes.

—Y el doctor, ¿él habla español?

—No, pero yo le ayudo.

—Dígale que por favor quiero tener un aborto —dijo, casi con la tranquilidad de alguien que da la hora.

—Quiere un aborto —traduje igual de informal al doctor Holmann, que abrió los ojos azules y se rascó la barbilla. Miró de reojo a la doctora Brooks, que al fondo de la sala de espera pasaba las páginas de una revista.

—Necesita una cita —dijo él, casi susurrando—. Un procedimiento así no puede tomarse a la ligera. Necesito examinarla, conducir un par de tests, preparar el instrumental.

Traduje todo al pie de la letra.

—Dígale que necesito hacerme este aborto ya.

—Lo siento —dijo Holmann, habiendo adivinado la respuesta de la mujer, y volvió a ver a la doctora Brooks—. No puedo hacer mucho. Le puedo hacer una cita para mañana. Usted no es una emergencia.

—El doctor quiere que vuelva mañana —traduje.

—¿Es que no me entienden? —gritó la mujer, en voz baja—. Necesito terminar con esto ahora mismo.

La doctora Brooks volteó a ver; cerró la revista y se encaminó hacia nosotros. Holmann guardó silencio.

—¿Y por qué...? —comencé a preguntar, pero ella me interrumpió:

—Porque la habré pensado demasiado y me arrepentiré —y me clavó la mirada—: ¿Me creería si le dijera que recién hoy me he dado cuenta? ¿Y que hoy mismo tengo que deshacerme de él?

—Dice que por favor se lo haga ya —le informé a Holmann, quien, pensativo, apenas se movía.

—Si no —continuó ella—, me convencen y entonces es el fin de todo, me dan un montón de cosas que no estoy lista para tener.

—¿Hay algún problema? —preguntó la doctora Brooks, sonriendo pero atenta a cualquier movimiento, las manos en los bolsillos de la gabacha.

Holmann dijo algo que no entendí, los dos nos dieron la espalda al mismo tiempo y confirieron en voz baja. Holmann movía la cabeza en dirección a la mujer cada vez que se refería a ella, y sus manos explicaban dentro de los bolsillos. La mirada de Brooks iba de él a la paciente y a él de vuelta.

—La familia de mi novio todavía no sabe —dijo la paciente—. Pero él es un bocón y para mañana todo el mundo se habrá enterado. Entonces el clan entero nos va a llamar felicitándonos y en dos horas nuestro futuro estará en otras manos. Pero hoy es hoy y todavía hay tiempo.

—Estos dos ya se pusieron a discutir —le dije, señalando a los doctores, que habían alzado la voz—. Siempre pasa lo mismo.

La doctora Brooks enumeraba razones con los dedos y el doctor Holmann se las refutaba.

—Y es la mujer —dijo él, tomando la delantera—, la que debe consentir al embarazo antes de que la vida que lleva dentro sea considerada por Dios como una persona, como un ser viviente.

—Por favor, no me impongas a tu dios —replicó la doctora Brooks.

—Ahora sí que están polemizando —le dije a la paciente.

—Deberían arreglárselas después —dijo ella, poco entretenida.

—Ahora se están diciendo que no es bueno que sigan discutiendo frente a usted, que no se están comportando profesionalmente. La cosa se pone buena.

Sin dejar de discutir, los médicos se dirigieron a la oficina del fondo, un cuartito enmarcado por una enorme ventana que nos permitía ver lo que pasaba adentro. La puerta se cerró de un golpe y la discusión, ahora como en cine mudo, se acompañó de dedos aleccionadores y puñetazos en el escritorio.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella, mientras medía la situación. Esa mirada calculadora, ese ceño cargado de intenciones, le otorgaba una independencia, unas ganas de vivir que se me hicieron contagiosas. Sin ningún preaviso se me apareció orgásmica, abriendo la boca (y yo logrando ver el otro lado de sus dientes) en un derrame de placer que se daba en el mismo instante en que su novio se vertía y concebían a la criatura que ella cargaba dentro.

—Yo creo que lo mejor es que vuelva mañana —le dije—. La clínica a esta hora no es tan sencilla como parece.

—Es difícil explicar lo que me pasa —dijo ella, como si no me hubiera escuchado—. Porque ni yo misma estoy segura. Las instrucciones de la prueba casera dicen que el diagnóstico no debe tomarse como definitivo, que hay que confirmarlo con un doctor. Pero ya estoy atrasada más de dos meses.

—¿Y el caballero en cuestión?

—Está que no puede de la alegría. Yo creo que hasta tiene pensados los nombres.

—¿Y por qué no platica con él?

—No se haga —contestó impacientemente—. Si él me entendiera, yo no estaría aquí viendo discutir a esos dos señores.

—No me estoy haciendo —dije, un poco a la defensiva—. Mi esposa y yo tuvimos el mismo problema no hace tres meses. Habíamos bebido un poco y nos apuramos, usted sabe, lo sentíamos por todo el cuerpo. Ni cuenta me di cuando me vine, si me permite la franqueza.

Sus facciones se suavizaron: —¿Y qué tal les fue? —preguntó, y el enorme labio superior se retrajo para mostrarme la hilera de dientes.

—Supongo que bien —contesté—. Estaríamos peor de lo que estamos. Fuimos juntos. Tuvimos que atravesar de muralla de manifestantes cargando pancartas de fetos ensangrentados. Nos llamaron asesinos, genocidas, rezaron en voz alta. Hubiera visto sus miradas, el odio. Los celadores nos estuvieron que escoltar a la clínica. En la recepción la moneda se volteó y todo se volvió hi!, how are you? y welcome. Nos dieron batas blancas, y después de la breve terapia nos hicieron pasar a la sala de operaciones, chiquita y acogedora, con ositos de peluche que se veían lindos entre el equipo y la luz tenue. El doctor entró, se sentó en su sillita con ruedas y arregló a Gabriela con una aspiradorita como plomero que arregla el inodoro. Gabriela, más que gemir, suspiró del dolor. Mientras pasaba los instrumentos, la enfermera nos daba consejos con voz de operadora telefónica: hagan esto, tomen eso, no se laven aquello. Muy profesionales. Todo azul y antiséptico, el suelo no se ensució para nada. Y nosotros iniciándonos. Duró apenas cinco minutos.

—¿Y su esposa?

—Últimamente, no sé. Ella se encuentra bien y todo, aunque no quiere tocar el tema. Tampoco quiere que nadie lo toque ni que la toquen a ella.

La puerta de la oficina se abrió ruidosamente y la doctora Brooks marchó hacia nosotros. "Marchó" es una buena palabra, porque venía en pos de guerra. Dentro de la oficina, el doctor Holmann se apoyaba cansadamente sobre el escritorio.

—Señorita —dijo ella, alzando la mano.

—Mire —le dije—, éste no es el mejor momento para que platiquemos. Váyase antes de que la loca ésta la agarre. Y si no la agarra ella, entonces la agarra él. Busque en las páginas amarillas o vuelva mañana, cuando ellos no estén. Piérdase por unos días, haga lo que tiene que hacer, pero váyase ya.

—Pero yo... mi novio... —balbuceó ella.

—Señorita —dijo la doctora Brooks, casi a nuestro lado—. Por favor no se vaya. Necesito decirle algo.

—Váyase, váyase —le dije en voz baja—. Merri crismas an a japi niu yier.

La mujer me miró por un momento. Sus labiotes se humedecieron y empezó a decirme algo, pero viendo que ya casi tenía a la doctora Brooks encima, dio la vuelta y se marchó dando pasos rápidos. Antes de desaparecer, me miró una vez más; empezaba a llorar. Las puertas automáticas la dejaron salir al frío de la misma manera, suave y fácil, con que la habían dejado entrar.

—¿Por qué se ha ido? —preguntó la doctora Brooks cuando llegó a mi lado.

—Cambió su mente.

Holmann salió de la oficina y blandió el puño: —¡Bien sabes que es improbable que el feto sienta dolor durante las primeras etapas del embarazo! ¡No hay ninguna enseñanza de la Iglesia sobre el momento en que el feto recibe un alma y se convierte en persona!

Y cerró la puerta de un golpe. Al otro lado de la ventana, se sentaba y encaramaba los pies en el escritorio, sacando de un tirón sus crónicas marcianas.

—Que se vaya al carajo —dijo ella. No lo dijo con esas palabras; dijo screw him—. ¿Qué pasó con la paciente?

—Nada —dije—. Tenía que pensarlo un poco más. Realizó que se estaba apresurando.

—La Iglesia liberal nada tiene que ver con esto —dijo—. La vida es sagrada y con ella no se juega.

—Bueno, ya pasó.

—¿Sabía usted que en toda la historia del mundo, los esclavistas, los nazis y ahora estos mata-bebés —señaló a Holmann—, son los únicos que han tratado de redefinir el concepto mismo de la vida?

—Bueno, bueno.

—Los esclavistas, los nazis y ahora éstos.

—Ojalá y no siga nevando.

—Increíble. Neo-nazis fornicadores.

—Y a todo esto, ¿qué hora es?

—Las ocho y media —dijo, mirando el reloj—. ¿Por qué preguntas?

—Por nada —dije—. Es la hora de la esterilización —y me marché. Para qué seguir hablando porque, a fin de cuentas, así como Holmann, ella había estado hablando sola. A pesar de la discusión tan airada que habían tenido, lo que hicieron fue entablar dos monólogos paralelos, opuestos.

Me puse a lavar instrumentos, que no eran muchos. De cosa en cosa transcurrieron un par de horas, más que nada silenciosas porque no llegó ningún paciente, además de que Holmann y Brooks no se hablaban y cada uno se había enfrascado en su mundo.

Como a las doce, cuando le deseaba las buenas noches a Gabriela por teléfono, recibimos una transmisión por el CB. No escuché muy bien la primera parte, pero antes de cortar los paramédicos informaron el paciente estaba sangrando profusamente y que los signos vitales, aunque estables, eran débiles.

—Nos vemos —le dije, y colgué el teléfono para ir a preparar la sala.

A los pocos minutos llegó la ambulancia con su acostumbrado escándalo de luces y sirenas. Los paramédicos entraron empujando la camilla. La sábana que cubría al herido tenía una gran mancha de sangre.

—Oh, no —dijo la doctora Brooks al ver al paciente, y se llevó la mano a la boca.

—¿Qué pasa? —dijo Holmann, mientras se ponía los guantes de látex.

—¡Es tu culpa! —gritó la doctora Brooks—. ¡No te acerques a ella porque te mato! ¡Horacio, ven acá! Me está diciendo algo y no entiendo.

—No fue mi culpa —dijo Holmann, pálido como una hoja de papel, cuando pasé a su lado—. Tú sabes que no fue culpa mía, Horacio.

Con los ojos a medio cerrar, la muchacha decía algo en voz baja. Sus labios se movían como los pétalos de una enorme flor azulada.

—¿Qué está diciendo? —preguntó la doctora Brooks, que le había quitado la sábana de encima y trataba de contener la hemorragia.

Traté de descifrar lo que decía pero no lograba escuchar; acerqué la cabeza hasta que casi le pego la oreja a la boca.

—Les dije, les dije —repetía la muchacha, su voz apenas audible.

—¿Qué está diciendo? —preguntó de nuevo la doctora Brooks, metida hasta los codos entre los trapos y la sangre—. ¡Gasas!

—No sé —contesté, sin ganas de echarle leña al fuego—. Incoherencias —y corrí a buscarlas, junto con un paquete quirúrgico.

Uno de los paramédicos se acercó.

—Esto fue lo que utilizó —dijo, más al vacío que a algunos de nosotros.

Sin dejar de mirarlo, corrí de vuelta donde Brooks. Mostró una percha de alambre que había sido desenrollada y vuelta a enrollar para formar un rudimentario gancho con mango.

—Este mundo está loco —dijo, pasándosela al doctor Holmann, que mantenía la distancia y tenía los ojos aguados—. Completamente loco.

Ricardo Armijo, Nicaragua, Estados Unidos © 1997

ricardo.armijo@sbcglobal.net

Ricardo Armijo nació en Nicaragua en 1959. Emigró en 1980 a los Estados Unidos y radica en Chicago desde 1991, donde trabaja como traductor técnico. La mayor parte de su cuentística ha sido publicada en revistas literarias pequeñas de Estados Unidos, México y Nicaragua.

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