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Peces y escamas

Never send to know for whom the
belle tolls. She tolls for thee.

Camile Paglia

Conocí a Lucy Pagán la noche del 4 de febrero del año en curso, cuando mi esposa Lucía Becerra la llevó al apartamento después de clases. Por esos días el trabajo escaseaba, y como vivíamos más que nada de los préstamos estudiantiles de Lucía, me pasaba encerrado la mayor parte del día navegando la Internet en busca de traducciones, que a decir verdad no eran tantas, así como tampoco eran tantas las que conseguía de este lado de la pantalla. Desempleado pero no ocioso, al menos procuraba tener la cena para lista para las 7:30, 8:00, que era más o menos la hora a la que Lucía regresaba del Art Institute, aparte de hacer un poco de limpieza, regar las plantas y lavar la ropa. En pocas palabras, estaba hecho todo un amo de casa, con el delantal floreado, el sentimiento de culpa del proveedor ineficiente y todo lo demás.

Esa noche se me hizo tarde porque, cosa rara, me habían llegado catorce páginas de un solo golpe y había pasado la tarde contando palabras y organizando el glosario. El timbre de la puerta sonó a eso de las siete y cuarenta; suponiendo que era Lucía sola, oprimí distraídamente el botón del cerrojo electrónico y regresé corriendo a la cocina, donde me esperaba la parte más crítica del arroz con pollo. Entre el vapor de agua y el crepitar del pobre arroz, me percaté de que Lucía tardaba en subir. Tapé la olla, le bajé al fuego, me limpié las manos en el delantal, abrí la puerta y me apoyé en la balaustrada; desde ahí escuché la madera quejándose con los pasos que subían lentamente al tercer piso, y trozos de una conversación incomprensible.

—¿Quién e? ¿Quién e? —pregunté, sonriendo, escaleras abajo—. ¿Necesitás ayuda, miamol?
—No —dijo Lucía, apareciendo en el rellano del segundo piso, cargando rollos de papel y bolsas—. Pero te traigo una sorpresa. Mira.

Y detrás de ella apareció Lucy, cuatrojos y sonriente y también atiborrada de bolsas. Las ayudé a cargar con lo que pude y entramos al apartamento y pusimos las cosas sobre la mesa del comedor y nos quedamos mirándonos los tres como tontos, sin decir nada, pero a los pocos segundos se rompe el dique, mucho gusto, estás en tu casa, de dónde sos, de Puerto Rico, mirá qué casualidad lo de los nombres, abramos ese vinito que trajeron, ¿te gusta Chicago?, salud, bienvenida.

Fui a la sala a poner un CD de Doris Day y mientras lo buscaba, pensaba que me había llamado la atención el hecho de que parecían viejas amigas cuando en realidad, según supe después, esa noche celebraban apenas un mes de haberse conocido. Entre ellas nada era forzado; se veía que durante ese mes habían charlado harto, habían compartido comida y consejos, y, según también supe después, Lucía le había prestado una cantidad fuerte de plata, que Lucía pagaría cuando le llegara el préstamo que estaba esperando. También se me ocurrió que era posible que sus estudios estuvieran en el mismo piso o incluso que hasta compartieran uno, lo que de alguna manera las hermanaba todavía más, aunque no físicamente. Lucía es morena, de pelo negro, lacio como el de una polinesia, y Lucy, si bien es menuda y su tez es clara, más caribeñas no pueden ser esas caderitas rellenotas. Lo que había entre ellas era más bien una cercanía, un reconocimiento profundo, uno de esos vínculos que une a los amigos de verdad y termina borroneando sus diferencias, sus individualidades. Después de notar esas pequeñeces ya no me pareció tan raro que Lucía no me hubiera dicho nada sobre Lucy, que hubiera sido casi como hablar de ella misma, tema que no estaba entre sus favoritos. Doris Day empezó a cantar.

Tampoco fue de sorprenderse que Lucy inmediatamente se sintiera como en casa. Después del brindis de bienvenida, se caló los anteojos, se puso el delantal amarillo que cuelga en la alacena y ayudó a pelar ajo. Mientras Lucía ponía la mesa, ella y yo freímos tostones. En la delicada maniobra de extracción para el secado y la sal, un chisporroteo de aceite hirviente le quemó el codo, haciendo que chillara y saltara hacia atrás.

—Mantequilla —dije, y abrí la refrigeradora.
—No, saliva es mejor —dijo, alargando el brazo—. Tiene propiedades antibacterianas.

Por un momento no supe qué hacer ni que decir porque la situación había pasado de normal a incongruente en 2.5 segundos. Lucy dobló el brazo y me lo ofreció por el lado del codo. Alcé la vista hacia Lucía justo cuando ella, sin haberse percatado de nada, bajaba la mirada y arreglaba los cubiertos. Cerré la puerta de la refrigeradora y al igual que el che sarà, sarà de Doris Day, decidí lanzarme a la deriva. Me llené la lengua de saliva y la introduje suavemente en la hendidura carnosa, en un ejercicio de delicadeza lamí la quemadura hasta que quedó bien lubricada. Detrás de los anteojos empañados, la mirada verde de Lucy se volvió constante, y yo sentí que una como burbuja me envolvió, transmitiéndome una extraña sensación de sosiego, de paz espiritual. Pasé otra capa de saliva y los poros de la tierna piel se abrieron y el vello se irguió en una foresta de tallos finos, translúcidos. Entusiasmado, iba a volver a meter la lengua en la hendidura cuando ella retiró el brazo.

—Ya no duele —dijo, no sin cierta brusquedad, y se limpió las manos en el delantal.

La burbuja verde explotó silenciosamente y Lucy volvió a ser la Lucy que acababa de conocer. Los anteojos estaban secos, volvieron a escucharse los ruidos del apartamento, yo saqué el resto de los tostones y Lucía puso un CD del Trío Matamoros.

Durante la cena, mientras yo comía en silencio y las observaba detenidamente, ellas no pararon de hablar. Sus opiniones eran casi idénticas. En un momento, las dos callaron al mismo tiempo, y al mismo tiempo me felicitaron por el arroz y después nos reímos los tres al mismo tiempo.

De pronto tuvimos que poner un tercer puesto en la mesa casi todas las noches, no sólo porque la amistad de ellas se consolidó sino porque Lucy se había mudado, con todo y roommate nuevo, al segundo piso del edificio que quedaba frente al nuestro en la Francisco Street, y nuestras vidas se volvieron un ir y venir entre los dos apartamentos. Incluso cuando Lucy no llegaba a cenar, la conocía más a través de Lucía, que no se cansaba de informarme de sus asuntos y tribulaciones, de su relación, muy mala por cierto, que tenía con un muchacho de la isla. Entonces por el comedor volaban nombres tan dispares como El Viejo San Juan y Montparnasse. Me contaba, en largos y detallados capítulos, una historia de pobreza casi romántica en París, donde de pequeña Paco Ibáñez había paseado a Lucy a paca-paca y donde, años después, tuvo la dicha de darle un beso a Rafael Alberti en un recital en que el pobrecito, todo viejo y en silla de ruedas, se quedaba dormido entre poemas. Y en medio de las anécdotas, la solidaridad de Lucía con las penurias de Lucy y las papas que les faltaba agua, yo escuchaba en silencio, sin sospechar que esas palabras itinerantes echaban raíces en una de mis oscuras almácigas mentales.

La verdad era que la frecuencia con que veía a Lucy variaba de acuerdo al horario de las dos, o a la forma en que se organizaban alrededor de sus proyectos, que ya empezaban a ser varios, en preparación para las entregas de medio semestre. Cualquier día Lucía salía a las siete de la mañana y no regresaba hasta la medianoche. O al día siguiente era que Lucy llegaba al apartamento para hacer unos esbozos con Lucía y ese día se extendía a tres, porque pasaban del dibujo a la madera o al cartón corrugado, y el suelo se llenaba de tubos de silicona, revistas de modas mutiladas y ceniceros llenos. Siempre al margen, caminando de puntillas, yo procuraba poner un poco de orden, les preparaba sándwiches de queso y té helado, me encerraba en el cuarto para no molestarlas tanto. Les decía que iba a dormir la siesta, aunque en realidad lo que hacía era tenderme boca abajo en la cama y escuchar los ruidos que hacían mientras trabajaban. Jugaba a adivinar de quién eran los martillazos que sonaban contra la pared o cuál de ellas había arrastrado un tarro de pintura o quién había cerrado de un golpe la puerta del baño. Era lo único que podía hacer; la presencia de las dos llenaba el apartamento a tal punto que sentía que tenía que caminar de espaldas a la pared, como si la membrana de una enorme burbuja invisible me restringiera el paso.

Durante los días que Lucía pasaba fuera, yo procuraba levantarme más temprano y preparar el desayuno mientras ella se bañaba, así por lo menos comíamos juntos una vez al día. Cuando se levantaba tarde, que era casi todas las mañanas, y tenía que salir a la carrera, me tocaba llamar a Lucy a decirle que Lucía iba para allá, que la esperara abajo. Al principio no lo noté, pero era en esas mañanas que desempeñaba con mayor eficiencia mis pequeñas responsabilidades de amo de casa. Si sabía que iba a llamar a Lucy, el mero hecho de imaginarla quizás desnuda, envuelta en la luz matinal, contestando el teléfono goteando agua de la ducha o tal vez sosteniendo el auricular entre el hombro y la quijada mientras se acomodaba el seno derecho dentro del sostén con encajes, me obligaba a sentarme y platicarle suavemente a Lucía, sutilmente hacer que desayunara más rápido mientras me imaginaba a Lucy metiéndose dentro de un vestido de algodón o un material parecido, que ya era tarde y se apurara cuando en realidad aún faltaban unos minutos. Parecía que la empujaba con el aliento porque se dejaba llevar dócilmente, se enternecía con detallitos tan sencillos como ayudarla a ponerse el abrigo o pasarle la bolsa con el sándwich y la manzana. Me abrazaba, me daba tres besos seguidos y me decía ay papito cómo me consientes y se iba envuelta en el hálito de su champú de hierbas. Cuando por fin me quedaba a solas, terminaba mi café de un trago, encendía el cigarrillo mañanero y al teléfono se ha dicho. Levantaba el auricular, marcaba el número lentamente y esperaba que las imágenes se desgranaran como las cuentas de un collar de perlas negras que una mano ha roto de un tirón.

Las dos en una playa desierta, de espaldas al mar. Son idénticas pero al mismo tiempo una es Lucía y la otra, Lucy. Sé que están desnudas, aunque el sol que se esconde detrás del horizonte amarillísimo me impide verlas bien. Las permea una especie de tensión, haciendo que vibren como si estuvieran dentro de un espejismo. Repiten algo, creo que es mi nombre, pero no estoy seguro porque el rumor del oleaje no me deja escuchar bien. Me hacen señas para que me acerque. Les grito algo de vuelta pero no me escuchan porque mi voz se estrella contra una pared invisible a unos cuantos metros de distancia. Ellas, al parecer desilusionadas, me mandan un beso doble, caminan mar adentro y desaparecen bajo el coletazo de una ola fosforescente.

Abro los ojos y por un momento no sé dónde estoy. Los numerales rojos del reloj despertador digital me ubican, pero parte de mí continúa enredada en la viscosidad del sueño. Me arrimo a Lucía y su sueño tranquilo, con la palma abierta recorro su cuerpo de hembra dormida. Los dedos que buscan el seno y su pezón hallan los de unas gemelas, en nuestra cama que a las 3:24 a.m. se convierte en playa y fosforescencia, en dos bocas que desde el otro lado llaman mi nombre y que en este lado son dos cuerpos buscándose bajo las sábanas, saliendo del letargo de la madrugada, sucumbiendo a las caricias.

En la superficie las fichas se movieron según como debían. El péndulo osciló hacia Lucy y ahora cenábamos más a menudo en su apartamento. Por suerte su roommate, que también estudiaba en el Art Institute, tenía una novia en Pilsen y la mayor parte del tiempo se la pasaba allá. Una vez arrellanada en los almohadones de la sala, Lucy, relajada por el ron y las sombras que las candelas proyectaban en las paredes, bajaba su empalizada y me incluía en aquellos temas reservados usualmente para Lucía, como lo era el de su madre, que había interrumpido su carrera en teatro por haber resuelto tener una familia que no había planeado. Era por eso, y también por la muerte prematura de su padre, que hacía lo que hacía, para devolverle el enorme favor y rescatarla del olvido. Sus último trabajos lo decían todo: autorretratos o retratos de su madre o de las dos juntas en los que aplicaba gruesas capas de barniz hasta formar pozos ambarinos donde recortes de sillas cojas, querubines decapitados y sogas rotas flotaban en tranquilo desorden. Tomaba tan en serio su misión de rescate mnemónico que a veces le asustaba sentir tan poco por lo que no estaba dentro de sus planes, novio de la isla incluido, a quien Lucy había mandado recientemente al carajo y no sintió absolutamente nada.

Me miró y yo le devolví la mirada. Lucía se levantó a calentar agua para el café.

—Coño —dijo, con los ojos vidriosos—, no puedo darme el lujo de seguir dándole teta a alguien que, primero, estaba tan lejos de mí y segundo, nunca se puso a mi altura. Pero me da miedo, Ignacio, no es saludable ser tan indiferente. Te digo, esta tabula rasa emocional que a veces siento me aterra.

Y sentí que solicitaba mi entendimiento de la misma manera que Lucía se lo brindaba, sin darle mucha vuelta, con una solidaridad visceral que sólo entre amigas como ellas podía darse. No sé si Lucy alguna vez llegó a comprender que mi solidaridad era distinta, callada, y que me solidarizaba a mi manera, aunque ya no con ella, no con la Lucy que me lo pedía sino con otra que todavía era ella y al mismo tiempo era Lucía, como dos diapositivas superpuestas que forman una tercera imagen, desconocida y a la vez familiar. Lo mejor era dejar que las cosas de ella siguieran su curso y las mías siguieran el suyo. Sabía que si abría la boca, el tono comprensivo de mi voz devolvería a sus valores iniciales todo lo que yo había avanzado: le devolvería a Lucy sus pechos, cuando yo los había cambiado por los pechos estrábicos de Lucía, o borraría el bigote ralo de Lucy que yo había notado más de una vez en el labio superior de Lucía, o el caminado de Lucy dejaría de ser el de Lucía y viceversa. Todo habría vuelto al mundito de las semejanzas y diferencias predecibles que desterré de mi mente la noche del sueño y juré que no dejaría que volviera tan fácilmente.

Por eso me limité a ladear la cabeza a un lado y a otro, para enfocarla desde distintos ángulos.

Hacia medianoche, después de varios rones dobles en ayunas, me senté a verlas mientras conversaban, y mi dicha fue inmensa cuando me fue imposible separarlas. Al fin había logrado desaprender tener que distinguirlas: desde ese momento ya no supe determinar cuál de las dos decía qué cosa. Sus voces se convirtieron en una sola, con registros distintos, en la que Lucy aportaba el tono grave y claro, y Lucía la entonación y el lento tren de pensamientos. Llegué al punto de no saber distinguir el motivo de cualquier gesto; si una de ellas se levantaba para agarrar un cigarrillo y me rozaba el brazo, no sabía si había sido accidentalmente o por sentir mi piel y comunicarme una intimidad, o si era Lucía o Lucy quien la enviaba. La imagen se me volvió tan difusa que varias veces llamé a una con el nombre de la otra, hasta que Lucía perdió la paciencia y trató de obligarme a efectuar un aterrizaje forzoso:
—Parece que ese ron te atontó, mijo —dijo, muy seria—. Mi nombre es Lucía: L-u-c-í-a. Ella es Lucy, L-u-c-y. Métete eso en la cabeza.

Too late.

(Me lo ha recordado muy tarde. La repartición de deseos y besos y caricias ya está hecha y el tiempo queda petrificado en el presente hasta nueva orden. A Lucy he de dárselos como se los doy a Lucía, y se los daré a Lucía como he querido dárselos a Lucy. Ambas me pertenecen porque son óvulos del mismo ovario, vibraciones del mismo diapasón. Las piezas que le faltan a Lucy yo las proporcionaré a través de Lucía, y Lucía se reconstruirá con los retazos de Lucy que yo le dé. La conciencia de saber que la caverna tiene doble fondo y que nuestros juegos de cama, cuando incluyan al espectro de la otra boca abajo en una cama al otro lado de la calle, harán que nos contraigamos hasta formar un triángulo viscoso, de movimientos peristálticos, en cuyo centro una ventosa escupe crema blanca como un géiser. Pocas veces he sentido un impulso que me mueva tan poderosamente a indagar a Lucía más allá de lo que ya conozco y busque las fisuras del volcán, que se escabullen apenas las toco. La simpleza de saber que son dos a quienes tengo que dominar, que en el fondo del pozo se escucha un eco, hace que la intensidad de la explosión se multiplique en progresión geométrica hasta que mi placer y yo nos perdamos en el fin de los años, aunque sea sólo por un ratito. No sé qué nombre ponerle a todo eso porque no conozco una palabra que por sí sola lo describa. Es felicidad, eso sí; la felicidad una vez al día, preferiblemente de noche. Justo lo que el doctor recetó.)

Los días pasaron sin mucha definición. Me convertí en espectador insaciable, en una especie de sátiro viejo y anticuado que desde el espesor de los juncos espiaba a dos ninfas retozando en un estanque. Pasados sus años de juventud, sólo podía imaginar las indecencias que quería hacer con ellas. Sabiéndose espiadas, y sabiendo también que no corrían peligro con el sátiro impotente, las ninfas se daban largos baños, se pasaban la esponja por todas sus partes, una enjabonaba a la otra o la otra secaba a la una. Se vestían con ropaje transparente, se abrazaban, se daban un besito y abrazadas se dirigían al pueblo más cercano, llamado Chicago, a tirarse el I Ching en los cafés de Wicker Park, o a jugar a perderse en las playas del lago Michigan, o simplemente correteaban conejos de felpa entre dos apartamentos que se encontraban en lados opuestos de la misma calle. Flujo y reflujo, crepúsculos con Lucy y Lucía, amaneceres con Lucía y Lucy, preguntas sin respuestas, traducciones entregadas tarde, encías que sangraban —todo era un rodar indefinido de días, hasta que las dos, como si fuera el primer paso de un sutil complot femenino, llevaron al apartamento a un tal Aldo Quintanilla una noche después de habérselo encontrado “de pura casualidad” en el taller de escultura del Institute. Aunque tenía dos años de estar estudiando en Chicago, no lo habíamos conocido antes porque la mayor parte del tiempo se la pasaba encerrado en su estudio o de viaje en el exterior, dizque montando exposiciones de su obra. Esa noche hacia el final del semestre, mientras comíamos y ellos se preparaban para regresar a la escuela, Lucía comenzó a elogiar el lado viril de sus esculturas, que Lucy y ella habían visto reunidas en su estudio y les habían encantado. Lucy se unió a la barra y Aldo, ascendido a florero de mesa, habló sobre sus últimos trabajos, sobre la hipocresía de los falsos intentos y sobre cuanta mierda habla un artista cuando se pone a hablar de sí mismo.

—El problema es que si no soy sincero conmigo mismo, no puedo serlo con nadie más —dijo después de haber comido como caballo lo que yo había cocinado para Lucía y Lucy, y agarraba uno de mis Marlboros sin pedirme permiso y lo encendía con mi encendedor.
—Necesitas algo que te devuelva a ti mismo —aportó Lucía con entusiasmo, mirándonos de reojo a Lucy a mí—. Entiérrate la espina dorada del famoso poema y así volverás a sentir el corazón.
—¿Una cerveza, alguien? —pregunté de mala manera, levantándome ruidosamente y yendo a la cocina.
—Tráeme una a mí, Nachito, plis —dijo el galán.

El cambio se coló como una corriente de aire por la ranura de la puerta. Traté de convencerme a mí mismo de que se trataba de algo pasajero, después de todo ellas eran amigas inseparables y la presencia de un hombre cambiaría su situación, pero también supe que las cosas iban por mal camino cuando las dos comenzaron a bromear habitualmente sobre él, especialmente Lucía:
—Dale un mordisco —le decía a Lucy—. Ya verás como cae.

A mí no me quedaba más remedio que unirme a las bromas, aunque lo que verdaderamente hiciera era echarle tierra y entre chistes tratar de impedir que creciera en importancia:
—Tené cuidado —le decía a Lucy, con toda la seriedad del mundo—. Si fuera vos, no confiaría en él. No te conviene.
—Sí, papá —contestaba Lucy, riéndose de mí.

Que me hicieran burla no me molestaba tanto. Lo que me caía contra las patas era que Lucía una y otra vez nos estuviera recordando al susodicho, su energía, su vitalidad, ¡ay! la colonia tan rica que usaba.

Llegó el momento en que todo se volvió Aldo aquí y Aldo allá. Si decidíamos ir al cine, íbamos a una sala que fuera conveniente para él o a la tanda que a él le conviniera. Lucy ya no llegaba a cenar con la misma frecuencia, pero cuando se aparecía siempre traía una o dos botellas de vino. Y desde luego era el chavalo de la película quien las cargaba caballerosamente en una bolsa de papel kraft. Esas veladas de pareja me resultaban aburridas porque además de tener que cocinar para el indeseable, todo lo relacionado con ellos dos como pareja —lo que se decían y cómo lo decían, la forma de mirarse en comunicación silenciosa—, indicaba que se estaban viendo con regularidad, y yo no quería ser testigo de esa atracción que provocaría la debacle mi imagen doble. Pero al mismo tiempo sentía que aún estaban negociando sus carnes, y verlo a través de ese lente me llenaba de esperanza, la del tipo inútil pero por eso más intensa. Y entonces, entre los temas de Nino Rota, las botellas abiertas y el humo azul, descubría a Lucía tratando de adivinar el contenido de mis silencios; cuando encontraba lo que andaba buscando (que era siempre), eludía mi mirada y se internaba en las conversaciones de las que yo hacía rato había dejado de participar.

La noche que fuimos a ver a Marcel Marceau en el Schubert Theatre, terminamos en el apartamento de Lucy. Su roommate dormía plácidamente en su cuarto, así que tuvimos que limitar la velada al cuarto de ella. El semestre terminaba la semana siguiente, por eso la ocasión se tornó aún más festiva, cuatro ansiedades que se dispusieron a apagar sus respectivas sedes con cerveza helada, conversaciones variopintas y canapés a granel. En lo personal, me entregué a la faena con unas ganas que no sentía desde hacía varias semanas (para ser más preciso, desde el día que conocí a Aldo Quintanilla). Aldo, de facciones rapaces y gestos ávidos, observaba con insistencia a Lucy; con la mirada seguía el contorno de sus nalgas, la cadencia de sus caderas y Lucy, sabiéndolo, se levantaba a menudo para mostrarle el torso de perfil o un ángulo que valiera la pena ver. Definitivamente que esa noche la voluptuosidad y el deseo se dieron una vuelta por ese cuarto. Cada uno de sus gestos, cada mirada juguetona, cualquiera de sus minucias precoitales se convertía en una pieza más de un nuevo rompecabezas —el de ellos— que se iba armando a expensas de la ruina de mi precario y ridículo triángulo: los lados se desvencijaban, los vértices se resquebrajaban y las bisectrices se fracturaban cada vez que Aldo se acercaba a Lucy a susurrarle cualquier cosa y ella, mostrando una sonrisa insolentemente lúbrica, le contestaba algo destinado sólo a él y se movía al compás de la música para acomodar sus concavidades al cuerpo de él. En algún momento traté de verla de la misma manera que él pero lo que vi no me gustó por sucio y pedestre y lo solté y después ya no supe casi nada porque la noche y sus eventos se perdieron en la seriedad o la ridiculez de las películas de Almodóvar, las ciudades invisibles de Marcel Marceau y los trenes de Silvio Rodríguez, que pasaron a ser la excusa para ir a comprar otro doce, que yo mismo fui a buscar porque la atmósfera del cuarto estaba tan saturada que era nocivo para la salud. Por lo menos para mi salud.

En la pared frente a nosotros estaba un espejo de medio cuerpo y sentada a mi lado, Lucía. En él se reflejaban las patas de las sillas y parte de nuestras piernas cruzadas. Fuera del campo de reflexión Lucy y Aldo se entretenían entre sí. Seguro de su presa, Aldo de pronto fijó sus ojos en mí, me miró mirarme al espejo y sonrió una sonrisa que por un segundo fue de victoria. Agarró a Lucy de la cintura y se la trajo para que nos reflejáramos los cuatro.

— Así debería de ser siempre —dijo con su acostumbrada arrogancia, señalando los cuerpos que se reflejaban de la cintura abajo—. Juntos, separados, truncados, mostrando únicamente la bajeza de nuestros instintos—. Y alzó su vaso para proponer esta pendejada—: Brindo porque el misterio y la oscuridad rijan nuestras vidas.

Aprobación casi unánime, risas, brindis al aire y creo que fue ahí donde me di cuenta que mi momento había pasado y que había sido desplazado y ya éramos otra cosa, ya no un triángulo sino un círculo o un rectángulo, un paralelepípedo o las patas de una araña, cualquier forma menos un triangulito que se desvaneció penosamente en el aire.

—Aquí no se puede respirar —dije levantándome de la silla—. Estamos demasiado apretados.
Aldo se zafó de Lucy, caminó lentamente al otro extremo del cuarto, dio la media vuelta, separó las piernas y me retó a un duelo al estilo Jim West (mi gran ídolo de la adolescencia):
—En este pueblo no cabemos los dos —dijo con voz ronca y cervecera.
Desenfundé mi Colt Trooper .357 antes que él.
—¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Listo, servido y peinado de moña, caballero —y soplé el cañón y regresé la pistola en la pistolera tras haberla girado un par de veces. Nadie juega con mi Jim West.
—No —contestó él, yéndose hacia atrás—. Solamente un rasguño. ¡Toma, bastardo! —y de su bota sacó una derringer .44 de un solo dum-dum.
Detonación y golpe en el pecho; me llevé las manos al corazón y comencé a desplomarme. Pero antes de caer tuve tiempo de meterle tres balazos más: —¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Hijo de la gran puta, con seis ya no podés.

Al tiempo que yo expiraba, Aldo se tambaleó hasta donde estaba la cama, cayó en ella y murió de muerte melodramática. Lucía y Lucy, activas espectadoras del duelo, se revolcaban de la risa, y Lucy, en un ataque de histrionismo, se lanzó sobre el cuerpo aún caliente de Aldo y lloró desconsoladamente mientras lo llenaba de todo tipo de besos, unos largos y otros cortos, unos en la boca y otros en la frente, mientras los anteojos se le torcían de un lado para otro. Los puñetazos del roommate en la pared cortaron de un golpe las carcajadas y el grupo se dispersó abruptamente hacia todas direcciones, Lucía corrió a terminar de reírse a la cocina, Aldo se encerró en el baño, Lucy le bajó a la música. Yo quedé tirado en la alfombra, enfrentando, al igual que Charlie Brown, el espejo que estaba frente a mí y me regresaba el reflejo de la extraña lucidez de mis ojos. Me levanté lentamente, no sé por qué me saqué el anillo de matrimonio; sin que nadie se diera cuenta lo dejé junto a una de las sillas para que fuera la última pieza de una imagen que ya no me pertenecía, una imagen con siete balazos y cuatro bocas ensangrentadas. Me sacudí el polvo de los pantalones y le dije a Lucía que ya era tarde y que nos fuéramos. Sentados sobre el futón, Lucy y Aldo se alzaron de hombros y volvieron a internarse en su mundo de miradas pegajosas.

A la mañana siguiente desperté temprano, inquieto. Molesté a Lucía hasta que se despertó y después, mientras platicábamos cubiertos completamente por las sábanas, le besé el ombligo: volvió a ser el suyo. Hicimos el amor sin prisa y nos quedamos dormidos.

A media mañana me bañé y todavía sintiendo las cervezas, fui a entregar unos contratos que había terminado. Al regreso me detuve en el teléfono público de la esquina, y llamé a Lucy. Nadie contestó, pero de todos modos decidí ir a su apartamento. Dos niños tirándose una pelota de fútbol americano interrumpieron su juego para verme tocar el timbre como un idiota. Pensé escribirle una nota pero mejor fue regresar al apartamento sin dejar rastro. Llegué soñoliento y traté de dormir pero Lucía, que no había dicho nada desde el beso de saludo, llegó a informarme que Lucy y Aldo habían pasado dejando el anillo, que se habían quedado un minuto nomás. Se sacó el anillo del bolsillo y me lo puso en el dedo.

—Y te tengo un chisme sobre ellos —dijo, sentándose en el borde de la cama.

Ricardo Armijo, Nicaragua, Estados Unidos © 2005

ricardo.armijo@sbcglobal.net

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