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Capirote

Omnia a quibus quae timebam, nihil neque boni neque mali in se habere,
nisi quatenus ab iis animus movebatur.

Baruch de Spinoza, De intellectus emmendatione, 1
El calor de la noche es agobiante. Me he asomado a la ventana. La ciudad está inmóvil y no se escucha más que el canto lejano de un grillo. Parpadean sobre el horizonte infinidad de luces; amarillas, blancas, rojas, de colores. Cómo cambian las cosas, pienso ahora. Los emblemas difieren y uno con ellos. Pudo haber sido el peor día de mi vida. Y sin embargo fue el día de lo insignificante, el día de lo fútil. Era un niño; no recuerdo exactamente en qué momento. Ocho o nueve años. La clase tampoco la recuerdo con precisión; lenguaje o geografía. Creo que sí, que era la clase de lenguaje: las variantes pronominales son me, mí y conmigo.

A pesar de la hora que es, deduzco que el cemento y el asfalto estallan, incandescentes: han acumulado el calor del día y es en estos momentos cuando empiezan como a exhalarlo, a devolver a la atmósfera el abrasador vaho que recibieron durante varias horas. Las cosas cambian, a veces más rápidamente de lo que uno ve. De modo que en ciertos momentos se hace difícil saber si se es protagonista o espectador; a veces he creído ser una cosa y estaba siendo lo otro.

Un día, que yo creía era como cualquier otro, en realidad sería el día de mi nacimiento; otra cosa, el día en que quedé marcado de por vida. La maestra preguntó si alguien sabía lo que significaba la expresión “tonto de capirote”. Yo levanté la mano, y dije que era un método que antiguamente se empleaba en diversas situaciones; sin embargo, lo más frecuente era que en las escuelas a los alumnos más ineptos, les hacían llevar una especie de caperuza, a veces adornada con orejas de burro, y que era la marca de la estulticia; generalmente el castigo iba acompañado de una larga permanencia en una silla, de cara a un rincón del aula.

Sopla un poco más fuerte. Se mueven las copas de algunos árboles. Pero hasta donde yo me hallo no se alcanza a sentir; es un apartamento en un quinto piso, está más alto que los árboles y por eso el viento ha pasado de largo. La cifra entonces varió, lo que yo daba por cierto no era más que una voluta de humo. En el salón hubo un mutismo abisal. Debió haberse paralizado la escuela completa. Todos mis compañeros voltearon a mirarme, entre atónitos y rabiosos; el único que supo la respuesta correcta era yo, ningún otro tenía la más remota idea de qué cosa era un tonto de capirote.

Veo un furtivo remolino de polvo en la calle, se deshace con la misma facilidad con que se hubo formado. En la distancia, la ciudad es apenas una masa amorfa y oscura. Las lámparas fluorescentes centellean vigorosamente y a contraluz veo el sucio que vuela y cae de nuevo sobre la acera gris. Una hoja de periódico se pierde en la lejanía, el viento la arrastra o la eleva. El río no es el mismo y el bañista tampoco. Siempre supuse que, si algo propiciaría algún mote sería mi miopía o mi caminar de pingüino. Pero no fue así, no fue ninguna de las dos cosas, sino mi solitario acierto. Eso fue lo que representó mi distintivo infame y subrepticio. Como a las reses, ese hecho me marcó a fuego, para siempre. ¿O no?

En efecto, yo tenía un nombre oculto y risible. Mía era la designación secreta y ridícula, mía la injuria y mío lo velado de la injuria. Para mí se reservaba lo sinuoso y sus consecuencias grotescas. Sólo que yo no lo sabía. Clandestinamente, mis compañeros me decían “Capirote”. Y yo lo supe hace poco, casualmente. Debo el hallazgo a un condiscípulo borracho que salía de un bar; me vio, se acercó y, entre bocanadas de su hediondo aliento me lo confesó. Sin que yo lo hubiera llamado, un día apareció un antiguo compañero de clases, y en medio de su ebriedad me llamó “Capirote”.

Eso nunca me lo dijeron, jamás mis adláteres se dirigieron a mí en esa forma. En ningún momento dejaron escapar que, a mis espaldas, yo fui bautizado con un nombre ridículo, con un nombre que no demostraba mi estupidez sino mi diferencia. O, en todo caso, la diferencia: la paradoja que siempre se me escapó consistía en que el alumno que dio la respuesta correcta fui yo; sin embargo, el destinatario del escarnio soterrado también era yo. Era como una suerte de nombre secreto que yo llevaba, aún sin saberlo, y que el grupo utilizaba sigilosamente, como una contraseña que recordaba mi disimilitud, mi exclusión de la comunidad.

Ahora entiendo; para los otros estudiantes, el tonto de capirote era yo. El que llevaba el sombrero de la vergüenza, el signo último de la afrenta absoluta, era yo. Solamente que era un capirote invisible, formado por el consenso de las voces que, justamente cuando yo me acercaba, dejaban de ser tales y pasaban a ser silencio y un poco de disimulo. Pero la rabia y el desprecio eran los mismos, el cinismo y la burla eran los mismos.

El viento cesa y creo que hay menos calor. Me ha dado un poco de sueño, probablemente sean las tres de la madrugada. Mi nombre secreto era mi estigma, lo que me diferenciaba del resto, la campana con que el lazarino anunciaba su peste. Es sólo un instante, que recuerdo mucho después y en seguida desaparece. Llega y se va, como el remolino callejero, como la rápida intermitencia de las luces, el vertiginoso parpadear azuloso y brillante que se cuela por los postigos de mi balcón. Y se me hace que acaso es igual de inocuo.

Me tranquiliza un poco pensar que, de alguna manera, la abyección que se me atribuyó fue ineficaz: yo la ignoraba. Y creo que fue justamente eso lo que me mantuvo a salvo de la misantropía. Mis compañeros de clase se mofaron de mí y me odiaron en silencio, pero yo a ellos no; de modo que yo fui inmune a la hosquedad y ellos no.

Yo pasé, indemne, por la escuela, por esos años, por éstos. En estos momentos quizá ellos recuerden, si no con furia al menos con desaliento cómo sus insultos fueron inocuos en mi vida. Y si ahora no lo son, me sirven de enseñanza, lo que es aún mejor.

Y en cierta forma, allí ha estado siempre mi victoria, incógnita también. Ha sido, si se quiere, una victoria desconocida hasta para mí mismo, pero victoria al fin y al cabo, no menos digna que otras, no menos trascendente que las demás. Nada me ha turbado, nada me ha espantado. Igual que el polvo de la calle no se cuela hasta mi piso, igual que el viento entre los árboles no me perturba, la memoria nada me ha dejado. Ningún residuo tengo: no hay inquina ni congoja. Solamente es un recuerdo, parecido a la polvareda de la calle, que lo trae una ráfaga y otra lo dispersa casi inmediatamente. Igual que el titilar de las luces callejeras no me ciega, igual que la imprecisa silueta de la ciudad poco puede aturdirme, ahora sólo me puebla un recuerdo efímero y leve, que transita y desaparece sin huellas.

Todo fue, entonces, vano: yo ignoraba el mundo y sus rugidos, por eso he transcurrido sólido y simple. De puro ingenuo, es cierto, pero he sido irreductiblemente tranquilo. Ya lento, ya lento: poco importa: sólo sé que a fuerza de candidez he terminado por reconocerme en lo impoluto y en lo despejado. Si me define el Capirote, sea. Me basta saberme invulnerable.

Alberto Quero, Venezuela © 2023

ajquero175@gmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2023

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