Por enésima vez, el maestro pregunta qué significa el título. "El sur". Nadie le responde. Algunos se esconden en sus cuadernos; otros fruncen el ceño, entre irritados y sorprendidos; los más parecen perdidos en llanuras aún más lejanas. Yo lo miro con cara de tedio.
Vuelve a preguntar, con otras palabras… descubro en sus ojos una chispa a punto de encenderse. La llamita de ira brilla un momento y se apaga despacio. El maestro se sienta, respira hondo, nos lee el penúltimo párrafo:
"Salieron, y si en Dahlman no había esperanza…"
Las palabras salen de su boca monótonas y huecas. "…que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo..." El texto no es malo, el lector tampoco. Al contrario, conoce bien esas líneas, cuida los matices, enfatiza cada palabra significativa, la muerde como si fuera una de esas nueces que con un poco de fuerza se quiebran "…hubiera podido elegir o soñar su muerte…". No señor, por más que module, le será imposible romper la cáscara que encierra esas palabras, esas frases, en una esfera remota.
El no lo entiende, o no se da por enterado. "Dahlman empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura". Tras una solemne pausa, alza la cabeza y nos mira con ojos de rata o como un Dalhman deslumbrado por el sol. Luego nos pregunta qué significa el final del cuento. Silencio. Por no variar, ni principio ni final estimulan respuesta alguna. El hombre nos mira. Por un instante confunde mi atención con simpatía. Se levanta y se acerca a mi pupitre, busca en mi cara la de un interlocutor… La luz esperanzada de sus ojos no tarda en esfumarse: hojeo mi libro como si en él se ocultara alguna fórmula mágica… Lo siento arquear los hombros, volver a su escritorio, sentarse. Cuando resuena de nuevo su voz, que reproduce el inicio del texto, cierro mi libro, " …en 1939, uno de sus nietos", y lo observo. Cada centímetro de su saco es un homenaje al tiempo, todo gastado y percudido. "…era secretario de una biblioteca municipal.." Sus calcetines deben estar agujereados. "…el de ese antepasado romántico…"
Yo quisiera decirle que el heroísmo que busca en el personaje –porque todos sabemos que esa palabra y no otra quiere oír– que ese destino ¡heroico! no tiene sentido. La historia es absurda, y más absurdo es pensar que vamos a creer, a tragarnos el desdoblamiento ése cuando sabemos muy bien que todas las salidas están cerradas y que el doble es uno mismo… Podría decírselo pero he optado por evitar discusiones que a mí, francamente, no me interesan. Mis compañeros han de pensar lo mismo. Lo sé, todos sabemos. Por eso nadie dice nada.
El silencio se vuelve tan pesado que el maestro alza los ojos en busca del reloj. Frunce los labios. Faltan diez minutos, largos. A punto de ahogarse en nuestro mar de silencio, se levanta como un sonámbulo. Pero se aferra a su querido texto: "Dahlman había conseguido esa tarde, un ejemplar descabalado de las Mil y una noches…". Como si caminara sobre las aguas, el hombre se pasea de un lado a otro, enfrascado en la implacable lógica que une al mentado libro con el batiente abierto. Se va acercando al fondo del salón…tan distraído como su torpe personaje. Los más osados lo miran de reojo. Yo no lo pierdo de vista. A unos pasos de la ventana, pregunta o cita: "un murciélago, un pájaro?", y se detiene. Se oye un suspiro ahogado. El gira. Retoma su lento ir y venir, la historia de los antepasados, las miserias del hospital, pero esquiva el momento del golpe... Ahora, inmóvil, profundiza en el sentido del viaje; se deleita en "la luz amarilla del nuevo día", que se inventa o reconoce Dahlman. "Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado…"
Nosotros tampoco. Todo eso ya lo sabemos. Ha repetido tantas veces las mismas frases, las mismas preguntas que hemos adivinado todas las respuestas esperables y posibles, y algunas más. No se lo hemos dicho. Queríamos que lo descubriera en nuestros repetidos silencios pero en eso es mal lector.
Un mal lector y un hombre extraño, yo lo conozco bien: por más somnolencia o desinterés que aparente, no pierdo el menor detalle. Como ahora que, de pronto, olvida nuestra empecinada indiferencia y empieza a exaltarse. Se acerca al final, a la salida, a la explicación del desenlace. Casi choca con la ventana abierta, pero el entusiasmo lo detiene a un milímetro de distancia. Gira, se vuelve hacia mí justo en ese momento, en el instante en que la ficción, la imaginación, está a punto de salvar al personaje de su vida mediocre. En sus ojos la llamita de ira resurge, resplandece, se extiende hasta encender también su voz que se eleva en un vano intento de propagar el incendio y abrasarnos a todos. "…hubiera sido una liberación para él, una felicidad, una fiesta", "una fiesta", repite casi entusiasmado.
Su voz no nos toca; nos llega apagada por el muro de cristal, la cortina de lluvia que hemos tendido, entre su lectura, sus expectativas y las nuestras. Somos inmunes. Sabemos bien que su sueño es quemarnos, recoger con sus manos nuestras cenizas tibias y tirarlas al pantano, al páramo, al viento, según el libro que haya hojeado antes de dormirse. Con variantes, noche a noche nos aniquila. Pero siempre despierta antes de tiempo. Por eso no se ha dado cuenta de que, sin nosotros, no es nada. Ya debería saberlo, él mismo nos lo ha repetido: el texto vive por sus lectores. Y nosotros precisamente somos eso, su público cautivo, sus lectores infatigables, sus coautores. Como tales nos asumimos, nos callamos.
El no sabe leer fuera de las palabras, no puede entender que nosotros sí hemos comprendido todo. Activos partícipes de su texto, hemos decidido dejarle la delantera y guiar sutilmente sus pasos. Nuestra provocación no es accidental. En su delirio, Dahlman quiso tapar la realidad con su libro, imaginarse ajeno a los peones, ¡huir!. La voz del destino, no sólo la del patrón, lo nombró y lo empujó a la llanura. O eso quiso creer. Nosotros hemos comprendido todo. Sabemos que "el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones". Sabemos que a la realidad le gustan las simetrías. A nosotros también. Los anacronismos, en cambio, nos parecen recursos superfluos. Por eso no nos hacen falta migas de pan ni palabras para llevar a quien así lo quiere hasta el borde del heroísmo. Nuestra trama es más sencilla: en el más común de los escenarios, nuestro aspirante a héroe deberá pasar la dura prueba y descubrir en ella su destino. En eso pienso, en eso pensamos todos, mientras él diserta sobre "la cifra del Sur" con la mirada encendida, perdida, camino a la ventana.
Suena el timbre. Hoy no se le revelará el sentido profundo de nuestro texto. Nos quedan dos días más. Paciencia, nos sobra, es lo único que hemos aprendido de él. Lo miro mientras, ya de espaldas, guarda uno a uno sus objetos inútiles. Su libro deshojado, sus pantalones manchados de gis, su cartera descolorida son pistas falsas. Tras esa facha se esconde nuestro héroe, el nuestro, el que mañana, a más tardar mañana, deberá descifrar en nuestro silencio el acto heroico que lo librará de una vida gris y una muerte mezquina. Mañana, penúltimo día del curso, dará el salto decisivo. Sin dagas milagrosas ni gauchos pendencieros, superará a Dahlman. Sin esperanza ni temor, sabrá ser todo un héroe, único, verdadero, nuestro.
Mas si, como hoy, se pierde en los vericuetos del texto, si vuelve a las andanzas sin seguir nuestras mudas indicaciones, el jueves, último día de clases, tendrá que confrontar el otro final. Ya no coautores sino autores omniscientes de la historia, lo empujaremos hasta el límite. Ahí, de cara al sur, a las nueve de la noche en punto, en el instante en que suene el timbre, sentirá en la sien un golpe, se mirará las manos ensangrentadas y, sin tiempo de elegir o soñar otra muerte, se verá precipitado hacia un destino que no supo abrazar por cuenta propia.
La ventana siempre está abierta. El libro es otro pero, para simetrías, basta.
Lucía Melgar, México, Estados Unidos © 2000
lmelgar@avantel.net
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