Hay historias que sólo deberían contarse junto a la chimenea, a media luz, en el silencio del campo. Contarlas en voz alta, en medio de este ruidero, les da un tono de chisme que no merecen pero, en fin, Ud. me preguntó por mi trabajo, yo le contesté y, casi sin querer, le conté los cuentos de todas esas gentes que pasan por mi mesa, porque el local es tan chico que llamarlo oficina como que es pretencioso. Y así llegamos a éste que yo llamo mi "caso curioso", no por lo raro de ellos, o no sólo, más bien por la curiosidad que sentí entonces y que sigo sintiendo, de saber, de adivinar o imaginar el por qué o el cómo, el antes y el después. Nunca me había pasado. En general, atiendo registros de niños, solicitudes de matrimonio, trámites de esos que traen la promesa de felicidad encerrada en el nombre, en los nuevos nombres, en la conjunción de nombres y apellidos. Siempre me fijo en las caras para quedarme con algo de su dicha pero al cabo de la semana son tantas o tan parecidas que se me olvidan. De ellos recuerdo los rasgos pero me grabé sobre todo los ojos y la voz de ella, el silencio y las manos de él y sus figuras enlazadas a la salida. Hay veces en que creo reconocerlos en alguna pareja que llega a pedir fecha para casarse... pero no son y me da pesar porque, sabe, he llegado a soñar que vuelven a casarse y que vienen precisamente aquí, al juzgado décimo, un día soleado como aquél, para borrar el pasado. Y no. Pasan los años, más de cinco ya, y no vuelven. No sé por qué su recuerdo se me fijó tanto. La historia a fin de cuentas es una de tantas.
-Venimos a firmar una solicitud de divorcio.
-¿Tienen hijos?
- No. Es divorcio administrativo.
-...
-No hay bienes ni hijos. Me dijeron que podíamos firmar hoy.
-¿Lo quieren en dos firmas?
-Sí.
-Bueno.
Menos mal, pensé, porque aquí no somos como en otros lados donde, por el doble, le facilitan el chiste a la gente y en un chas chas, dos por tres, le dan a usted su papelito de libertad. Aquí, no, aquí somos derechos. Fui al archivero y saqué los papeles.
-¿Traen sus actas de nacimiento?
-Sí, aquí están.
Las puse junto a mí y, como siempre, sin levantar la vista de mis papeles, inicié el interrogatorio de costumbre. Nombre del esposo, edad, dirección, ocupación. Nombre de la esposa, edad, dirección, ocupación (¿para qué si casi siempre son esposas y amas de casa y lo demás no cuenta?). Me contestaba siempre la misma voz, la de ella, firme pero muy baja. ¿Por qué siempre contesta ella? Levanté la vista. Me dirigí a él, contestó ella otra vez ¿Por qué contesta ella? Me les quedé mirando. Se parecían y en ambos se notaba un mismo fondo de silencio extraño. Los ojos de ella chocaban con el tono de su voz, como idos, o sólo muy tristes. Su voz, en cambio, era serena, las palabras mecánicas salían claras, casi ligeras. De él se hubiera podido decir que era testigo mudo de su desdicha. Parecía que iba a hablar y que la voz se le negaba. No sé si así quise verlo o así lo vi pero me pareció tenso, casi asustado, y sus manos temblaban un poco. Eso puedo decirlo yo que me fijo en todos los detalles porque en realidad él casi no movió las manos de la mesa, más bien las apoyaba como hace mi sobrino José cuando no quiere que se le noté que está nervioso. Claro que a la hora de firmar... No, de hecho, en ese momento, él se controló y firmó rápido pero sin tropiezos. En la firma de ella ni se nota pero la verdad es que se quebró. Se lo ví en los ojos, por un instante arrasados de lágrimas.
-¿Traen testigos?
-No... nos dijeron que aquí podíamos encontrar.
Había poca gente en la sala. ¿A quién se le ocurre empezar el día divorciándose?, pero, bueno, cualquiera serviría.
-Cuando se vayan, les consigo la firma.
Así no tienen que pasar más penas, pensé. Es lo usual: a nadie le gusta exhibirse de ese modo. Pero, como si quisiera asegurarse de la validez de su sentencia o como si no le importara dar explicaciones, él -¿por qué él?- se acercó a un señor que estaba registrando a su hijo y como moliendo cada palabra le preguntó si cuando terminara podría firmar de testigo en unos papeles. Así, claro, se prolongó el trámite. En medio de los berridos del niño, Juan García Peña, Hidalgo 3, Col. Margaritas, obrero, 33 años y su hermano, Martín, mismo domicilio, 32 años, velador, me dictaron sus generales y luego estamparon su firma.
-No se necesitan los mismos después, ¿verdad? -murmuró ella.
-No.
Ya con todos los datos, junté la solicitud con sus actas y sus identificaciones. Me di la vuelta despacio, tratando de mirarlos de reojo, caminé hasta el altero de trámites en curso, los acomodé hasta arriba y regresé a mi mesa.
-¿No necesitamos algún papel?
-No.
-¿Ningún comprobante?
-No. Vienen en un mes y firman.
-Bueno. Gracias.
Ya encaminados hacia la puerta, él se volteó y nos dio las gracias a mí y a los testigos que todavía estaban allí juntando sus papeles. Luego se acercó a ella, parada junto a la puerta, y le pasó la mano por la cintura. Ella lo enlazó también y salieron caminando muy despacio.
Hay veces en que quisiera tener un telescopio mágico para ver qué pasa en otros lados. Si fuera telefonista, capaz que me ponía a oír las conversaciones, sabe, como en esa película rara donde un viejo se dedica a espiar a sus vecinos... Rojo, creo que se llama. Sí. A lo que se puede llegar con las comunicaciones modernas, ¿no cree? Y no es que sea curiosa. Al contrario, a mí me educaron muy bien y soy muy prudente. Tampoco son gajes del oficio, como dicen, porque, como ya le dije, aquí, bueno, en el juzgado, todas las gentes se parecen o al menos en las que yo me fijo, las que vienen a traerme unos rayitos de felicidad. ¿O será que así las veo? Es verdad que me gustan las novelas rosas, pero no es por eso... Aunque nunca me casé, sí sé lo que es el amor y la ilusión de la boda... Bueno, aunque la civil aquí no cuenta tanto porque, ya sabe, la ley que se toma en serio es la religiosa, por raro que suene. Tampoco es que tenga tanto callo con los divorcios. Con decirle que en ese mes que le cuento sólo hubo dos. Aquí la gente casi no se divorcia, no está bien visto, o será que cuando pueden van a los juzgados de precio especial. Los que no tienen hijos, claro, los otros no me tocan porque ya ve que siempre salen de pleito y necesitan abogados y papeles al por mayor, idas y venidas, que si yo me quedo con la casa, que si los hijos son un estorbo, que si con ese gasto ni para calzones alcanza. Qué feo, ¿verdad?, que en eso acabe tanta ilusión. Por eso prefiero ni darme por enterada cuando viene mi compañera a contarme los casos. Son horribles y me quitan la alegría que me dan los matrimonios... así que mejor le digo que no sea chismosa, que tenga ética profesional, como dice la licenciada....
Pero esos dos sí me dejaron con la curiosidad. ¿Adónde fueron después? Iban tan abrazados, como si en vez de firmar esos papeles acabaran de comprometerse. Pensé en ellos todo el mes que prescribe la ley y casi esperaba con ansia su regreso. Imaginaba que tal vez no volverían. Nunca es tarde para arrepentirse. A veces los veía llegar como se habían ido, pero en esta nueva visión él hablaba y ella no, ella temblaba y él no. Hasta me puse a pensar en cómo preguntarles cómo habían pasado ese día -tan largo, digo yo-, esas semanas... Inventé mil frases, incluso conversaciones. A ratos me decía que no debía ser imprudente, otras que no me iba a atrever, otras que, total, por una preguntita no pasa nada. Contaba los días que faltaban.
Y justo esa mañana me atropelló el camión. Ya sabe lo cafres que son los choferes. Iban dos echando carreras y, así, el que se pasó el semáforo y chocó con un taxi se vino para la banqueta y me aventó. Menos mal que había frenado, si no ni lo cuento. Creo que me desmayé pero sólo recuerdo bien que cuando me querían subir a la ambulancia les dije que no, que no tenía nada y que me llevaran al juzgado. Ni caso. Me llevaron a la Cruz y ahí me dijeron que me había roto dos costillas y que me iban a inmovilizar. No, les contesté, yo tengo que trabajar, si no de qué vivo. Pero ni remedio.
Al principio cada día me pesaba más estar allí tirada, sin saber. Claro que me fastidiaba de estar en la cama y encerrada pero más me molestaba no saber. Hasta que vinieron a visitarme o, más bien, me fui a visitarlos.
La primera vez fue la más bonita. Los seguí por la calle hasta un edificio de departamentos, cerca del centro. Iban abrazados, callados y a ratos sólo se miraban a los ojos. Empezamos a subir las escaleras y en el primer descanso, él la levantó en brazos. Ella se rió, se miraron y se besaron. Casi como de Cinema paraíso, ¿ya la vio?.Me sentí de más y ya me iba, cuando vi que volvían a subir; bueno, él, porque la seguía cargando. Se paró en una puerta del tercer piso y, sin soltarla, sacó la llave y abrió. Antes de que la puerta se cerrara, me deslicé por el hueco. Estaba obscuro y me tropecé, pero él no. Se ve que era su casa. Llegaron hasta la recámara. El la acostó en la cama y, sin una palabra, la fue desvistiendo. Ella, con los ojos cerrados, temblaba ahí sí de veras como una hoja. Lo demás... Sólo le diré que estuvieron allí hasta la noche. Yo ni en las películas, y eso que he visto muchas, había visto algo así, tan ¿como le diré?, apasionado... raro. Claro que ellos no sabían que yo estaba allí... me hubiera dado vergüenza. Pero ni del tiempo se daban cuenta, sólo de ellos, de sus cuerpos, de sus voces, de sus manos. Luego se vistieron y, abrazados y besándose, como novios le digo, se fueron andando hasta el café ése que está en la esquina de Juárez. Pidieron algo de cenar pero casi no tocaron sus platos. Sólo se miraban. De repente a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y, para controlarse, empezó a comer. Luego, con una voz opaca, se puso a decirle que todo era absurdo y que no entendía nada. El le soltó la mano que no había dejado de acariciar y la miró con sorpresa. Empezó a darle una explicación que ya no pude oír.
La segunda vez fue distinta. Llegamos a la misma casa pero ni él la cargó, ni ella se rió, ni se besaron. Subieron las escaleras sin tocarse ni hablarse. El abrió la puerta y vimos un pasillo lleno de cajas. Ella miró su reloj y dijo que faltaba media hora. El ofreció preparar un café y se metió a la cocina. Ella se sentó en una caja, dijo no es posible y sacó un cigarro. Al rato vino él con dos tazas y se sentó en el suelo. Le pasó el brazo libre por los hombros y la atrajo hacia sí. Ella reclinó su cabeza en el hombro de él pero no soltó su cigarro. Más bien se aferró a él y luego a su taza. Se veían tan incómodos... casi ridículos. Por fin llegó la mudanza. Ella fue a abrir, él se levantó. Cuando los cargadores bajaron todas las cajas, ella fue hacia la puerta. Te acompaño, murmuró él. No, gracias; mejor no. Lo miró como si lo amara, se acercó para besarlo en la mejilla, pero él la abrazó fuerte y se besaron. Ya me voy, dijo por fin. Te acompaño. No. Nos vemos en un mes. Paso por ti, dijo él. Bueno. Hubiera querido abrazarla mientras bajábamos las escaleras pero no me atreví. La sentía tan frágil que la menor muestra de ternura acabaría de quebrarla. Preferí respetar la dureza con que se iba revistiendo peldaño tras peldaño. Llegamos a la calle. ¿Trae coche?, le preguntó un cargador. No, me voy con ustedes. Nos vemos, quise gritarle cuando el camión dobló en la esquina. Creo que sólo levanté la mano. Ni me vio. Volví al edificio y subí al tercer piso. La puerta estaba abierta. Entré. Al fondo oí su voz. Sí, ya se fue, decía en el teléfono. No, hoy no, mejor mañana. Estoy cansado. Sí, en un mes. No, no voy a verla, no te preocupes. Sí... Y colgó.
No voy a contarle todos los episodios porque cada vez se fueron haciendo más tristes. No sé por qué me costó tanto imaginar algo más lógico o alegre en esos días. Tampoco entiendo por qué ella era siempre la más fregada... ¿Ud. cree que así pasa siempre?
Cuando volví al trabajo, busqué el expediente en el archivero. Sí, habían vuelto y ya les habían entregado el acta. Podría haber preguntado cómo había estado pero preferí no oír comentarios. En la tarde mi compañera me dijo que el día de mi accidente había venido a divorciarse una pareja bien rara. ¿Como novios? exclamé sin pensar. Ella me miró sorprendida y abrió la boca para explicarme. ¡Ah, ésos!, le dije y me di la vuelta para que no me contara. Mejor me quedo con mis sueños, ¿no cree? así puedo escoger el que más me guste o inventar otros. Al cabo de los años me he quedado con el primero; lo que es más, he llegado a pensar que los que firmaron el acta fueron otros. Si hubieran sido ellos ya habrían vuelto para casarse. ¿No le parece?
Oiga, ¿qué le pasa? Ni que le hubiera contado una historia de fantasmas... ¿no es Ud. periodista? Seguro que ha oído casos más raros que éste o ¿está creyendo que estoy loca? No, ni me invente que no es nada, mírese las manos... exactamente así le temblaban a él.
Lucía Melgar, México, Estados Unidos © 2000
lmelgar@avantel.net
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