Ella mimetizó en sonrisa el golpe, no es que pretendiera nada serio a sólo unos pocos días de que salieran juntos, pero es que, tras lucirse con una sarta de sandeces, cuando parecía que no podía incomodar más la situación, encontró el modo de superarse con esa frase. Agigantó un poco más la hermosa mueca y se giró para mirarlo con decepción mientras él acababa de ponerse la ropa con la calma de quien sabe que la causa está perdida.
De un tirón se quitó las sábanas de encima y la luz discreta de las farolas de la calle que entraba transfigurada a través de las cortinas decoró su cuerpecito cuidado como templo divino entre entrenamiento, baile y ritos alimentarios que ella misma había inventado.
Con lentitud se acercó al pequeño bulto en el suelo que era por entonces su ropa y se sentó al lado a esperar que su acompañante terminara con sus zapatos y pusiera una excusa poco elaborada para salir apenas saludándola.
No tenía pudor alguno, solo le preocupaba sentir como un susurro en la nuca el aliento de la traición; quizá no fuera él quien la había traicionado, quizá ella misma se había clavado un puñal al poner sus expectativas más alto de lo que debería; según ella misma, no cabía esperar absolutamente nada, a veces se compadecía pensando que las personas que la rodeaban eran minusválidos sociales, o al menos sentimentales, incapaces de acurrucarse junto al espíritu indómito que dormía dentro de ella.
Ella era un monstruito inquieto escondido dentro de un cuerpo pequeño y delicado, apetecible a los ojos lascivos y magnético de los que eran capaces de disfrutar las cadencias de sus movimientos cuando su espíritu era poseído por Terpsícore.
Sin perder su sonrisa ni su desnudez lo vio marcharse tras un gesto que fue más un saludo cortés que cariñoso y se quedó compadeciéndose de su enésima frustración en forma de hombre, maldiciendo sin saber a quién y en silencio por no saber diferenciar si debía hacerlo al hombre deseado que no existía por no existir, o a ella misma por desearlo.
Con gestos coreográficos se vistió, como si un público inmenso y merecedor de su danza la viera hacerlo y salió en dirección al pub donde pocas horas antes dejó a sus amigas para cobijarse en el pecho de quien acababa de romper sus ilusiones.
Entró en soledad y con la gracia y simpatía que la caracterizaban hizo lo que mejor sabía hacer, lo que más la reconfortaba, lo que su ser interior le reclamaba. Bailó, bailó todo lo que pudo con la esperanza de liberarse de su estigma, bailó y gritó todo lo fuerte que fue capaz amortiguando su grito de desengaño detrás de los miles de vatios de música que la meneaban de un sitio a otro entre el asombro y la fascinación de cuantos la veían.
Su enorme sonrisa no se desdibujó ni un minuto, pero ella sabía que era una forma de llanto, un modo torpe de pedir auxilio que desvirtuaba su dolor confundiéndolo con indiferencia, tal vez irresponsabilidad, quizá insensibilidad o incluso promiscuidad. Cuando lloras, tu cuerpo y tu alma se cansan; cuando bailas también; cuando haces ambas cosas, aunque llores detrás de una sonrisa, las fuerzas se te extinguen por completo y llegados a ese punto todo se vuelve más difícil.
Volvió a su casa arrastrando los pies y el alma con idéntico esfuerzo, se sentó en la cama y sobre un block de notas de colorines se escribió una nota advirtiéndose que una vez más había fracasado, que debía tomar medidas drásticas para protegerse si es que en algún momento se sentía con fuerzas de volver a intentarlo. Revisó su nota y no se sintió satisfecha, hizo entonces un decálogo inspirado por ilusión, platonismo y alcohol que incluía autoadvertencias, amenazas, propuestas obscenas y alguna canción. Al releerlo se sintió elocuente y, aunque aún escocía la herida, se sintió también fuerte, reconoció nuevamente la luz entrando por la ventana y se acercó a ella con más pudor que cuando no llevaba ropa; miró las mil ventanas que los edificios aledaños exhibían como un juego en el que hay que adivinar donde se encuentra el premio grande y, ahora con su sonrisa de sentirse bien, volvió a la cama sabiendo que no hay suficientes fracasos en una vida que detengan a un monstruito inquieto como ella.
Marco Brunengo, Argentina, España © 2020
marcobrunengo@marcobrunengo.com
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