El guardia se dio la vuelta, disimulando un bostezo que forcejeaba por salir, era ya muy tarde, aunque no tenía seguridad de cuánto, seguramente más de las tres de la mañana; se estiró un poco con disimulo girando sobre su silla y miró a quien le hablaba a través del ventanuco fingiendo cierto desinterés. No le sorprendió en absoluto de quien se trataba, por lo que con una mueca de desaprobación le consultó qué era lo que quería esta vez.
—Sé que ya se lo hemos preguntado anoche, pero queríamos saber si podríamos salir a dar un paseo, serán solo un par de horas, es que es una noche tan estrellada que pensábamos que quizá cabría la posibilidad…
No terminó la frase, pero se quedó mirándolo como si el guardia le hubiera interrumpido, y en cuanto este le devolvió la mirada, puso cara de súplica; de inmediato y sin decir palabra alguna, los otros cinco que lo acompañaban pusieron la misma expresión, algunos incluso juntaron las manos en supinación.
—¿Pero a dónde pretenden ir con ese aspecto, no se dan cuenta que no se puede?
—Si me presta un peine yo igual…
—Pero qué peine ni qué niño muerto, con perdón de la expresión dadas las circunstancias, no se dan cuenta de que aunque me saltara las normas con esas pintas no pueden ni cruzar la calle, ¿qué van a pensar los vecinos?, que soy un descerebrado que no sé hacer mi trabajo; además, las normas son claras, de aquí no sale nadie y se acabó, no quiero perder mi empleo por unos pocos atontados que tienen hormigas en el culo y son incapaces de quedarse en su sitio.
—Gusanos.
—¿Qué?
—Gusanos, yo no tengo hormigas.
—Déjese de tonterías, además es una frase hecha, que de aquí no sale nadie y se acabó la conversación, venga, cada uno a su sitio, que esto tampoco es… lo que sea que tengan ustedes para dar vueltas.
Se volvieron con tristeza en sincronización acrobática, pero una joven pequeñita, de pelo muy largo y desprolijo, no pudo con su deseo de salir y volvió a la carga.
—Y si tuviéramos mejores pintas, si nos arreglamos, nos maquillamos un poco, nos ponemos mejores ropas…
—Y nos quitamos los gusanos— recalcó el primero.
—¡Que no!, de aquí no sale nadie mientras yo esté vigilando la entrada y se acabó la conversación, iros por ahí a asustar a los pájaros y a cambiar las flores de sitio, que aquí me están estorbando, venga, que algunos tenemos que trabajar.
Con gran resignación comenzaron a volver, perdiéndose de la vista del vigilante detrás de la niebla, pero lejos de ir cada uno a su sitio, se sentaron debajo de un gran ángel que preside la plazoleta central del cementerio a conversar.
—Y si… —dijo una señora de vestido elegante, aunque muy venido a menos por los años, todos se quedaron mirándola, pero no terminó la frase, y con gesto resignado bajó la mirada y la descansó en sus pies. Los demás la respetaban mucho, además de ser la mayor de ese pequeño grupito, era la que más tiempo llevaba en el sitio, al cabo de unos minutos incómodos por la frustración, despegó los ojos de sus zapatos carmín y retomó la conversación…— Y si… consiguiéramos vestirnos con ropa nueva, nos aseáramos un poco y saliéramos junto con los visitantes.
—Sí, y nos maquillamos.
—Eso, y nos quitamos los gusanos.
—¿Pero de dónde vamos a sacar ropa nueva? —comentó uno mirando al horizonte desanimado.
—¿Y dónde vamos a asearnos? —comentó la joven pequeñita.
—¿Y cómo vamos a mezclarnos con los visitantes? —dijo otro, contando sus dedos como si le faltara uno.
En ese momento un ruido los sobresaltó, todo el mundo se sobresalta con los ruidos en el cementerio. Todos hicieron silencio y procuraban mirar entre la niebla, entonces pudieron distinguir a alguien que ya conocían, que muchas noches habían visto merodear entre las tumbas aunque, como ocurre con todos los que están en su situación, habían aprendido a ignorarlo, los vivos pocas veces despiertan interés en las personas como ellos, pero esta vez la joven pequeñita, que parecía muy inteligente, lo reconoció…
—Es un ladrón de tumbas.
Los otros no le dieron mayor importancia, no había nada de novedoso en eso.
—No lo entienden, roba tumbas… saca cosas de dentro de las tumbas, sobre todo de las tumbas nuevas, que tienen cosas nuevas…
Todos se quedaron mirándola sin entender qué pretendía.
—Joder, que lerdos sois, necesitamos ropa buena para arreglarnos, podemos pedírsela al ladrón.
—Es verdad, aunque por qué iba a dárnosla, si la ha robado no será para ir regalándosela a nadie.
—¿Pero crees que se va a resistir a dárnosla si se la pedimos?, míranos las pintas, ¿de verdad crees que nos va a decir que no…? —comentó la mujer elegante poniéndose en pie con decisión y avanzando hacia el ladrón que, para entonces, forcejeaba la puerta de un panteón lleno de flores recién puestas.
—Disculpe señor, pero creo que tenemos algo de qué hablar —dijo el que habló por primera vez esa noche con el guardia.
El ladrón se dio vuelta midiendo el espacio, con el objetivo de dar un empujón a quien suponía se trataba del guardia, para salir a la carrera y escapar por el butrón que tenía hecho en el muro escondido detrás de un seto, pero al verse de frente con el grupito de residentes soltó un grito y se acurrucó al pié de una corona de flores, muy coqueta por cierto.
—No tenga miedo, solo queremos hacerle una pequeña petición, ¿podría darnos algo de ropa nueva y algún sombrero que no esté pasado de moda…?
—Ni lleno de gusanos —continuó el mismo de siempre.
Ante la desesperación del hombre, que apenas era capaz de respirar, la mujer mayor se sintió embargada por su instinto maternal y se acercó para estrecharlo, pretendiendo que se sintiera seguro, mientras la joven pequeñita formaba tirabuzones con el pelo junto a una de sus orejas mirándolo de forma extraña. El pobre hombre al sentir el tacto de la mano gélida que se posaba en su antebrazo, dio un salto de rana electrocutada y en un solo AYYYYYYYY salió corriendo por la puerta principal.
En cuestión de segundos apareció el guardia donde el grupito comenzaba a discutir, ante una enorme sorpresa, por qué se habría marchado de ese modo. A duras penas uno de ellos había alcanzado a argumentar que quizá estaba avergonzado por haberles robado, cuando el guardia dio un grito de corte militar que los hizo cuadrarse por puro instinto, como si se tratara de granaderos.
—¿Pero se puede saber que ha pasado aquí?, ¿no les tengo dicho que no deben molestar a nadie?
—Era un ladrón, solo queríamos que nos robara algunas cosas para estar mejor vestidos.
—Me tienen cansado, venga, cada uno a su nicho, por hoy están todos castigados, y mañana vamos a hablar muy seriamente, a ver cuándo entienden que como dijo el poeta, los muertos están en cautiverio y no los dejan salir del cementerio.
Marco Brunengo, Argentina, España © 2018
marcobrunengo@marcobrunengo.com
Marco Brunengo, de nacionalidad hispano-argentina, nació en 1972 en la localidad cordobesa de Alta Gracia. Diseñador Industrial e Ingeniero Mecánico, siempre encontró en sí mismo una faceta de contraste con ese perfil técnico que rige su profesión, acercándose desde joven a las artes plásticas y la música. Su ocupación habitual es el diseño de productos de consumo. Sus dos primeras publicaciones fueron de perfil técnico dentro del ámbito académico; no obstante, el gusto por comunicarse a través de las palabras escritas, lo llevó a “jugar” con ellas comenzando así a escribir relatos cortos, que en determinada ocasión fueron compilados dando lugar a su primera publicación, El sepelio del jefe. Posteriormente publicó El segundo sepelio del jefe (relatos cortos), La evolución de la teoría de la evolución (novela fantástica), Vietri Sul Mare, Alguien ha matado a Lucía (novela negra), Vietri Sul Mare, La venganza de Sophia (novela negra) y School of Skulls (imposible de definir), esta última junto al ilustrador Matu Santamaría. Actualmente está cerrando la trilogía de Vietri Sul Mare y colaborando con publicaciones digitales y revistas impresas.
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