Regresar a la portada

Un crítico literario

Hoy se celebró (¿o debería escribir “se conmemoró”?) el décimo aniversario de la muerte de mi padre. El inevitable reencuentro en capilla con mis familiares, siempre tan engreídos, como él mismo, hasta cierto punto, lo fue, me trajo una vez más a la memoria su recuerdo y el recuerdo de mi adolescencia.

Mi padre, Pedro Francisco Montalbán de Narváez, era un famoso columnista del periódico más prestigioso de la ciudad. En el auge de su larga carrera, sus intervenciones sobre toda suerte de temas, entre los que se contaban, desde luego, la política y finanzas del país, pero también las artes e incluso la teología, le valieron ser llamado en más de una ocasión “antorcha de nuestra nación cavernaria”, “faro del pensamiento nacional” y otras designaciones de similar factura.

Naturalmente, yo estaba deslumbrado por esa luz que tantos amigos, familiares y colegas veían en mi padre. Así fue creciendo en mí un deseo intenso e irrenunciable de seguir sus pasos, de modo que, a mis catorce años, comencé a escribir en secreto mis primeros poemas. Poseído por una fantasía incasable, por una determinación indeclinable que no volví a conocer, llené cientos de cuartillas con poemas, cuentos y algunos esbozos de novela y de teatro. Siempre en secreto, hasta que mi padre, pese a todos mis esfuerzos por evitarlo, descubrió mi pasión cinco años después.

Ese día celebró mi elección y me pidió que le enseñara alguno de mis escritos; yo le pedí que me permitiera hacerle algunos arreglos a un poema breve que venía trabajando tiempo atrás. Mi padre comprendió mi timidez, pero me exigió que se lo enseñara a primera hora el siguiente día.

A las ocho de la mañana entré en su estudio y me detuve un poco después del umbral; él escribía a máquina. Continuó escribiendo cinco minutos más, cesó de escribir y me miró por sobre el marco de sus gafas.
—¿Se va a quedar ahí parado, pendejo? —preguntó—. Siga y siéntese, ¡caray!

Ingresé de lleno al estudio con la cabeza baja, sin dejar de sentir su mirada sobre mí.
—A ver qué trajo —continuó, y extendió la mano.

Le entregué un papel blanco al que yo le imprimía el temblor de mi mano.
—¡Ahora le dio la tembladera! —observó, sonriendo burlonamente.

Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz con el dedo índice y comenzó a leer con una voz monótona con la que, no obstante, me producía la impresión de que condenaba cada palabra:

¿Qué es poesía, dices, mientras clav…

—¡No seamos tan pendejos! —sentenció, golpeando su escritorio con los puños cerrados y, tal vez sin querer, arrugando de paso el papel—. ¿A usted cómo se le ocurre, Pedro Francisco, poner una palabra como “clavar” en un poema… —hizo una pausa para recalcarme un gesto de desconcierto­— dizque de amor? Tal vez si estuviera hablando de la pasión de Nuestro Señor Jesucrist… ¡Está mal!

Me ordenó que saliera de su estudio.

Entrada la noche de ese día, mi padre asomó la cabeza en mi cuarto y me dijo que me daría una segunda oportunidad. Me preguntó si yo tenía otro tipo de poesía; le respondí que sí, que tenía algunos sonetos; entonces me ordenó que le presentara uno al siguiente día, antes de las nueve de la mañana.

Al otro día, siendo las siete de la mañana, mi padre leía el soneto con su voz que ya me resultaba, quizá por la tensión del momento, inquisitorial; el primer cuarteto parecía gustarle. Inició el segundo:

“Cuando le quiero más ceñir con lazos
Y viendo mi sudor…”

—¡Viendo mi sudor, Pedro Francisco! ¡Viendo mi sudor!...

A menos que me equivoque, me trató en seguida de vulgar, de campesino e incluso de “indio”.

Esa noche, mi padre llegó nuevamente a mi habitación, pero esta vez entró; con tono de decepción, que entonces se me figuró algo fingido, me dijo:
—Lo suyo no es la poesía, Pedro Francisco, pero tal vez la prosa…

Al día siguiente en la mañana, mi padre leía en voz alta, preparando un gesto de indignación, lo que sigue:

“Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que hasta entonces había detenido mi mano, dirigí un golpe al animal…—aquí se permitió murmurar un poco, pero muy pronto retomó su tono de voz habitual, para seguir leyendo:— liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo…

—¡Dios Santo, qué horror! —gritó, arrojando los papeles lejos de sí.

Se sirvió un vaso de agua, lo bebió, y cuando se disponía a reprenderme…
—Padre —interrumpí—, no perdamos tiempo: también tengo teatro. Por favor, lea lo que le voy a traer, pero esta vez léalo hasta el final; me comprometo a acatar lo que usted disponga.

Aceptó. Fui a mi habitación y regresé con un cuaderno.
—Léalo por favor, padre. Yo voy a estar en la sala y regresaré en cuanto usted me lo pida —le dije, y le entregué el cuaderno.

A las tres horas, aproximadamente, mi padre me llamó. Estaba pálido y los labios amoratados le temblaban de ira. Casi no podía hablar.
—Esto es infame, Pedro Francis… un hombre que… ¡con su propia madre!... y matar… al papá… y los hijos son… pero… y luego… él mismo… ¡él mismo, Pedro Francisco!... arrancarse… los ojos…

Apoyó la cabeza entre sus manos, y así permaneció largo tiempo; luego me miró intensamente y me dijo con voz serena, paternal:
—Pedro Francisco, mijo, le prohíbo que escriba.

Esto es lo que he recordado de mi padre y de mi adolescencia en el día de hoy. Al recordarlo, sigo sin entender por qué presumía de ser ilustrado, cuando no conocía a Bécquer, a Quevedo y mucho menos a Poe, cuando no conocía, siquiera, la tragedia más famosa de Sófocles. Como quiera que sea, si ellos le merecían esa opinión, no alcanzo a imaginar qué opinión le habrían merecido mis verdaderos escritos, o tal vez lo imagino demasiado bien y por esa razón no soy escritor…

Pero, ¿a qué viene recordarlo ahora, precisamente de esta manera que se presta tan peligrosamente a recriminaciones, en esta fecha importante para el país? Es de sobra evidente que no debo echarle la culpa al viejo, de nada, pues a despecho de sus yerros, él era un hombre bueno. Lo era, sin lugar a dudas. Además, es justo reconocerlo, yo nunca lo hice bien.

Andrew Bernal Trillos, Estados Unidos, Colombia © 2009

andrewbt_21@hotmail.com

Andrew Bernal Trillos nació en Newark (New Jersey, Estados Unidos) en 1981, pero ha vivido en Bogotá (Colombia) casi toda su vida. En el año 2006 obtuvo el título de Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia, en donde ha trabajado en distintos proyectos de investigación educativa. En el 2009 publicó un libro de narrativa intitulado De nuevo, Esta Mujer (Libros en Red, 2008). Dentro de su producción, cuenta también con dos poemarios, de momento inéditos. En la actualidad trabaja en una empresa de publicidad independiente.

Click here to see the English translation of this story [AQUI]

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada