Regresar a la portada

Cuentalicia

I

Desde que vivo con la familia Floyd, en el mundo pasan cosas que no comprendo. ¿Por qué mis padres tuvieron que morir en el mar? Estuvimos a la deriva varios días y una tormenta golpeó nuestra balsa, separándonos para siempre. Las olas me empujaron inconsciente hacia la playa. Por suerte, Kevin, el hijo de los Floyd, me encontró en la orilla con el vientre repleto de agua. Cuando abrí los ojos, asomó su gran sonrisa, y asustado llamó a la madre. Me llevaron al hospital, lleno de luces, batas verdes y enfermeras. Como nadie preguntó por mí, una vez hidratada, los Floyd decidieron llevarme a su casa.

Hay mucho amor en esta familia: es un hogar acogedor de una sala-comedor, un cuarto, una cocina y un baño. Kevin me dio su sofá y la señora Floyd cortó mi cabello lacio, quemado por el sol, y sanó las quemaduras de la piel. Pero, también, en esta familia hay cosas raras. En Cuba, cuando mamá quería evitarme problemas, me decía: te voy a leer la cartilla; y de inmediato enumeraba los “se puede” y “no se puede”; y solía apuntarlos en un papel, que perdía en el lavado con jabón de la blusa.

Sin embargo, Kevin no necesitaba apuntar nada. Todas las mañanas tenía una especie de plática, que la señora Floyd llamaba cariñosamente “the talk”. Antes de salir por la puerta, le preguntaba al hijo: si un policía te mira, ¿qué harías?: bajo la cabeza; si un policía te llama, ¿qué harías?: digo: yes sir; si un policía decide llevarte preso, ¿qué harías?: no me resisto.

Para mi ese “the talk”, no tenía sentido. En Cuba, mi madre a la hora de irme a la escuela me abría los ojos: pórtate bien, escucha a la maestra y cómete la comida en la cafetería; y si tenía que leerme la cartilla, apuntaba: si no te portas bien, no tendrás televisión; si no te comes la comida, no te compraré el vestido; y si no haces la tarea, no sales a jugar con tus amigas.

Después de “the talk” mañanero, Kevin y yo caminábamos hacia la escuela, que estaba al doblar de la casa. Íbamos tranquilos por la acera, siempre y cuando no apareciera un carro de patrulla. Entonces, Kevin apretaba mi mano y comenzaba a sudar. El patrullero pasaba de largo y suspiraba. Para animarle, le tiraba del brazo y su sonrisa iluminaba el susto, borrando el humo que había dejado el patrullero en la calle.

En pocos pasos, llegábamos hasta la entrada de la Primaria, me dejaba con una sonrisa grande y se alejaba cruzando la calle. Luego, desaparecía al cerrase la puerta de la Secundaria. En la tarde me recogía, y llegábamos a casa muchas veces bailando, saltando o corriendo. Así era mi nueva vida en un apartamento en la que el padre llegaba tarde en la noche. Trabajaba en una planta de empacar carnes de res, cerdo y pollo. Llegaba con un olor de mil demonios; y la señora Floyd lo metía en la ducha con cepillo y jabón en mano.

Ya limpio, se sentaba a comer, y yo desde mi sofá, medio dormida, escuchaba al señor Floyd: ¿Aún llora? A veces, extraña mucho. Entre mis pestañas, vi cómo le servían la sopa en un tazón. Es una buena chica, cómo se divierte con Kevin. Antes de morder el pan, ¿han preguntado por ella? La señora Floyd se secó las manos en el delantal. Indagué y no tiene familia en Miami. Sorbió la sopa varias veces. De todas maneras, no te encariñes. Pueden quitárnosla. Tiró el delantal sobre la mesa. Lo sé. ¿Sabes lo que me preguntó esta mañana? El señor Floyd detuvo la cuchara. ¿Por qué no le daba un “the talk”? Miraron hacia el sofá y cerré con rapidez la ventana de mi escondite. Se escucharon carcajadas; y entre penumbras, el sueño me tiró hacia la mañana.

Al despertarme, le pedí mi “the talk” a la señora Floyd. Ella me abrazó, alisando mi pelo con un peine. Besó mi frente y susurró: créeme, mi niña, no lo necesitas. Y me fui triste para la escuela.

II

A mi corta edad de nueve años, he caído en tres pozos diferentes: el primero fue en un libro; luego, en el mar; y, por último, en la escuela.

Por mucho tiempo pensé que caer, como la Alicia del cuento, en un agujero sin fin era lo peor que podía pasarme. Por eso, jamás le iría detrás a un conejo y menos entrar en su madriguera. Bajar, bajar, bajar en el vacío me daba dolor de estómago; a pesar de que a la otra Alicia parecía no importarle.

En la noche que subí a la balsa con mis padres, ese antiguo temor regresó de golpe. Aunque el mar parecía un plato, me angustiaba que un pozo apareciera en cualquier momento y nos tragara. Se lo dije a papá; y mamá me apretujó: tranquila Alicia, en el mar no hay pozos. No obstante, me quede despierta toda la madrugada al acecho de algún agujero.

En la tarde, el cansancio y el vaivén de las olas me cerraron los ojos. ¿Cuánto tiempo dormí? No sé. Mamá me despertaba para darme sorbos de agua, a veces de día y otras de noche. Sacudidas fuertes me despertaron; y delante de nosotros, un rabo de nube abrió un hoyo en el mar. Un remolino enloqueció a las aguas que, al principio, nos alejaba y luego, nos atraía con fuerza. Abrazados los tres, empezamos a descender en el embudo, que daba vueltas y vueltas y vueltas con mucha rapidez. Nuestros brazos se aflojaron. Al mirar abajo, vi el ojo del torbellino revuelto de arena y espuma; y arriba, mis padres tratando de alcanzar mi mano. Me desmayé.

Al final de la caída, me encontré, a diferencia de la otra Alicia, con la linda sonrisa de Kevin. ¿Qué hubiera sido de mí si el chico fuese un conejo blanco? De seguro, estuviera muerta. Estando a salvo con la familia Floyd, me di cuenta de que mi primer temor había sido superado; y que este otro, jamás sería igualado, pero me equivoqué: en la escuela había uno más y más y más profundo.

En el pasillo, un chico me puso una zancadilla. Aterricé en el suelo, rompiéndome la boca. Miré atrás y el agresor reía con otro niño. ¿Por qué lo había hecho? Cuando me levanté del suelo, me encontré con los ojos de Mrs. Storm. Ella examinó mi boca y luego a los chicos: ¿quién fue? No respondieron. Me llevaron a la enfermería.

Después de mirar mi boca, la enfermera puso una sustancia que ardía. Sacó una hoja: ¿fue un accidente? No. ¿Alguien te empujó? Sí. ¿Quién fue? La miré asustada: ¿negro o blanco? Verde. ¿Cómo que verde? Sí, llevaba una camisa verde. Levantó la ceja izquierda: sabes, ¿de qué clase es? La de Mrs. Storm. La enfermera tecleó el teléfono: Mrs. Storm, ¿quién viste camisa verde en el aula? Stephen, ¿por qué? Empujó a Alicia en el pasillo. Por favor, envíelo a la oficina de la directora.

De regreso a la clase, me crucé con Stephen y me resopló: racista. ¿Racista? En mi pupitre, busqué la palabra racista en el diccionario: “Perteneciente o relativo al racismo”. No entendí nada. Entonces, busqué la entrada racismo: “Avivar el sentido racial de un grupo étnico que suele motivar la discriminación o persecución de otros con los que convive”. Pero, yo no perseguí a Stephen.

Mientras caminábamos de vuelta a casa, le conté a Kevin lo que me había pasado: ¿tú? ¿Racista? Ese negro se trastornó, mañana hablaré con… Se escuchó una sirena de un patrullero y la sonrisa de Kevin desapareció. Le apreté la mano y el oficial preguntó: ¿adónde van? Kevin bajó la cabeza, y respondió: a casa; ¿y esta niña? Kevin asustado me miró. ¿De dónde la sacaste? Tartamudeando: vive en mi casa. El policía tiró a Kevin en el suelo y le puso las esposas. Le dije llorando: no le haga daño. El policía tenía ojos de águila. Es mi hermano. Retrocedió mirándonos varias veces. Abracé a Kevin. El hombre molesto le quitó las esposas. Desde el suelo, escuchamos el portazo y cómo chillaron las gomas del patrullero.

Nos levantamos y la sonrisa de Kevin brilló en toda la acera: cómo te decía, mañana hablaré con Stephen para explicarle que tú no eres racista.

Sé qué hará lo posible para que lo entienda, pero quién se lo va a explicar a la enfermera, al policía… y de repente, me vi cayendo, cayendo, cayendo en un pozo más profundo que el de las otras Alicias.

III

Después de varias semanas, regresó la señora Floyd sana y salva. Era una mujer valiente, sobreviviente del virus y, sobre todo, una especialista en cómo evitar el contagio: aprendí en el hospital que el virus se propaga muy rápido, si una persona lo tiene, infecta a ocho personas, y cada una de estas, enferma a ocho más, y así sucesivamente. Traté de imaginar, una por ocho, igual a ocho; ocho por ocho, igual a sesenta y cuatro; y sesenta y cuatro por… y perdí la cuenta. Ella hablaba serena y segura; y el virus se enroló en mi mente como una telaraña. Luego, concluyó: si cumples con estos pasos, no te contagiarás. Saluda con el codo, lávate las manos varias veces al día, no te toques la cara, mantén la distancia con otra persona y no estés con mucha gente en un espacio cerrado.

Sus palabras me recordaron la cartilla de mamá, los “se puede” y “no se puede”; pero a la señora Floyd, se le olvidaba algo: ¿y la máscara? Alzó la ceja derecha: ¡quién le dice a un negro que use una! Y se fue a la cocina a preparar pan con salchichas.

Saqué la cabeza por la ventana de la sala: así es. En la acera, la mayoría de las personas, que llevaban máscaras eran blancas. ¿Por qué?, quise preguntarle a la señora Floyd, pero ahora estaba ocupada. Busqué a Kevin, que jugaba baloncesto con unos amigos en el parque de la escuela.

En su descanso, fuimos a comprar un refresco. Había mucho calor. A la entrada de la tienda, un guardia de seguridad detuvo a Kevin: no puedes entrar. Abrió su mano: tengo dinero; ¿dónde está tu máscara? Hizo una mueca y negó con la cabeza: cuando tengas una, regresa. Kevin cruzó la calle en dirección al parque, y yo volví al apartamento.

Le conté a la señora Floyd el incidente en la tienda. Fue al cuarto, regresó con el monedero, me dio un par de dólares y me puso una máscara: compra los refrescos y llévaselos a Kevin.

Con los refrescos en la mano, Kevin acababa de insertar una canasta. Me divisó: te ves bonita con la máscara; y ¿por qué no te pones una? Sonrió: no quiero que me confundan con un ladrón. Dribleó la pelota y regresó con los amigos debajo del aro.

Me quedé pensativa. En la televisión, los doctores aconsejaban usar la máscara; sin embargo, el gobernador no se la ponía. ¿Temía que lo identificaran con un ladrón? Entonces, es mejor que me la quite, no vaya a ser que me embrollen a mí también.

Al doblar la esquina, un policía venía corriendo: détente, le gritó a un joven que traía un ramo de flores: quítate la máscara, le dijo el policía apuntándole con una pistola. Mi corazón bombeó hasta la garganta. El muchacho le obedeció. El oficial le habló a una radio, que colgaba al hombro: no es él. Yo estaba temblando. Empujó al chico y siguió su búsqueda.

Las flores estaban regadas por el suelo. Kevin vino corriendo y me abrazó: ¿qué pasó? El desconocido se levantó: tranquilo, hermano, lo de siempre, me confundieron con otro negro. Las manos de Kevin sudaban: te van a matar cualquier día. Mientras recogía las flores: es verdad, pero le temo más al coronavirus. Se ajustó la máscara: sufres menos con la bala de un policía. Halé a Kevin por la cintura, y el joven me regaló una flor: al menos ella está a salvo, ni el virus ni los guardias le harán daño.

Kevin, asustado, me llevó a casa. En el camino le pregunté: ¿le temes al coronavirus?; sí; ¿y a la policía?; más todavía. Apreté su mano: no le hagas caso a ese negro, es un suicida. Con aires de experto: primero te mata un policía antes que el virus. Le miré fijo tratando de comprender sus palabras.

A mis nueve años había vivido demasiado. Perdí a mis padres en el mar, por poco me quedo sin la señora Floyd, y ahora dicen que la policía mata más rápido que el virus. ¿No estará exagerando Kevin? Su mamá advirtió que, si una persona lo agarraba, contagiaba a ocho. ¿Puede un policía matar a uno y este a su vez matar a ocho? Es imposible.

Estoy confundida, más que Alicia, cuando el Conejo Blanco la invitó al desayuno más loco del mundo en el cual una tetera hablaba y un sombrero nunca se callaba la boca.

IV

En los tiempos de la otra Alicia, la única manera de ser famosa era que un escritor te dedicara un cuento o te convirtiera en un personaje: Alicia para ti este cuento infantil. / Ponlo con tu mano pequeña y amable / donde descansan los cuentos infantiles. Pero, ahora, cualquiera puede tener sus cinco minutos de fama. Si alguien te enfoca con una cámara fotográfica, ríes; y si es de video, mueves las manos; y si es de cine, saltas como el conejo de Alicia. Pues sabes que, en algún momento, tendrás la atención de todos: ¡te vimos en la televisión!; y más aún si apareces en las redes sociales con un “like”, un comentario, dos “likes”, otro comentario…; y repites tu imagen en plena gloria, saltando, moviendo las manos o riendo.

Por eso, al escuchar la voz de Kevin: ¡mamá!, ¡papá está en la televisión!, me puse contenta. En el baño, me vestí rápido. ¡Qué alegría!¡El señor Floyd tendría sus cinco minutos de fama! Abrí la puerta, y en medio de la sala, las manos de la señora Floyd cubrían su cara y los ojos parecían desorbitados. La vista furiosa de Kevin se veía pegada al cristal del televisor. Me acerqué lentamente y el señor Floyd estaba con varios policías en la pantalla. La señora Floyd cayó de rodillas al suelo llorando mientras los guardias lo metían en la patrulla.

Fuimos a la estación de policía. Era un lugar lúgubre, poco iluminado, con paredes de color verde oscuro. La tarima de la recepción era muy alta. Apenas veía la cara de la mujer: escriba su nombre aquí. Kevin estaba a mi lado. La rabia lo había alcanzado: ¿es Erick Floyd su esposo?, sí. La mujer carraspeó la garganta: el señor Floyd se resistió al arresto. Una voz se quebró: ¿mi Erick? Los manos de Kevin se cerraron y golpeó el mostrador: ¡es mentira! Un guardia se acercó: ¡chico, tranquilo! Abracé a mi hermano: ¿puedo verlo?, masculló la señora Floyd. La mujer asintió; y el guardia, señalando con el dedo unos bancos: ustedes se sientan allí.

La espera fue fatigosa, larga y angustiosa. Policías que entraban. Policías que salían. Policías que reían. No sé de qué, pues un hombre bueno estaba preso. Ojalá fuera una confusión como la de papá. Busqué la sonrisa de Kevin para aliviar mi pena, pero la tenía escondida más allá de la garganta. Nunca había visto a Kevin de esa manera. Su rostro estaba furioso como una abeja sin cera.

Regresamos en taxi a casa. Estábamos despeinados, adoloridos, machados. En la cocina, la señora Floyd preparó tres tazas de tilo. Lo tomamos despacio, sentados en la sala. Nuestros ojos vagaban por el suelo. Nos daba miedo mirarnos. Nos daba miedo reconocer lo que había pasado. La señora Floyd fingió una sonrisa: vamos a dormir los tres en el cuarto.

Al entrar, allí seguía la cómoda, la cama estrecha, otra ancha; la virgencita sobre la cómoda; en la pared, el cartel del doctor King y, a su lado, mi antiguo proyecto de clase. La señora Floyd me acostó a su lado mientras Kevin descansaba en su lecho. Le estiré mi mano y, de esa manera, quedamos conectados en un puente de consuelo.

Cuando la policía se llevó a papá, tuve el mismo miedo que ahora. No podía dormir. Tenía pesadillas. Mamá me llevaba para su cama y arrullaba: no te preocupes, todo va a estar bien; y, cómo un bálsamo curalotodo, el miedo se iba. Me gustaba escuchar sus palabras poniendo mi oído en su pecho, eran cálidas y sonoras: si el sueño no llega, miraba la silueta de su barbilla moverse, ignóralo.

Con el rabillo del ojo, husmeé en la penumbra del cuarto. ¿De qué manera? Si un mueble rechinaba, lo movía papá; si crujía el motor de un auto, era papá de regreso; si el hielo del refrigerador golpeaba, papá tomando agua; y así toda la noche, cada ruido se convertía en la imagen de papá.

Después de su regreso, tampoco dormía bien. Pese a que dijo: no fue nada, me confundieron con otro negro; varias veces, en puntillas, me levantaba, iba al cuarto de mis padres, ponía mi oreja en la puerta y su ronquido era la señal de que allí estaba. ¿Cuántas noches lo hice?

Y, ahora, que estoy acurrucada en la cama de la señora Floyd, sé que todos fingimos dormir, a la espera de que la llave del señor Floyd entre en la cerradura y abra la puerta.

V

Si hay personas buenas en este mundo, ese es el señor Floyd. Después de papá, es el hombre más bueno del mundo. Los dos eran grandes osos de peluche dispuestos a regalar cariño y parecía que la rabia jamás los alcanzaría. Cuando papá salió de la cárcel, se enteró de la golpiza que le dieron a las Damas de Blanco y a mamá. Desde entonces, la rabia se le había sentado en los hombros y controlaba su mirada.

Para el señor Floyd, la rabia llegó de otra manera. En las imágenes del noticiero, el policía tenía a un negro en el suelo y le apretaba el cuello con la rodilla: ¡no puedo respirar!, y pese a las suplicas, no la levantó. El señor Floyd golpeó la palma de la mano. Se movía de un lado a otro como un león enjaulado. La señora Floyd, viéndolo tan enojado, fue a calmarlo; y él rugió: ¡no puedo respirar!

Con el enojo del padre, Kevin abrió la puerta y gritó: ¡no puedo respirar! La rabia lo había alcanzado; y a Mike: ¡no puedo respirar!; y a otros: ¡no puedo respirar! Eran muchas las voces; y tras ellas, nos fuimos nerviosas, la señora Floyd y yo, calle abajo en el torrente de gritos, puños arriba y pancartas en alto. Unas decían: “I Can’t Breathe”; otras: “No Justice, No Peace”; algunas: “Justice for George Floyd”. ¿Era familia? Como si lo fuera. Al señor Floyd lo habían lastimado de la misma manera. ¡Cuánta rabia había en Miami!: ¡no puedo respirar!, retumbaba en los edificios, tiendas y cafeterías.

De repente, varias sirenas nos detuvieron en seco. Hombres y mujeres uniformados bajaron armados, con escudos y garrotes. ¿Qué van a hacer? ¡No somos los malos! Hicieron dos filas frente a nosotros y la gente: ¡no puedo respirar!; y los guardias a empujar. Se desató una tempestad de garrotes en el aire, cabezas en el suelo, piernas dobladas, manos encrespadas, bocas sin dientes, cuerpos arrastrados… ¡no!, ¡con mi hermano, no! Corrí hacia los guardias. Un escudo salió del tumulto y me tiró al suelo. La señora Floyd fue en mi ayuda, mientras el señor Floyd y Mike trataban de salvar a Kevin. Entonces, manos, piernas, dientes y corazones desconocidos lo rescataron.

Los policías comenzaron a lanzar gases y a disparar balas de gomas. Retrocedimos. Corrimos hasta el apartamento, y con nosotros, Mike. Estábamos a salvo, pero no sanos. Nuestra ropa estaba sucia y rota, y nuestra piel mostraba moretones por todas partes. La señora Floyd hizo de enfermera. Para bajar la inflamación, puso hielo en la mano del señor Floyd y en el ojo izquierdo de Mike; y limpió las cortaduras en el rostro de Kevin y los arañazos de mis rodillas. Después, yo fui su enfermera y curé un chichón que tenía en la cabeza.

Cerca de la medianoche, dos hileras de guardias tenían cerrada la calle. Nadie a la redonda. Un hombre pequeño apareció. Traía una trompeta debajo del brazo. Puso un cajón de madera sobre el asfalto frente a la soldadesca. Se encaramó. La trompeta miró hacia las estrellas; y desde mi ventana, la silueta del hombre creció con las tonadas dispersando las sombras de la noche… Mi rencor se hizo de terciopelo y las sonrisas de la familia Floyd festejaron la melodía. Aplaudimos; y más aplausos llegaron de otros apartamentos, y el pedestal de madera con su intérprete parecía elevarse al cielo.

Los policías apuntaban inquietos, con el dedo en el gatillo. Los acordes no impidieron que se abalanzaran sobre el solista; y la trompeta, sin balas, salió volando hasta caer en el suelo como un pájaro herido. A su lado fue a parar la boca, que tantas veces había tocado; y sobre ella, botas y rodillas sacaron un rajado gemido: ¡no puedo respirar!

Desde mi refugio, lloré como el día en que a mamá la golpearon los guardias; y sentí, de nuevo, esa lava quemándome las piernas, el estómago y el pecho; esa rabia saliendo de mi garganta: ¡no puedo respirar!; y de la de Kevin: ¡no puedo respirar!; y de la de los vecinos: ¡no podemos respirar!, como socorros de náufrago en altamar.

VI

El señor Floyd quería darle una sorpresa al hijo en su cumpleaños. Había comprado un poco de pintura y grasa: la bicicleta va a quedar como nueva. Mi corazón se puso alegre y mi mente se alborotó, ¿y la bandera que está dentro del manubrio?

Ese escondite tenía la misma zozobra que el mío, allá en Cuba: Alicia, ¿has visto mi creyón de labios? Buscaba por todas partes, menos en uno de mis zapatos. Me gustaba mucho pintarme la boca y lo hacía de manera muy tenue para que mamá no se diera cuenta.

Mientras Kevin estaba con Mike en el parque de la escuela, jugando baloncesto con otros chicos, el señor Floyd sacó la cajita de herramientas y comenzó a desmontar la catalina: ¿puedo ayudarle?, su mirada seria empujó mis pies hasta quedar sentada en el sofá: ahí estás mejor, gracias.

Quitó una rueda y la engrasó. Estaba nerviosa. ¿Cómo avisarle a Kevin? La señora Floyd no quería que saliera sola a la calle. El Covid-19 seguía suelto, como un perro con rabia, y las protestas “Black Lives Matter” explotaban a cada rato.

Le escribí un texto: Kevin, ven a casa, van a descubrir la bandera. Lo envié y el sonido del teléfono se escuchó en el cuarto. Se le había quedado el celular. La voz de la señora Floyd: ¿cuántas veces le he dicho que tiene que salir con el teléfono? De prisa, lo agarré de la estrecha cama: se lo voy a llevar. Ella me estiró el brazo moviendo los dedos de la mano derecha: dame eso. Lo metió en la cartera: yo voy.

¡Pobre Kevin! No me dio tiempo de borrar el texto. Cuando mamá descubrió mi escondite, no armó revuelo. Usaba el pintalabios y lo volvía a poner en el zapato. Una vez la sorprendí: ¿me vas a castigar?; y me abrazó. ¡Ojalá que pase lo mismo con mi hermano!

Regresé al sofá y la rueda delantera estaba también separada del marco de la bicicleta y brillaba como la otra. Desatornilló el sillín y. con una lija, removió el óxido. Trató de quitar el manubrio: esta tuerca necesita un poco de aceite. Le derramó unas gotas: Alicia, no toques, y caminó hacia el baño.

Después de cerrar la puerta, intenté darle vuelta a uno de los puños del manubrio. Estaba muy pegado. Lo halé y cedió poco a poco. Escuché la descarga de la taza del inodoro. Saqué con rapidez la bandera; y antes de que el cerrojo se abriera, me senté en el sofá. La escondí en mi mochila de la escuela.

Frente a la bicicleta, el señor Floyd removió la tuerca engrasada y mis ojos se agrandaron. El puño de goma no lo había regresado a su lugar. Separó el manubrio de la bicicleta y se percató de su ausencia. Miró alrededor y ¡allí estaba en el suelo! Mantuve la cabeza dentro de la pantalla del celular, no me atrevía a levantarla. Sólo alcé la ceja. Si pregunta, ¡qué le digo!

El olor a pintura era fuerte y me senté en el marco de la ventana. A lo lejos, regresaba la señora Floyd. Venía cabizbaja. Estando cerca: señorita, en un tono que presagiaba regaño, tenemos que hablar usted y yo.

En el cuarto: me explicas, ¿de cuál bandera hablas? Mi garganta se apretó y mis orejas se pusieron rojas. Agarré mi mochila y le mostré la bandera: ¿por qué Kevin la esconde? En ese momento, se abrió la puerta: jovencito, entre y cierre. Venía jadeando.

La bandera arcoíris estaba sobre la cama grande: mamá, soy gay. Ella apretó los labios y sus ojos se nublaron. Kevin agachó la cabeza y su madre lo abrazó llorando: ¡qué valiente eres!; y al verme sin abrazos: yo soy lesbiana; y la otra ala se abrió con una sonrisa de bienvenida.

Abrí la puerta del cuarto: ¡sorpresa!, la bicicleta relucía como nueva: ¡feliz cumpleaños!, gritó el señor Floyd mientras sus ojos se quedaron quietos sobre la cama como una hoja caída de un árbol. Agarró la bandera, la desplegó y las franjas de colores iluminaron la sala. Fue hacia la bicicleta, removió el puño de goma y la escondió dentro del manubrio.

Sacamos la bicicleta. Mi hermano se sentó en el sillín y yo en la parrilla. Pedaleó hasta el parque de la alameda. Allí estaba Mike en un banco de hierro: ¿cómo te fue?; hizo una mueca: ¡difícil! Lo abrazó con sus ojos verdes: ¡felicidades!; y me uní a ellos como una cinta de regalo. Estaba feliz y triste al mismo tiempo. No hubo pastel de cumpleaños.

VII

El lugar favorito de mi casa en Cuba era el clóset de mamá. Allí había de todo. Vestidos, zapatos, sombreros, bufandas, pañuelos... Era una minitienda en la que podía ponerme cualquier cosa, sin tener que pagar nada. Me gustaba mucho esconderme allí y calzar los zapatos de tacón altos, ajustarme una bufanda al cuello y acomodarme un pañuelo en la cabeza. Cuando papá me veía: me caso con su majestad; y me cargaba y danzaba conmigo a los ojos de mamá que reía con dulzura.

Ahora comprendí que la palabra clóset significaba más que armario. Pregunté: ¿cómo sé si estoy metida en el closet? Kevin se rascó la cabeza y me contó de qué manera se había metido en él.

En primer grado, una amiga me susurró: Kevin, eres una nena. Fue un despertar. Hasta los seis años, las cosas eran claras. El perro tenía a su perra, el gato a su gata y papá a mamá. ¿Por qué me llama nena? Si de pronto a un gato le dicen gata, ¿cómo se sentiría?

Desde ese instante, mis ojos comenzaron a mirar de otra manera. Los niños jugaban haciendo piruetas, que no me gustaban. Eran bastante aburridos. Por su parte, las niñas, a excepción de mi amiga, eran lloronas y le gustaba jugar a ese estúpido juego en el cual yo siempre era el papá.

Una vez propuse: ¿quieren que juegue?, seré la mamá; todas rieron, será divertido; y cuando me vieron actuando tan bien, se quejaron; y la maestra me prepuso: eres muy bueno, lo tuyo es el teatro. Me puse contento y triste. Debía esperar a tercer grado para entrar en la clase de actuación.

Cuando dije en casa que sería actor, mis padres se miraron. Papá no dijo nada. Abrió la puerta y se fue. Sin embargo, mamá: vas a ser un buen comediante; sacó de su cartera el creyón de labios: desde pequeño, lo usabas; viajé al momento en que me pintaba el rostro frente al espejo, y escuché su voz: con esa sonrisa grande, vas a triunfar.

Para los demás, era muy gracioso; y por lo general, me daban el papel de bufón. Tanto amaba la actuación que aprendía, además de mi libreto, el de los demás. Si alguien olvidaba una letra, servía como apuntador. Tanta habilidad, en quinto grado, me sirvió para ser sustituto. Una vez que Romeo enfermó, la obra no perdió a su príncipe.

Lo de bufón era más fácil. No tenía que seguir un modelo. Podía saltar, cantar, rodar, hacer chistes y comportarme como una mujer, un hombre, o un pez. Nada de reglas. En cambio, el príncipe requería ser estirado, rígido, ridículo, mostrando un amor desmedido por alguien que tenía el cabello largo, los ojos grandes y los labios gruesos.

¡Qué tontería! Pero yo era un actor y podía con aquello. Actué como un verdadero Romeo, con voz segura y viril, aunque me sentía como un autómata siguiendo un programa que no era el mío. Y llegada la escena de despedida, miré a Julieta muerta y exclamé: Ojos, mirad por última vez. Brazos, dad vuestro último abrazo. Labios, que sois puertas del aliento, sellad con un último beso. Cerré los ojos y el público aplaudió como si hubiera besado con pasión.

Pese a mi versatilidad, un día la maestra me detuvo. Fue en un ensayo en la Escuela Secundaria. La princesa no estaba presente en el estrado y yo me sabía el diálogo. Entonces, en su lecho de muerte, sentí el aliento de Romeo. Escuché al príncipe decirme: Ojos, mirad por última vez. Brazos, dad vuestro último abrazo…; era el mismo bocadillo de amor, pero esta vez no parecía grotesco. Me erizó la piel y una voz cortante: no es necesario el beso. El príncipe suspiró: ¡gracias, maestra!

Desde los zapatos de Julieta, entendí que las palabras de Romeo no eran desabridas. Yo no quería ser princesa, yo no era una nena; y en vez: De ti Julieta, quiero escuchar “Amado mío”; me gustaría más: De ti Romeo, quiero escuchar “Amado mío”.

¿Dónde encontrar una historia así? Los libros estaban repletos de amores como el de Romeo y Julieta, pero nada del otro. Al fin, en la biblioteca de la escuela encontré una. Hablaba de dos guerreros, Aquiles y Patroclo, almas gemelas, que dieron sus vidas cuidándose el uno al otro. Se lo mostré a Mike y sus ojos verdes se iluminaron. En ellos, vi a Patroclo, o tal vez, a Aquiles. Era una locura, dos negros enamorados como si fuéramos dos aqueos. Si se enteraban mis padres, iba a arder Troya.

Fue el instante en que decidí meterme en el clóset. No los quería herir; y menos a papá, que una vez comentó: ser negro y gay es la última carta de la baraja. Y como soy un buen actor, imité a un jugador de baloncesto, era el mejor con la pelota; y a un guapetón que caminaba arrogante por la acera. Actuaba con tanta credibilidad, que hasta yo mismo me lo creía; sin embargo, al ver a Mike, todas las máscaras se caían.

Mientras Kevin hablaba, recordé al señor Floyd, escondiendo la bandera gay en el manubrio de la bicicleta. ¿Estaré dentro o fuera del clóset? ¡Qué más da! Me encanta que Mike y mi hermano sean guerreros como Aquiles y Patroclo.

Jorge Luis Llópiz Cudel, Cuba, Estados Unidos © 2021

mrllopiz@yahoo.com

Ilustración: fotografía tomada por Daniel Arauz en Oakland, California, el 29 de mayo de 2020 © 2020

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Pico de gallo

    Regresar a la portada