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Pico de Gallo

Los golpes en la puerta despertaron a Pedro en su mañana de cumpleaños. Miró al despertador. Faltaban cinco minutos para las nueve. Esos últimos instantes en la almohada eran una bendición. Decidió disfrutarlos hasta el último segundo. Sin embargo, los toques fueron más fuertes.
—¿Quién? —preguntó sin salirse de la duermevela.
—El autobús está listo —dijo una voz desconocida en un tono de urgencia—. La gira comienza en breve.

Aturdido, abrió a medias la entrada.
—¿Aún no estás listo? —le recriminó un hombre pequeño de cachetes pronunciados—. El viaje a Miami dura varias horas y el concierto comienza a las siete de la noche.
—¿Quién es usted? —le miró perplejo.
—Vamos —abrió los abrazos de manera familiar—, tu representante artístico. La tarima, la música, los aplausos esperan por ti. La Florida completa corea tu nombre.

Por fin sonó la alarma del reloj y entraron unas mujeres para ayudarle a vestirse, peinarse y maquillarse.
—Este concierto va ser un éxito —dijo una de ellas.
—¿Concierto? —balbuceó Pedro—. ¿Cuál?
—Siempre con tu buen humor —le apapucharon risueñas—. Eres genial. Adoramos el tono inconfundible de tu voz.

Eran jóvenes de pelo largo, piernas firmes, ojos resplandecientes y labios que halagaban. Le estaban jugando una treta. En breve sus amigos se aparecerían gritando: ¡Sorpresa! Podía detener la comedia de las acicaladoras de estrella, pero no le gustaba ser un aguafiestas. Se haría el desentendido. Fuera del apartamento, recibiría con aplomo las burlas, las risotadas por la vestimenta de artista improvisado. ¿Cantante? Era tan desafinado que ni en la escuela le dejaban entonar el himno nacional. Las maquillistas lo empujaron al pasillo. El centelleo de las cámaras fotográficas le encegueció. ¿Tanta gente se había prestado para el chiste? No podía ser. Al salir a la calle, cientos de personas aclamaban: “Pico de Gallo”, “Pico de Gallo”, “Pico de Gallo”.

Una reportera, micrófono en mano, acompañada de un camarógrafo, se acercó:
—¿Cómo te sientes en el día de tu cumpleaños?

Sonrió. Lo sabía. Todo el ajetreo era una burla. ¿Cuál sería el final? Y con la certeza de quien participa en una farsa, recibió con alegría al remolino de desconocidos pidiéndole un autógrafo.
—El autobús se va—le gritaron.

No escuchó las palabras del enviado. Era sabroso regalar firmas. Una mano lo arrastró sacándolo de la turba.

Antes de subirse al vehículo, su imagen engrandecida cubría varias ventanillas con un rótulo a todo color: Viva Pico de Gallo.
—Debe haber un error —le reclamó al señor—. Soy Pedro García.
—No te preocupes. Todo está bajo control. Es parte de la campaña de promoción. ¿Te diste cuenta? La gente adora a Pico de Gallo.

Mientras el autobús se alejaba, los fanáticos corrieron detrás vociferando el nombre que no era su nombre. ¿Quién podía detener tanta locura? La broma ya le estaba preocupando.
—Por favor —le dijo al chófer—, déjeme en la próxima esquina. Para mí es suficiente.
—Sé cómo te sientes —afirmó el guía con paciencia—. Y es lógico. El cantante quiere la fama y le teme a su vez. Es el miedo al éxito y sólo hay una forma de vencerlo: subiéndote al escenario. He sido testigo de la flojera de muchos artistas como la de la estrella de rock (no voy a mencionar su nombre por ética profesional) que, en su concierto de gala, afirmó con una voz aflautada: “Es que no sé cantar”.
—Ese es mi problema —aseguró Pedro entre sollozos—. Mis cantos jamás han salido de las paredes de la ducha.

Para calmarlo, el agente le dio una bebida y el asustado durmió a piernas sueltas.

Entrando en Miami, lo despertó el bullicio. Tras el cristal de la ventanilla, pasaron barricadas que sostenían a la muchedumbre con pancartas: Te amo Pico de Gallo.

El miedo se apoderó de él y se tiró del vehículo en marcha. Pensaba escabullirse. Terminar con la comedia, pero la gente le fue arriba con los brazos abiertos. No tuvo otra alternativa que treparse al techo del ómnibus.

Desde lo alto, intentando encontrar un agujero de escape, iba de un lado a otro, balanceándose como un elefante y los fanáticos imitaron el supuesto baile incluyendo los giros de desesperación. Cada remolino de sus pies iba acompañado de gritos de sus seguidores que se mesaban los cabellos y lloraban de alegría. No tenía salida y el representante lo escudó con su propio cuerpo arrastrándolo de entre las admiradoras que habían roto el cordón de policías. Se abalanzaron tempestuosamente. Tuvieron que correr ante la estampida del ganado. Lograron entrar en el edificio y Pico de Gallo fue escoltado hasta el camerino. Las estilistas le arreglaron el maquillaje, pasándole la mota por el rostro.
—Cinco minutos para escena —anunciaron.

Entonces, a Pedro le entró el tembleque. Sus brazos convulsionaron involuntariamente. Se dirigió al baño. No podía levantarse de la taza. Le ayudaron, ¿qué rayos era aquello?, el brebaje sabía a cucaracha muerta, sin embargo las emulsiones desaparecieron. Recobró el aliento. Las aspas del techo le refrescaron el cabello. Nuevamente las arreglistas compusieron el atuendo y peinado.

Escuchando el vocerío del auditorio, fue llevado por un pasillo a media luz. Tuvo la sensación de ser un boxeador de peso pluma condenado a enfrentarse con uno de peso completo. Lo harían papillas. Cuando pusiera los pies en el ring, correría a más no poder y les gritaría a todos que no era Pico de Gallo.
—Mírame —dijo el agente agarrándole los cachetes—. Nadie canta como tú. Eres Pico de Gallo.
Y diciéndole esto, lo empujó a la arena.

El anfiteatro estaba repleto. Miles de personas coreaban su nombre. Los llantos de las fanáticas se confundían con el movimiento circular de las luces. Mareado, se agarró del micrófono. Sonaron los primeros acordes. No sabía qué hacer. Era el fin. Su carrera de cantante terminaría antes de empezar. Lo arrastrarían por el estrado exigiéndole el dinero de la taquilla. Miró al cielo. Un cometa fugaz rayó el oscuro firmamento.

La orquesta reinició la música, pero el cantante estaba mudo. En ese instante, los espectadores de los asientos delanteros palidecieron. Pedro recibió miradas desencajadas, labios mordidos y puños encrespados. Con esos nubarrones y relámpagos, no se escapaba de la paliza. Cerró los ojos y abrió la boca con lentitud. Comenzaron a salir las primeras emanaciones. Se vio de niño, solo, en un parque al anochecer: su madre no estaba a la redonda. Cayó de rodillas y Padre nuestro que estás en los cielos; y el follaje de los árboles eran sábanas negras empujadas por una algarabía confusa; santificado sea tu nombre; y la humedad de la hierba le picaba la nariz; venga a nosotros tu reino; y el despertar de los grillos le estremeció la espalda; y hágase tu voluntad; y en la lengua tenía un sabor a parque solitario, que le erizó la piel; en la tierra como en el cielo. Cuando el miedo comenzaba a empujarle el corazón hacia fuera, escuchó en la lejanía ¡Pedrito! Era su madre. Se levantó de repente, los pulmones se le llenaron de aire y el temor lo dejó tirado sobre la hierba. Ahora más cerca ¡Pedrito!, y una alegría inmensa le recorrió su pequeño cuerpo. La voz salvadora ¡Pedrito! se mezcló con un bullicio primero inaudible ¡Icoallo! y después familiar ¡Pico de Gallo! Abrió los ojos y no vio a la madre sino a varias muchachas histéricas gritando ¡Pico de Gallo!, ¡Pico de Gallo!, mientras se arrancaban los cabellos, y a muchos jóvenes saltando y coreando la canción.

Estaba sorprendido: los alaridos de siempre, los de la ducha, agradaban a miles de personas. Llenó su pecho de aire. Vibraron los berridos. Vino la magia de los coros improvisados, acompañándole en la tonada. ¡Qué bien cantaban!, emocionado; mejor se callaba para escucharlos. Le hubiera gustado seguirlos, alcanzar tonos más altos, pero la garganta le dolía. Sería un crimen romper esa comunión y se le ocurrió dar volteretas, inventar pasillos de bailarín alocado, crear giros espontáneos, movimientos de cintura. La gente se llevó las manos a la boca llena de estupor y aplaudió eufórica.

Al terminar la canción, un reclamo unánime estremeció el estadio: “¡Otra! ¡Otra canción!” ¿Otra? ¿Repetir de nuevo el milagro? Temeroso salió del escenario. Tras bambalinas el apoderado, como un basquetbolista, lo dribleó rápidamente rebotándolo a escena. Sin otra alternativa, Pedro comenzó a bailar al compás de la música. Todos se movían al ritmo de la estrella. Los más atrevidos se subieron al estrado. Decenas de jóvenes se le acercaron para abrazarlo, besarlo y destriparlo.
—Gracias —le dijo al manejador— por este lindo cumpleaños.
—No hay de qué. Vendrán muchos más. Ahora ve a descansar. Después de este éxito, te espera Nueva York. Será lo máximo. Tendrás la oportunidad de comerte a la gran manzana.

Recostado en el asiento del autobús, Pedro observaba la retrasmisión del espectáculo en la televisión. Al escuchar sus tonadas, se tapó el rostro con las manos. Le parecieron discordantes.
—La calidad de su timbre —alabó el hombre con el rótulo de crítico musical en pantalla— es singular. Pico de Gallo canta como los ángeles. Alcanza escalas celestiales.

Pedro sintió vergüenza: no iba a estar a la altura de lo que todos esperaban. En su próxima aparición, sería desenmascarado, a menos que… le curasen el vozarrón.

Visitó a un profesor de canto. Practicó hasta el cansancio para ajustar los timbres y los tonos. Cuando el maestro consideró que estaba afinado y vibrante, el cantante se fue para Nueva York.

De nuevo la multitud aclamó su nombre. Las fanáticas gritaban. Con el micrófono en la mano, se entonó confiado. Mientras se inspiraba, objetos diversos saltaron al escenario: zapatos, ajustadores y sombreros. Pedro estaba contento. Su público le aclamaba.

Sin embargo, la ilusión terminó con el diluvio de tomates, verduras y huevos. La orquesta detuvo la música ante la pataleta de la gente: “¡Queremos a Pico de Gallo! ¡Qué vuelva Pico de Gallo!”.

El apoderado se escapó de bastidores.
—Sin la gente —le regañó pellizcándolo—, eres un montón de porquería. O cantas como gallo, o te desplumo aquí mismo.

La amenaza palideció al artista. Pedro estuvo a punto de protestar: no más berridos. Podía hacerlo mejor, pero se tragó el aliento. El público continuaba pateando en el suelo exigiendo el regreso de Pico de Gallo. Entonces se paró en puntillas y giró como un trompo al ritmo de la música. Dejaría a Pico de Gallo cacarear a todo pulmón. Con la mano izquierda, tapó su oído y berreó a más no poder mientras el público coreaba: “¡Bravo, Pico de Gallo! ¡Bravo!”.

Jorge Luis Llópiz Cudel, Cuba, Estados Unidos © 2019

mrllopiz@yahoo.com

Jorge Luis Llópiz Cudel (Ciudad de La Habana, 1960), escritor y profesor de literatura. Ha publicado el libro de ensayo La región olvidada de José Lezama Lima (1994) y las novelas De La Habana a Hialeah (2014), Nieblas (2016) y Los papiros del faraón (2018). Además ha dado a conocer los volúmenes de cuentos: Juego de intenciones (2000), Los papeles de Ventura (2010), El domador de ilusiones (2013), Mundanzas (2014) y El entremés de mi vida y otros cuentos (2019). Reside en los Estados Unidos desde 1995.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento “Pico de Gallo” se centra en el tema de la fama y sus consecuencias. Su trama se inserta en el género del absurdo, a la manera como Kafka lo concibió en el relato La Metamorfosis. El personaje principal, Pedro García, no aparece convertido en una cucaracha como Gregorio Samsa sino en un cantante famoso y es, a su pesar, arrastrado por un agente artístico a dar conciertos, sin importar que el protagonista no sepa cantar. La fama y la persona, la vanidad y la identidad son los ejes que estructuran el argumento de la historia.

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