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Un cuento muy largo de contar

A JUAN TAKESHI CHIRITORI lo conocían como el Loco Take. Cuando llegaba a La Muerte Lenta, al restaurante universitario de Mabillón, no faltaban los amigos que lo recibían gritando: ¡Arriba Alianza! Y él, levantando el puño en alto, respondía exclamando: ¡Ah! ¡Mi hinchada! Pero allí, en ese comedor para estudiantes pobres de París, muchos se inquietaban frente a esa forma de saludarnos.

-Nos toman por fachos, me dijo un día, los burros no comprenden el saludo de la barra del Alianza, la hinchada de los negros del barrio de La Victoria…

Eso del saludo aliancista se lo inventó Take en París: "para los franchutes", decía y así lo aceptábamos en La Muerte Lenta, donde hacíamos una larga mesa entre peruchos. Nos reunían los comentarios de las últimas novedades, del fútbol, de nuestro barrio de La Victoria y su equipo de campeones: el Alianza Lima. Nos preocupaba la selección peruana, las eliminatorias del mundial y los últimos chismes entre peruvianos instalados en París.

Entre nosotros, Take decía muchas veces que era un provinciano del sur de Lima, de Chincha, gritando: ¡Chinchano, de la más hermosa de las tierras africanas del Perú! Y contaba a los franchutes que su pueblo estaba poblado por los descendientes de los esclavos del Africa y que era un kurombo, black, noire, que se sentía negro de corazón… Recuerdo que en el colegio, en Lima, cuando estábamos en la gran unidad escolar Melitón Carbajal, los hijos de la colonia nipona, los llamados nisey, le decíamos: Kichigai, loco, o simplemente Kichi. Porque andaba repitiendo que nació en el desierto, con los hijos de la esclavitud, en la cuna del orgullo del deporte nacional…

Eso, generalmente, lo decía por el gusto de molestar a los nisey que vestían la camiseta crema de los hinchas del equipo blanquiñoso del Universitario de Deportes. A esos le llamabamos "los pitucos de dos por medio". Y entre ellos, algunos de esos nisey, insultaban a Take gritándole: ¡Kurombo Kusumayáááá…! Lo que en nuestra lengua materna entendíamos como "negro cagón".

En el colegio teníamos también unos compañeros de clase que eran hijos de nipones nacidos en el Callao, los chalaquitos le decíamos y ellos eran de la banda de los hinchas de la camiseta rosada del Sport Boys…

Quien me llevó a conocer La Muerte Lenta de París fue el loco Take. Al comedor que le pusieron el mismo nombre de los restaurantes universitarios de Lima. Fue una tarde en que comí, por primera vez, por tres francos cincuenta, un buen plato de cous-cous.

-Es uno de los platos más populares de los países del extremo norte africano, me dijo, el más famoso de la cocina árabe en París, del llamado arte culinario del Maghrebe, y me habló de otros platos como la tajina cocida en una olla de barro que más parece un horno en miniatura y el michui, como un asado en plena pampa, con leña…

Así, otra tarde, comiendo en uno de esos comedores, de los más baratos de París, exclamó: "¡Me manca la tierra de Chincha!". Poco antes se quejaba, como muchas veces, de su nostalgia chinchana:
-No comprendo, decía, por qué en París el mundo africano de Francia me cierra sus puertas…

Cuando volvió a decir lo mismo, de que el universo de los negros afrancesados era muy cerrado, repitió que se angustiaba por el pueblo de Chincha. En eso me di cuenta que hablaba echando ojitos a una negrita que estaba a unos metros de nuestra mesa.
-Desde hace rato me manda sonrisitas, me dijo, con sus dientes tan blancos.
-Te coquetea, le dije, con su carnosa bemba de manzana coloráaaa.
Entonces se paró exclamando: "¡Me falta el calor chinchano!" Y fue a sentarse al lado de ella.

Cuatro días que no se dejó ver y a la semana llegó a la Muerte Lenta trayendo del brazo a su negrita africana.
-Se llama Bembá, nos dijo.

Después de las presentaciones, los apretones de mano y el clásico saludo a la parisina, con cuatro besitos en las mejillas, Take dijo murmurando que Bembá era su Pasaporte.
-Con esta estoy haciendo mis planes para entrar de emigrante en el mundo africano de París…

Una noche Bembá nos llevó a comer un plato de thiep, de pescado con arroz a la senegalesa. Lo preparaban bien en ese restaurante del barrio africano de París, en el 18, conocido como El pequeño Dakarcito.

Admirando ese trasero que me hacía pensar en las cubanas le dije que la encontraba, francamente, muy bonita. Allí me dijo Take que no gaste piropos en Bembá. Porque ella me estaba preparando un buen "dossier".
-Para completar la documentación de ese portafolio vas a necesitar de todas las flores del mundo, me aconsejaba Take: "Te está armando un dossier de cañón, una sólida carpeta. ¡De primera!"
Finalmente, con una sonrisa muy amplia, exclamó: "¡Es un portafolio de la granflauta…!"

El dossier que me prepararon era Fatumata. Pero sus familiares la llamaban Fátima. Su nombre lo pronunciaba a la francesa, yo escuchaba como si el acento en la primera sílaba se hubiera mudado hacia la I.
-En algunos pueblos árabes el acento lo ponen en la última letra, me dijo Take, y suena algo así como: Fatimáaa, y no como: Fatíiima.

Se me ocurrió decirles que ese nombre sonaba demasiado cristiano para una chica de confesión musulmana. Ahora no recuerdo la respuesta que me dieron. Pero yo, imitando al loco Take, como para no romperme la cabeza con la pronunciación franchute, la presentaba a mis amigos diciendo: "Mi pasaporte". Pero, entre los de La Muerte Lenta nos acostumbramos a llamarla "Fatu".

Así tuve mi Pasaporte de Malí. La de Take era senegalesa, y las dos decían que eran primas hermanas. Antes, me dijeron ellas, esos dos países, con otros más, formaban una sola colonia francesa.
-Como el Ecuador, Bolivia y Perú, decía Take sonriendo.
-Dividir para reinar, agregaba Santiago, un amigo chileno exiliado por lo de Pinochet.
Y no faltaron los que se acuerdan del gran pedazo que nos quitó el Brasil, y del otro que pasó a Colombia.
-Y otro más para Chile, le decía riendo a Santiago, a quien a veces llamábamos "Refugieta"

Fatu se reía al escucharme hablar. Le daba risa porque generalmente, por falta de cuidado, se me escapan los acentos. Lo que llamaba "acentos de fuerza a la española". Y muchas palabras se quedaban al filo de la navaja, haciendo equilibrio, como trapecistas en un hilo, sin saber dónde ni cómo caer: al lado del castellano o del francés. Entonces tenía que darle un empujón para aventarme dentro de esos intentos para que me comprendan mejor. Eso de hablar, corregir mentalmente una frase para hacerme entender, enredaba más mi lengua. Mis traducciones era un listado de tantas autocorrecciones que terminaba en un enredo, pero con eso fui formando el idioma que llamaba "Frañol".

Ella, Fatu, como muchos amigos, me corregía. Eso me caía mal, molestaban, fastidiaba que me corrijan mi manera de hablar. "¡No asesinen mi frañol!", les decía.

Eso de mezclar idiomas es un problema que tengo desde muy chiquillo. Les contaba que de niño en mi casa sólo hablábamos en uchinanchu, así se llama mi lengua materna, les decía, el idioma de Okinawa, que de allá, de esa pequeña isla que está al sur de Japón, eran mis padres. Al llegar a la edad escolar me pusieron en una escuelita japonesa. Allí comenzaron mis primeras batallas entre las dos lenguas, la de mis padres contra la del imperialismo nipón que colonizó Okinawa. Pero luego, por la Segunda Guerra Mundial, prohibieron las escuelas niponas y tuve que estudiar en castellano: allí se me armaron las más duras peleas en la cabeza, las trompadas entre tres lenguas…

Las primitas africanas se reían de esa historia. Ellas, con su acento africano, de las colonias franchutes, se daban el lujo de corregirme, hasta que una tarde le dije a Fatu: "Para perfeccionar mi francés voy a aprender a escribir". Le expliqué que así, aprendiendo algo de gramática, podría controlar mi lenguaje.

Ella, al escucharme, sin perder tiempo, me llevó a un foyer del barrio trece, a una residencia para trabajadores emigrantes.

Allí, conocí a una francesita, la franchute mestiza, franco-senegalesa que dictaba las clases de alfabetización para emigrantes. Se llama Cristina y la recuerdo en un salón bastante amplio: sus largos cabellos rubios contrastando con el fondo negro de una pizarra. Ella, madmoiselle Cristina, con una tiza blanca, muy blanca, escribía frases que yo copiaba en mi cuaderno.

Entre las paredes de la sala de clases me sentía en un verdadero pedazo africano. En ese foyer de trabajadores emigrantes del Africa, en medio del barrio chino de París, yo era el único alumno que no era negro y me fui haciendo de amigos, quienes al comienzo se reían de mi nariz tan pequeña y aplastada, de mis ojos rasgados, muy asiáticos.

-Todo está muy chiquito en tus miradas, me decían, y por mi nariz agregaban: "Del perfume del mundo sólo te llega la mitad…"

Yo les decía que el mundo apestaba a demasiada miseria, que ese olor me daba náusea de pura cólera…, que mejor era verle la mitad, la menos miserable, y ellos me contaban sus historias, sus mitos, sus llegadas a París, sus largos y penosos viajes cruzando fronteras, y las cosas terribles que dejaron en su continente, sus guerras sobre sus tierras apenadas, sus desiertos crecientes, sus tumbas y sus montañas quemadas, sus mares y sus ríos cada vez más pobres…

Una tarde estaba en eso, copiando frases sobre el paisaje africano, cuando llegó un hombre muy grande. Me dijeron que era la más larga historia viviente. Un grillo, un maestro, de los que cantan las memorias de los pueblos africanos. Una Biblia o una Tora, da lo mismo, una enciclopedia en la cabeza. Su memoria penetraba hasta las más profundas raíces de las historias familiares más importantes de los pueblos.

Medía más de un metro noventa y cinco. Era delgado pero de un aspecto muy fuerte.
-Es un hombre de roble, murmuré.
-Un poste de teléfono, me dijo alguien, por donde pasan todas las noticias del mundo.

Estaba bien vestido, con un bou-bou muy elegante, colorido, brilloso, de amarillos y naranjas sobre un marrón que cambiaba de tonos, y olía a incienso. A un sagrado perfume muy lleno de respeto, decían. Su rostro era negro, muy negro y tenía una barba muy espesa, muy larga y muy blanca, como sus cabellos, blancos, muy blancos.

-Como la tiza y la pizarra, me dije al verlo por primera vez, pensando en la blancura de las letras de la profesora de alfabetización…

Sólo supe que el grillo venía del Africa Central. Yo pensé que podría ser de la Costa de Marfil, como también de Malí o Senegal. Poco importa.

A la semana aprendió a escribir su nombre y esa tarde exclamó algo incomprensible, en su lengua africana, pero yo entendí que había dicho "¡carajo!" Estaba contento de lo que había aprendido. Al verle el rostro, lleno de alegría y los gestos inquietos de sus manos, sentí como que él mismo estaba muy sorprendido de escribir su nombre. "¡Carajo!" Volvió a gritar en su lengua, no podría traducirlo con otra palabra. Hablaba en bambará, tal vez en soninke, en poular o mandingue… Da igual me digo, pero era una expresión segura, dura, y gruesa, como una mala palabra que varias veces repitió… Lo que el pintor Albarrán, de Guadalajara, podría interpretar diciendo que dijo "¡chingada!" Pero mejor se le traduce como: "chihuahua" me dijo Rubén, un amigo escritor que conocí por las rutas del internet.

De pronto el hombre, el negro de casi dos metros, recordó que ese día cumplió los noventa años de edad. Entonces dio un fuerte golpe sobre la mesa donde tenía una libreta, su cuaderno con su nombre escrito con sus manos y exclamó: "¡Voy a escribir la historia más larga de contar! ¡Un cuento de noventa años de edad!" Luego de exclamar: ¡MERDE! dió un golpe sobre la mesa y se fue murmurando un largo monólogo en su lengua materna…

Félix Toshi, Perú y Francia © 2002

Mariam.Thiam@wanadoo.fr

Su nombre completo es Félix Toshihiko Arakaki Ishikawa, pero siempre ha firmado como Félix Toshi, en todas sus obras de literatura, pintura y escultura. Nació en el Callao (Lima, Perú), en 1941, en el seno de una familia de inmigrantes de Okinawa.
Hace más de 25 años participó en un concurso; ganó el primer premio con un relato y desde allí no dejo de escribir. En Lima se organizó un grupo llamado "Narración", donde participó activamente. Más tarde comenzó a publicar un relato semanal sobre temas sindicales en el suplemento "La Jornada Laboral". Cuando el gobierno cerró "La Jornada Laboral", publicó un pequeño libro de relatos que fue traducido en Dinamarca. Entonces le llamaron para trabajar en el programa de alfabetización del Ministerio de Educación, exclusivamente para escribir un libro que sería utilizado dentro del programa, y "Un cuento muy largo de contar" pertenece a ese libro que aparentemente nunca fue publicado.
Por sus relatos publicados en "La Jornada Laboral" de Lima, le enjuiciaron y el tribunal, para condenarle a prisión, declaró que sus relatos y cuentos no eran obras literarias porque estaban basados en hechos reales. Regresar al Perú para ser encerrado por sus publicaciones no le agradaba y se puso a vagar por Europa, escribiendo cuentos y relatos sobre la vida del mundo que veía rodar. Ahora vive en Francia, donde trabaja de jardinero. En Francia ha participado en muchas exposiciones de pintura y escultura, y algunas de sus obras han viajado a exposiciones internacionales.

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