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De la vida de las cucarachas

Era un trabajo sencillo y descansado, pero a mí me causaba rechazo. Hay personas que adoran armar ramos de flores y preparar centros de mesa. No era mi caso. Prefería secar cientos de cubiertos, repasar miles de copas o, inclusive, amontonar sillas y mesas. El solo hecho de tener que entrar en la cámara frigorífica ya me causaba fastidio. Después tenía que repasar los floreritos que habían quedado de la semana pasada. Rescatar aquellas flores que no se habían marchitado, arrancarles algunos pétalos, y después, mezclarlas con las nuevas. Los centros de mesa eran de cerámica; en su interior se ponía una especie de esponja vegetal que se llamaba oasis. Después de mojarlo, se clavaban los tallos de las flores en él, y se adornaban con coronas de novia y helecho, para darle volumen. Las flores eran fresias, claveles o rositas rococó.

Tal vez el motivo de aquel rechazo fuera la imposibilidad de conformar al arquitecto Filardi. Era el dueño del restaurante. Un detallista. Un obsesivo. En definitiva, un rompe pelotas insoportable. Siempre iba a encontrar un mantel sin la caída adecuada, un velador que no guardaba la línea con los demás. Y los arreglos, ¡Cielo santo!, jamás (pero jamás) estarían lo suficientemente prolijos para su condenada óptica.
-¡Benítez!... a éste le falta helecho…
-¡Benítez!... agréguele rositas… y más agua. ¡Tengo que estar en todo!

Estábamos terminando de armar el salón para la noche de Navidad, y yo todavía no había podido revisar mi plaza. Constaba de cuatro peines (o sea mesas largas), unos veinticuatro cubiertos (o comensales). Me esperaba trabajo duro, porque estaban al final del salón, sobre el ventanal principal. Hasta la cocina tenía un buen trecho, y una escalera de doble tramo. Y el arquitecto no permitía tener mesa de apoyo en el salón. Dicho de otra manera, si un cliente quería una cucharita de postre había que subir la maldita escalera.
-¡Pero, Benítez!... ¡Todavía faltan la mitad de los floreros!

El único que miraba embobado era un mozo de los llamados “extras”. Eran contratados específicamente para cubrir una vacante por esa noche, y luego, para la noche de Año Nuevo.

-¿Quiere que lo ayude?
-¡No! Mejor anda ayudar a Juan, alcánzale esos platos…
-Pero yo…
-Dale, hacé lo que te digo yo.

El tipo se fue mirando de costado, algo ofendido. En realidad, y no sabía por qué motivo, no me había caído en gracia. Tal vez fuera celo profesional. ¡Claro que estar celoso de este tipo...! El hombrecito tenía un cuerpo macizo, piel cetrina y rasgos aindiados. Causaba gracia verlo en chaleco negro, camisa blanca, pantalón negro (como los zapatos) y moño. Algo no encajaba en la vestimenta, y era él. El pelo negro y grueso se resistía al peine. Y su postura, delataba años trabajando en pizzerías. No tenía la apostura del mozo de restaurante. Claro que no era su culpa, le faltaba la experiencia. Por otra parte, y a su manera, era tan insoportable como el arquitecto.
-¿Dónde están las paneras? -y luego, volvía a preguntar:- ¿el aceite de oliva?
-¿Así está bien doblada la servilleta?

El tipo trataba de ser amistoso, pero yo no tenía tiempo para prestarle atención. Persistía, también, esa sensación de disgusto. Me parecía que era demasiado amistoso, como falso y artificial. Lo mande a paseo otra vez. Y a la hora de la cena, me senté en el otro extremo. La hora de la cena era un momento extraño. Era el último instante de calma, antes del trabajo. Pero el menú no acompañaba. Casi siempre eran alitas y menudos de pollo, con arroz o saltado con papas. Los compañeros de trabajo eran… sencillos. Las charlas no eran demasiado estimulantes, casi siempre terminaban en:
-¿Te acordás de Emilio?
-¡Sí!... ¿Dónde está?
-En Madison, se acomodó el guacho, ahí caza bien…
-Tienen buenos sueldos, y son efectivos.
-¿Te acordás cuándo…?

En este punto, yo no me ponía de acuerdo. No sabía si seguir revolviendo la insulsa comida, o seguir escuchando la insulsa conversación. Todavía faltaban las bromas que Jesús repetía semana a semana. Decidí ir a fumar al jardín.
-¡Buen provecho!... ya vuelvo…

Estaba pegando algunas pitadas, cuándo sentí pasos a mis espaldas.
-¿Todo bien, Benítez?
-Sí, todo en orden.

-Tengo un pedido que hacerle -Filardi me miró directo a los ojos-. El muchacho morocho, el nuevo…
-¿Héctor?
-Sí, quiero que trabaje con usted.
-Pero yo -traté de protestar- trabajo mejor solo…
-Benítez, le dije que trabaje con usted, no que comparta la propina -lanzó una corta risa de hiena-; es muy torpe, jamás trabajó en un restaurante.
-Entonces, yo lo tengo que cargar al hombro ¡Justo esta noche!
-Usted es el más capaz que tengo -ahí estaba, primero te daba el dulce y después venía el garrote-. Por favor, en Año Nuevo se lo pongo a Juan.

No recuerdo haber trabajado tan mal como esa noche. Parece que para lo único que nos poníamos de acuerdo, era para equivocarnos. En un momento, lo llevé aparte y le expliqué:
-Héctor, sólo te pido que hagas lo que yo te digo -lo miré severamente-. Mirá, yo no soy jefe, ni me gusta mandar. Pero si no hacemos algo ya, esta noche no vamos a sacar propina ni para el colectivo. Andá por las mesas, y retirá todo el servicio sucio y los ceniceros. Yo sirvo las bebidas, traigo hielo y preparo todo para el brindis. ¡No te olvides de retirar las migas con el cepillo!

El tipo me obedeció, pero el resto de la noche estuvo mortificado conmigo. Cuando fuimos a repartir la propina me dijo:
-No, gracias. Vos hiciste todo el trabajo, yo…
-¡No! Vos fuiste muy útil, en serio…
-No mientas, Ricardo, no es necesario.

Desde esa noche, no lo había vuelto a ver, hasta ese momento.

El restaurante siguió un par de temporadas más, pero al arquitecto le interesó más unos cuántos dólares, que la historia centenaria del lugar. Que la clientela y su personal, y que la opinión de Don Basilio, el patriarca que había fundado Buckimgham´s. Lo vendió.

Al estar desocupado, uno piensa que sólo es cuestión de tiempo. Que enseguida saldrá una nueva oportunidad. Uno cree y tiene fe, hasta que ya es demasiado tarde. Después que te rechazan por enésima vez, decidís hacer algo extremo. Como robar un banco, o asesinar a alguien y cobrar el seguro. En mi caso personal, salí a vender pastelitos por los negocios. Sobrevivía. Pero aquella noche, no. Estaba en el bar de la estación bebiéndome las ganancias del día.
-¿Ricardo? ¿Sos vos?

El rostro era inolvidable. El lugar dónde lo conocí tardó un rato más, tal vez fuera el alcohol. Pero las coordenadas se superpusieron en algún momento. Sólo quedaba recordar el nombre.
-Hola… ¿Cómo estás? ¡Tanto tiempo!
-Bien, muy bien… ¿Y vos?
-Tirando… más o menos -en realidad no daba para mentir la situación, con solo ver mi vestimenta se daba cuenta que no corrían buenos tiempos.
-¡Que lástima! -me pareció escuchar un tono algo burlón en su voz-, a mí me va fenómeno. Fui a probarme el grill Kentucky, y quedé ¿Vos vivís por acá?
-Sí, a mitad de camino entre Moreno y Paso del Rey. Unas quince cuadras de la estación.
-Yo vivo a cuatro cuadras, para el otro lado de la estación. Me edifiqué un chalet de dos dormitorios. Y además me compré un auto usado… un Renault 12.
-¡Que bien! -el tipo se pavoneaba con sus logros.
-¿Te acordás cuándo arreglabas tus floreritos? -parecía que ese trabajo que yo odiaba, él lo veía como un símbolo de status laboral-.¡Las vueltas que tiene la vida! En ese momento yo estaba sin trabajo… y ahora…
-¡Claudio, me cobrás, por favor! -no iba a permitir que me siguiera hostilizando- disculpá… este…
-Héctor…
-¡Claro!... Héctor, se me hace tarde.
-Esperá, Ricardo, tengo algo para vos -el tipo se acercó con aire conspirativo-. Mi cuñado trabaja de cocinero en el country club San Diego… creo que te puede conseguir algo para los fines de semana…
-¡En serio! -estaba genuinamente interesado-. ¿Y cómo hacemos?
-Ya nos vamos a encontrar acá, o si no, te pegás una vuelta por Kentucky.

La invitación no sonaba muy prometedora, entonces la olvidé.

Seguí luchando un par de semanas más. Trabajos esporádicos, mal pagos y fuera de término. Parece que cuándo uno está desesperado por dinero, los demás (los patrones) aprovechan para, en el mejor de los casos, pagarte lo menos posible y lo más tarde factible. Los conocidos, te pasan datos que casi siempre terminan en un:
-Muchas gracias, ya lo vamos a llamar.

Estaba en el centro, en la zona bancaria. Miré la calle: 25 de Mayo, casi a la altura. El Kentucky quedaba cerca. Tal vez, una intentona más; antes de otro fracaso.

El horario no era el más adecuado para conversar. El salón estaba atestado de comensales desesperados. Todos querían esos platos espantosos, pero rápidos. O comían un sandwich o empanada, y salían a sus tareas. Eso era un grill, comida variada y rápida.
-¡Estoy tapado de trabajo! -me dispensó unas palabras Héctor-. Todavía no hay nada… si sé de algo te aviso…

Mientras me retiraba arrastrando los pies, observé un par de detalles. El primero, la mirada torva y de soslayo de Héctor. Luego, después de cambiar algunas palabras con los otros mozos, éstos echaron a reír mientras me miraban con descaro. Ahí comprendí todo el asunto. No le había bastado con humillarme una vez, sino que quería compartir su venganza con los otros.
-Ahora, Héctor, no tengo tempo para vos -me dije para mis adentros-. Pero ya nos veremos un día de estos.

Un viejo dicho del campo dice: “Siempre que llovió… paró”. Al poco tiempo conseguí un trabajo de mozo en una confitería. Debo confesar que la caída había arrastrado en pocos meses un esfuerzo de años. Reponerme me llevó unos tres años de duro trabajo, y horas extras, que a Dios gracias no escaseaban. Y los patrones pagaban bien, y en plazo.

Estaba en la cocina, disfrutando del desayuno. Era un día de semana, temprano a la mañana. Dentro de la gastronomía los días francos de servicio no caen los fines de semana, te los dan un día de la semana. Una cucaracha comenzó a maniobrar frente a mis narices. Recordé algo que había visto en un documental. En principio, ese bicho tenía una presencia en el planeta Tierra, de un mínimo de trescientos millones de años. Se adaptaba a cualquier condición adversa, por extrema que fuera. Además era autónomo. Muy diferente de las hormigas, o las abejas. Si uno tuviera la capacidad para encontrar y liquidar a la reina, el resto de la comunidad desaparecería. La razón de su vida es servir a la realeza. En cambio, las cucarachas tenían otros motivos diferentes. Su único objetivo era sobrevivir, comer porquerías y revolcarse en su propia mierda. Como además tenían la capacidad de no enfermar con los virus que ingerían, los transmitían y enfermaban a las otras especies. Sobre todo la humana.

Sobre la cocina había dejado la caja de fósforos. La tomé y la vacié.

Las cucarachas por las mañanas se esconden en sus recovecos, pero, la noche anterior había fumigado; y aquella era una sobreviviente de la masacre. Estaba algo atontada, y se movía lento. Sería un interesante experimento, ver cuánto tardaba en morirse dentro de la caja. Con uno de los fósforos la empujé, y obligué a entrar en la caja. No opuso demasiada resistencia. Era un día de auténtica libertad. Mi mujer y mi hija estaban en casa de unos familiares. Era un día ideal para visitar un viejo amigo, y recordar otras épocas.

Me vestí sin prisa, y seleccionando lo mejor de mi vestuario. Mocasines de cuero de carpincho, medias de hilo, unos pantalones de corderoy azul, camisa de jean celeste y la campera con forro de corderito. Cuándo salía, tomé la caja de fósforos con el experimento, y la puse en el bolsillo interior de la campera.

El Kentucky estaba menos lleno que de costumbre, tal vez por el horario.
-¡Hola, Héctor! ¿Cuál es tu plaza?

El tipo se quedó estupefacto. Sin habla.
-¡Vamos, hombre! -puse mi mejor sonrisa-. El sol sale para todos… ¿Pensaste que toda la vida iba a estar hecho un menesteroso?
-¡No!... no es eso… es sólo que…
-Sí, ya se… ¡Tanto tiempo! -otra vez me puse en condescendiente-. No importa… ¿Por aquí está bien? -indiqué un lugar algo alejado, con pocos parroquianos-. Tengo tiempo de esperarte para hablar. Primero voy a comer algo… dame la carta y traeme un buen borgoña.

Mientras Héctor se alejaba algo extrañado, consulté la carta. Un buen minestrón serviría a mis propósitos. Algunos de los mozos que estaban en la entrada de la cocina, eran los mismos que habían mirado burlones la vez anterior. Ahora me miraban a hurtadillas, y serios.

Héctor descorchó el vino, y me lo sirvió ceremonioso. Entonces le pedí la sopa.

Tomé un par de sorbos, y saqué la cajita del bolsillo. El bicho seguía inexplicablemente vivo. Ni el insecticida ni el encierro habían podido con sus deseos de vivir. Cerré la cajita y la dejé en un costado de la mesa.

Héctor llegó con el humeante plato hondo.
-¿Tu cuñado sigue trabajando en San Diego?-le dije intencionado.
-Ricardo… yo no quise…
-Tomarme el pelo -ahora elevé un poco el tono de la voz-. ¿Por lo menos aprendiste a hacer una fondue decente?… sorete…
-Pará, no me…
-Pará vos, y escuchame. -Se quedó callado- ¿Te pensaste que porque trabajas en este bodegón de mala muerte te podés comer el mundo? ¿Quién carajo te crees que sos para burlarte del caído? Te voy a enseñar una lección que no vas a poder olvidar… andate nomás, ya vamos a seguir este asunto.

Me quedé mirando los vegetales que flotaban en el líquido espeso. Tomé la cuchara y revolví un poco el contenido. Entonces tomé la cajita de fósforos.

La cucaracha estaba aún más torpe que antes, tardó bastante en salir de la cajita. Hizo algo de equilibrio en el borde del plato, hasta que patinó en el líquido. Trató de apartarse de la sopa caliente, pero no pudo. Como si fuera un pantano, cada movimiento la hundía más en la sustancia. Lo último que quedó a la vista, fueron las antenas que dejaron de moverse. Levanté la mano llamando al mozo.

-Héctor, te voy a contar que va a pasar en los próximos minutos -tomé un sorbo de vino-. Vas a llamar al encargado, porque de forma desaprensiva, en el plato de sopa hay una cucaracha.

La quijada de Héctor cayó casi a hasta tocarle el pecho.
-Como vos sos el responsable, yo te reclamé. ¡Y vos me contestaste de mala manera!... o sea no me va a quedar más remedio que armar un escándalo, a los gritos…
-¡No! Por favor, no hagas eso… ya me suspendieron una vez por llegar tarde… y…
-Lo siento, Héctor

Sin darme cuenta, como le había pasado una mañana a Gregorio Samsa, yo también me había convertido en un sucio insecto, el más pestilente de todos.
-Héctor… llamá al encargado…

Ricardo Juan Benítez, Argentina © 2007

rickybenet@gmail.com

Ricardo Juan Benítez nació un 28 de noviembre de 1956, en el barrio porteño de Caballito de la Capital Federal de la República Argentina, lugar dónde reside actualmente. Luego de un prolongado paréntesis, retoma su pasión por la escritura a mediados del año 2004.
Admirador de los clásicos cuentistas como: Edgard Allan Poe, Ernest Hemingway, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Jack London y una lista por demás extensa, se dedica en exclusividad a la prosa.
En la actualidad tiene trabajos publicados en: ALMIAR Margen Cero (España), Alma de Luciérnaga (Israel), Resonancias Org. (franco-argentina), Herederos del Caos (USA) Azul Arte (Inglaterra), Uchronicles de Giampietro Stocco (Italia).
Sus web sites: www.lacasadeasterion.net, www.arihua.net, www.agonia.net, www.sanesociety.org.
Colabora asiduamente con publicaciones digitales (Hotel Tomás, Los discípulos, Axxón, El Fausto).
En marzo del año 2005, su cuento “Instrucciones para el sepelio de una mula” fue portada de Proyecto Scherezade, de la Universidad de Manitoba, Winnipeg, Canadá. Obtuvo el Segundo Premio, en el concurso organizado por la Asociación de Arte y Cultura de Merlo (República Argentina). El cuento: “Noche de bruma y silencio”. En ese mismo año 2005, su cuento “El hombre de marrón del fondo de mi casa”, obtuvo Primera Mención de Honor, en el concurso organizado por El Grupo Fausto (España) Por último, su cuento “Insensatez” figura en la antología “Los rostros y las tramas” de Editorial Dunken, seleccionado por el escritor y poeta César Melis. Y su cuento “Noche de bruma y silencio” en la antología editada por la Asociación de Arte y Cultura de Merlo.

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