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El río mar

El inmenso río parece un lago bajo el sol. Después de las lluvias que han unido lagunas, formado pantanos y arrancado sembradíos, el barco avanza despacio y la fresca brisa acaricia la cara curtida del capitán. En las orillas los árboles de tangarana están en flor y colores rojos y amarillos destacan contra el verde intenso. Las mujeres ribereñas lavan bajo las palmeras y alzan sus miradas desde lejos mientras agitan las manos en el aire, saludando y adivinando sonrisas.

Hoy, el barco no lleva muchos pasajeros a bordo; unos soldados regresan a la guarnición. Algunos turistas observan la selva impenetrable a través del objetivo de sus máquinas fotográficas para guardar impreso en el papel ese mundo extraordinario que es la selva. Un periódico ha traído la última noticia: “periodista colombiano desapareció en la selva”.

Se comenta que el periodista ha llegado para documentarse sobre las costumbres amazónicas. Lo están buscando, pero no todos los nativos osan penetrar la enmarañada vegetación porque no se atreven a desafiar en su mismo hogar a la temida shushupe, serpiente venenosa, ni al sangriento tigre Ikam Ñawá.
–La selva es grande y podría estar en cualquier parte –indica el capitán Giménez. Hace tanto tiempo que él navega por ríos, lagos y meandros que ya forma parte de la tradición verlo llegar semanalmente con el correo y los visitantes, avanzando contra corriente y fondeando en las orillas.

Se divisa a lo lejos la otra orilla como una menuda línea verde que separa cielo y agua. El barco navega cerca del margen pues pronto deberá virar hacia el afluente de negras aguas que penetra silencioso en la maraña inextricable. Todo está tranquilo después de la tormenta y no se ve ninguna nube ni se mueve una hoja. Sólo el río camina. Las casas de madera cubiertas de hojas de palmera van escaseando, así como las canoas de los indios. Cada vez se alejan más de la civilización.
–El colombiano se fue solo –comunica un soldado al capitán. El joven militar tiene ojos despiertos, labios gruesos, nariz afilada.

Un leve gesto en la curtida cara da a entender que ha escuchado. Coge su pipa retorcida y entre los labios del capitán se desliza tenue humo de tabaco. Su espíritu, entrenado en aguas lentas, ha ensayado en estos años la paciencia. Observa de reojo al soldado, con las cejas levantadas, y aguarda sin pronunciar palabra.
–El teniente Pelúndez no quería dejarlo navegar solo por el río y le aconsejó que debía regresar a la ciudad, pero terco se fue en una canoa. Está estudiando las prácticas mágicas de los curanderos. Los ribereños están asustados y dicen que la boa o el jaguar ya lo encontró. Tienen miedo del espíritu maligno del jaguar que se convierte en hombre en las noches de luna y que llaman Iwanch.
–¿Qué pasa con el Iwanch?
–Dicen que el colombiano es el Iwanch porque llegó en noche de luna.

El capitán escucha inmóvil con los ojos entrecerrados y su mirada se pierde en la espesura buscando el brazo del río que ya debe estar muy cerca. Por ese lugar debe virar el barco. Pelúndez, el teniente de la guarnición, es un amigo suyo y muchas veces en las noches de vigilia, han comentado juntos, bajo la luz de la luna, las increíbles y fascinantes leyendas del intrincado mundo amazónico.
–Llevaba todos sus papeles en regla y no teníamos una verdadera razón para detenerlo en la guarnición –se disculpa el soldado con cautela–. El teniente le aconsejó que no viajara solo y se fue sin que nadie lo viera, río abajo, con víveres y un fusil de cacería en la canoa.
–La gente es agresiva cuando tiene miedo...
–Han pasado nueve días y se puede llegar al pueblo antes que eso aún en época de lluvias, si sigue el curso de las aguas. No pudo perderse a menos que se haya internado en la espesura o lo haya tragado...
–¿De qué hablas?
–...un remolino –contesta después de pasarse un pañuelo por la frente con gesto nervioso.
–¿Nadie lo ha visto?
–Los nativos no dan razón y están todos muy callados.

Aspira la pipa pensativo, mientras escruta con sus pequeños ojos claros la mirada franca del soldado, que observa el cielo buscando una señal del tiempo.
–La gente es muy supersticiosa –prosigue el joven militar– y, si creen que el colombiano es el Iwanch, vamos a tener problemas. Desde la luna llena las canoas han llevado la noticia de un lugar a otro a lo largo de los ríos. Lo puede haber atacado el jaguar...
–La selva también traga a la gente.

El soldado asiente con la cabeza mientras se seca el sudor con el sucio pañuelo que luego coloca cuidadosamente en el bolsillo. Sus ojos se enturbian.
–Ojalá que lo encuentren rápido o que no lo encuentren para nada.

El capitán maniobra el barco hacia el afluente de aguas negras y puede distinguir un trozo de cielo entre las ramas enormes de los árboles, que llegan a juntarse en ciertos sitios formando arcos verdes sobre el río, cuando el cauce se estrecha. Los pocos rayos de sol que atraviesan la selva producen destellos sobre el negro tafetán que corre liso y silencioso, envolviendo árboles sombríos y bajos matorrales.

Los turistas, admirados, mezclan idiomas, excitados con la emoción que produce el coraje de dormir lejos de sus comodidades conocidas, del tráfico caótico de la civilización, mientras bajan al muelle del albergue. Allí los esperan cordialmente para llevarlos a conocer bellísimas lagunas escondidas, silenciosos pantanos repletos de caimanes, orquesta nocturna de aves y mamíferos entre orquídeas.

Los mozos, ágiles y esbeltos, enrollan las cuerdas; el río es su hogar, les proporciona trabajo y alimento, conocen a los ribereños y son felices en medio de esta selva inmensa con su olor a humedad.

Con un tajo del machete, el capitán corta tabaco de un rollo de hojas secadas al sol. Lo desmenuza dentro de la pipa y luego lo coloca nuevamente dentro de la bota. El humo se disuelve en el aire cálido y los turistas saludan desde el muelle mientras el barco se aleja nuevamente río abajo, repitiendo el mismo escenario sobre el agua, como si fuera un espejo. Sólo los árboles acompañan la embarcación, sólo las aves indican el camino con sus chillidos prepotentes. No muy lejos queda la guarnición y, cuando amarran en el muelle, bajan los soldados y sube a bordo el teniente Pelúndez con su papagayo al hombro.
–¿Supiste lo del colombiano?
–Que dicen es el Iwanch....
–He mandado a mis hombres con dos lanchas río abajo. Avisamos también a los nativos porque tendría que aparecer de un momento al otro.

El capitán Giménez sirve dos vasos de pisco mientras el teniente Pelúndez lee su correspondencia.
–Me piden noticias del periodista que dan por desaparecido, como si lo hubiese tragado el río –indica la carta con el dedo.
–Río –repite el papagayo.

Bebe un trago sin respirar y luego exclama:
–La mujer de Fan va a dar a luz muy pronto.
–Le traigo medicinas.
–Lo aprecias, ¿no es verdad? A ese salvaje que te acompañó por los pongos y te salvó de remolinos.
–Tiene coraje, Pelúndez.
–Está medio loco. Bebe ayahuasca y delira. No me sorprendería que dejara a su mujer sola dando a luz sobre la hamaca.
–Me contaba que quien atrapa al espíritu del jaguar y lo mata, hereda su fuerza.
–Creen que el Iwanch anda merodeando por la selva.
–Las leyendas también nos cuentan que el Iwanch viene a la selva a despellejar aguarunas para fabricarse una manta porque el pellejo de ellos es más resistente bajo el sol.

Se estremecen, cogen sus vasos y beben simultáneamente para alejar ideas peligrosas ya que recordar las supersticiones de la selva no los hace muy felices. El Iwanch o espíritu del jaguar puede ser cualquier persona que no pertenezca a una tribu amazónica. El sudor corre por las frentes curtidas y el sol desde arriba descubre las arrugas producidas por el clima y la lucha diaria contra la naturaleza amenazadora que los rodea. En sus brazos fuertes de piel oscura, los insectos ya no hacen estragos porque con ellos han abierto senderos, remado días enteros, caminado bajo el sol, bajo la lluvia. Estos hombres han aprendido lo que la selva les ha enseñado y saben lo que puede suceder en ese mundo enmarañado.
–¡Llévate la botella, Pelúndez! –exclama mientras desvía la mirada.
–Está casi llena, capitán.
–Llévatela, te servirá. No tendrás otra hasta la semana entrante.

Una sonrisa ilumina la cara del teniente:
–Gracias, Giménez. Nos vemos en siete días.
–Si no nos confunden con el Iwanch.

Baja a tierra el teniente de la guarnición, la botella en una mano, el papagayo al hombro. Una canoa se desliza dulcemente, repleta de niños que regresan de la escuela, mientras un lagarto negro asoma la cabeza por el barro del pantano más allá de la corriente que arrastra ramas y pequeños troncos que se arremolinan en un rincón del río. El barco prosigue su camino por la selva, al encuentro del gigantesco río que es un mar, bordeando islas mientras cielo y agua toman el mismo color gris.

Fan, nativo de una tribu amazónica, le contó cierta vez a Giménez que una boa se enroscaba alrededor del cuerpo y voces le hablaban mientras se sumergía en líquidos viscosos. Por eso, espera no encontrar a Fan esta vez mareado con el Ayahuasca que le da alucinaciones. El capitán nunca ha probado la droga ya que debe estar atento si no quiere que lo trague el río. No necesita alucinaciones, para soñar le bastan sus propios pensamientos.
–A veces es mejor no pensar –farfulla entre dientes.

Ha llegado a la casa ribereña y parece desierta, aunque el capitán debe entregar a tiempo las medicinas para la mujer de Fan que está preñada.

Los mozos en la popa acomodan la tabla que sirve de puente y el capitán baja a tierra. Tal vez se avecina una tormenta nuevamente pues el viento encrespa las aguas en la orilla y los grumetes sobre el barco pescan bagres y pirañas con un hilo.
–¡Fan! ¿dónde estás?

Giménez observa alrededor, pues donde hubo una plantación de arroz ahora hay río, desde que las lluvias inundaron las plantaciones y dejaron sin comida a Fan y a su familia. El capitán se recuesta contra un árbol y contempla la desolación: la hamaca está vacía y hay sangre sobre el piso.
–¿Capitán? –siente un fusil incrustado en el costado y no se mueve; Fan sabe moverse sin hacer rumor, pero Giménez se da cuenta que allí está. Asiente con la cabeza y el nativo baja el fusil de cacería.
–¡Claro que soy yo, y te traigo medicinas! ¿Quién más podría ser? ¿No ves mi barco en la orilla, o es que ya no me conoces?
–El Iwanch, capitán, robó a mi niño en la mañana.
–¿Has bebido el Ayahuasca, Fan? ¿Estás drogado?
El nativo no responde a las preguntas.
–Mi mujer gritando, llorando, pariendo y el niño nació. Yo corrí detrás del jaguar, capitán, que pasó corriendo como el viento y se llevó al niño entre los dientes. Yo seguí sus huellas de tigre en el pantano.

–¿Nació el bebé y se lo robó el jaguar?
–Así es, capitán.
–¿Cómo ha llegado aquí este fusil de cacería? ¿Acaso sabes usar el rifle?
–¡Yo perseguí al espíritu, capitán!
–¿Qué me estás diciendo, Fan?
–El jaguar se comió a mi niño, pero yo lo seguí y encontré su espíritu.
–¿Su espíritu? ¿Y adonde está tu mujer?
–A ella le pegué duro con un palo por dejarse robar al niño. Así debe ser el castigo por no cumplir con su deber.
–No se castiga a las mujeres con un palo, Fan. Esas prácticas de la tribu no deberías seguirlas. ¿Es que no aprendiste nada, conmigo? ¿Adónde fue tu mujer?
–Fue donde sus hermanas a la tribu, llorando, llorando y remando. Ya no tiene niño, pero ya no tiene miedo tampoco. Ya debe haber llegado llevando almuerzo.

Giménez aspira la pipa haciendo ruidos cortos, rápidos y observa con incredulidad a su antiguo compañero de aventuras. Con él ha navegado por rutas fluviales sorteando peñas y la muerte a diario. No llega a entender cómo su amigo pueda seguir las bárbaras costumbres y usar el castigo físico en sus seres queridos. Aunque la mujer no debe estar muy adolorida si ha ido remando hasta tan lejos.

Observa la sangre en el suelo, sus ojos celestes se contraen y frunce el entrecejo.
–¿Cómo sabes que era el Iwanch, Fan, si tú nunca lo habías visto?
–Seguí las huellas del jaguar y encontré al Iwanch con la piel blanca como un espíritu. Yo lo reconocí, capitán. Yo maté al Iwanch, aunque traía un arma, y me lo comí. Su espíritu maligno no regresará nunca más. Ahora tengo yo la fuerza del tigre, del jaguar malvado que robó a mi niño.

Recién entonces descubre Giménez, con estremecimiento, los huesos regados entre la maleza y recoge un lápiz y una libreta de notas mojadas de lluvia y sangre.
–Tú no sabes escribir, ¿verdad Fan?
–Nunca aprendí, capitán.
–Quizás no era el Iwanch, Fan. Quizás el que mataste no era el jaguar, no era el espíritu del tigre que te robó a tu hijo.

El nativo lanza una mirada furtiva al capitán mientras da un paso atrás y contempla la caña del fusil de cacería. Recoge la bolsa de las medicinas y se dirige con paso receloso hacia su casa de cañas, pero luego se detiene.
–Váyase, capitán. La lluvia corriendo se ha llevado mis sembradíos, pero hemos comido y yo mañana sembraré arroz otra vez. El jaguar corriendo se ha llevado a mi niño y mi mujer el próximo año va a parir otra vez. El fusil era del Iwanch, a cambio de mi hijo que robó siendo jaguar. Todos contentos, capitán. Váyase y no regrese, capitán.

Mudo se dirige el capitán al barco. La tormenta se avecina. Mejor será ponerse en marcha de una vez y llegar a la guarnición donde Pelúndez antes de que anochezca. Muerde la pipa entre los dientes, incrédulo, nervioso y espantado. Ha guardado dentro de la bota el lápiz y la libreta de notas que ha encontrado.
–¡Regresamos a la guarnición!
–¿Fan ha visto al periodista, capitán?

El río gigantesco camina formando pantanos, arrasando sembríos, tragando casas, canoas y vidas. Los hechos incomprensibles colman los montes de leyendas y de miedo.

Giménez va a contestar y se detiene. Siente un nudo en la garganta. Su corazón da un vuelco y no está seguro si debe contestar a la pregunta. ¿Es posible que uno pueda vivir las leyendas de este rincón del mundo y confundirlas con la realidad? ¿Es posible que pueda guardar por mucho tiempo ese secreto? Es posible, pero su alma de soldado se rebela ante la injusticia y le impide guardar silencio. Dentro de poco, relatará los hechos verdaderos al teniente para que se encargue de apresar a Fan.
–La selva es grande –responde a sus hombres, titubeando– ese colombiano podría estar en cualquier parte.

Adriana Alarco de Zadra, Perú © 2020

alarcoadriana@gmail.com

Blog: http://adriana-alarco.blogspot.com/

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