En la nave que viaja a la Base Antártica, salimos del puerto sobre el Océano Pacífico. Bajo el sol, el Capitán Soldano nos indica las Islas Ballestas, al sur del Callao, con sus crestas blancas de guano. Demasiado pronto estaremos rodeados de hielos, témpanos, soledades y neblinas.
Junto con pocos oficiales de la marina, viajo a la tierra incógnita a investigar la biología local, como parte del Tratado Antártico. Me dicen que allí reina la paz. ¿Será verdad? Estos mares han sido teatro de batallas y de feroces lides desde cuando llegaron las carabelas a conquistar tierras y mares.
Soy bióloga y no suelen viajar mujeres en esta nave. Por eso trato de pasar desapercibida entre los marinos curtidos por el viento salado y frío. Me emociona pensar que voy a atravesar el Estrecho de Magallanes que une los dos grandes océanos, como lo hizo Sarmiento de Gamboa hace 400 años.
Pescamos con redes en medio de las fuertes corrientes que acercan bancos de peces y recogemos variedades de mariscos mientras pelícanos y gaviotas tratan de engullir lo que alcanzan. Olas después, a lo lejos, Valparaíso nos parece un bosque de luces que baja por la colina, entre callecitas empinadas y retorcidas. Tramo a tramo, bordeando la costa del Pacífico Sur, vemos la vegetación que decrece, los manantiales que se congelan, y barcos a medio naufragar, como un húmedo cementerio de veleros que han sido desviados por las corrientes o volcados por los vendavales. Cuando entramos en los canales patagónicos, encontramos una antigua goleta encallada, cargada de velas rotas como un extraño barco fantasma. Me estremezco.
–No vamos a cruzar el Estrecho hasta el Océano Atlántico, Doctora Roxana –me explica el Capitán Soldano–. Es más tranquilo y menos peligroso seguir hacia el sur por el Canal del Beagle y salir por el Cabo de Hornos hacia el otro mar, pasando frente a la Tierra del Fuego –lo observo esperando la continuación de su soliloquio. Es un hombre esculpido por los vientos–. No es una tierra caliente. Son páramos desolados que descubren una costa fría, de rocas y piedras moradas. Sobre un peñón se alza la Cruz de los Mares que domina "desde un mar a otro mar", como dice una inscripción, "hasta los últimos confines de la tierra".
Entiendo que no es la primera vez que el Capitán hace este recorrido. Un marino excepcional. Llegamos frente a Punta Arenas, la ciudad más al sur y la más ventosa de Chile, peleando con el temporal y en guerra contra el viento que quiere hacernos naufragar. El sol de ese lugar no calienta y es como si fuera un plato de cobre colgando del cielo.
Dejamos atrás la Península de Brunswick, en medio del Estrecho de Magallanes, con sus bajas construcciones, para que no se las lleve el viento. Me comenta Soldano que en su plaza principal hay un monumento a Magallanes. Nubes de gaviotas negras, petreles y golondrinas de mar nos señalan el camino volando hacia el sur entre la bruma, sobre cumbres plateadas y entumecidas de frío, niebla blanquecina y hielos flotantes.
–Capitán, estos hielos gigantes que flotan como islas son de agua dulce. No creo que se termine el agua del planeta –trataba de parecer optimista en este mundo desconocido que me producía un leve temor.
–Si es que el hombre no destruye también esta maravilla de hielo de colores azules, amarillos y rosados – comentó, señalando los icebergs.
A lo largo de la costa contemplo admirada una cresta nevada de donde brota una catarata que lava el cerro de roca negra y cae al mar. El cielo es gris, la soledad es inmensa. Encontramos un pueblito en la falda de un nevado, enclavado en una pequeña bahía. Es Ushuaia, la ciudad más austral del planeta, capital de la Tierra del Fuego, en zona argentina. Colocada en medio del Canal del Beagle, nos sorprende con la cantidad de centollas, calamares, mariscos y toda clase de pescados que se encuentran. ¡Es un día de fiesta!
–Espero ver a los pobladores del lugar –exclamo.
–Aquí vivían antiguamente comerciantes de pieles de guanaco que viajaban en piraguas, cazaban con arpones y vestían plumas de ñandú, pero en nuestros recorridos no divisamos mucha gente por la Tierra del Fuego.
Saliendo del Canal del Beagle al océano, nos damos cara a cara con tres islas deshabitadas donde me sorprende la variada vegetación que observo con los binoculares. Son Picton, Lennox y Navarino. Dibujo la fauna local en mi cuaderno, y anoto nombres locales y científicos de la foca cangrejera, el leopardo y el lobo de mar, el enorme elefante marino y el oso marino. También hay otros animales, como pingüinos, cormoranes, golondrinas, insectos, arañas, crustáceos... Sin embargo, no todo es un encanto en este viaje fabuloso. En medio de una encrucijada de vientos y corrientes en el Cabo de Hornos, entre el océano Atlántico y el Pacífico, la nave se balancea y no solamente yo me mareo. Me siento vulnerable cuando devuelvo los mariscos sin digerir fuera de la borda.
Una escuadrilla de skúas como aviones a chorro baja en picada hacia nosotros. Vemos que son las águilas de la Antártida que cazan pingüinos entre los témpanos blancos, algunos más grandes que una plaza y más altos que una catedral. Tengo un mal presentimiento. ¿Qué pasaría si nos vuelca el temporal? Un temblor recorre mi cuerpo y corro a abrigarme bajo cubierta. Paso unas horas en el laboratorio examinando las muestras de krill, esos pequeños camaroncitos rosados, amargos de yodo pero muy sabrosos, que hemos pescado del fondo marino.
El mar cuajado de hielos nos acompaña hacia el Estrecho de Bransfield entre la península antártica y las islas Shetland. La nieve se ve dorada bajo el sol. Los hielos que pasan flotando a nuestro lado, van repletos de focas negras y leonadas, que se mueven en forma torpe bramando y rugiendo.
Los marinos están intranquilos. Pronostican tempestades y tormentas. Tratan de acercar la nave a una bahía color azul pizarra, resguardada por dos peñones negros que llaman Los Cuernos del Diablo. El paisaje es solitario, las aguas dormidas, las arenas negras y las nieves cubiertas de ceniza volcánica. El agua es tibia y parece termal, con vapores sulfurosos. Insistí tanto que el Capitán accedió a dejarme bajar a la costa para recoger muestras de vegetación. En el suelo, musgo, algas y líquenes son la flora que encuentro. Al frente, en el mar, una enorme barrera de hielo cubre el horizonte.
El remero que me acompaña, señala unos fósiles. Pertenecen a árboles que ya no existen en el lugar, probablemente de cuando el continente antártico formaba parte de Australia.
–¿Ha visto alguna vez, Doctora Roxana, un barco que parece cercano y en cambio está muy, pero muy lejano? –me pregunta el marino que ha bajado conmigo. Pienso que está bromeando–. ¿Ha visto alguna vez un barco que en vez de navegar en forma horizontal lo hace en forma vertical, como si quisiera entrar al mar que lo devora?
–Nunca, estimado Fernández –contesto escéptica. Creo que este horizonte solitario y este frío estremecedor hacen delirar a las personas.
–Hay que cuidarse de los vientos ¡Corren a más de 330 km. por hora y congelan hombres y animales! –me advierte.
–¡Demasiada imaginación, Fernández, para mi pobre cabeza congelada! –pienso, pero no lo digo en voz alta para no ofenderlo.
–Navegar esquivando témpanos enormes como planetas, cercos de hielos afilados y maravillosas y gigantescas islas de cristal, bajo un cielo límpido y un mar azul, puede ser también una pesadilla –afirma el marino. Y yo no sé si es el frío el que me hace temblar o el presagio de desventuras.
El destino le da la razón. Al regresar a la nave, que vemos cada vez más lejana, quizás por una broma de nuestra imaginación, tuvimos la perversa suerte de toparnos con una ballena orca, de casi 10 metros de largo, negra por arriba y blanca por abajo, con 22 dientes afilados, de mirada feroz y voraz. De un coletazo, la orca deshace la embarcación y, aterrada, veo a mi acompañante hundirse lleno de sangre en las profundidades del agua helada. Desesperada, llego nadando, sin sentir brazos ni piernas del congelamiento, cansadísima, hasta un hielo flotante. La corriente me lleva hacia una playa que no es la misma donde bajamos, y he perdido mis notas y las muestras que tanta fatiga me costó recoger. No diviso la nave. ¿Me buscarán? ¿Me dejarán por perdida en medio de la niebla? Me estremezco de terror y de frío.
Horas después, sigo aquí, en una isla perdida, reuniendo poco a poco trozos de embarcación durante ese largo día que dura 20 horas en verano, esperando que me encuentren antes de que llegue el invierno, cuando dura 20 horas la noche y no podré sobrevivir. Pienso que en la Antártida no existen los microbios porque se mueren de frío. Río histéricamente y mi risa se hunde en las aguas. Felizmente, no me dará la gripe. Más bien, pienso temblando, es más probable que muera pronto congelada en este rincón del globo, primitivo e intacto.
El frío me hiela hasta los huesos, no siento la cara y el último pez que hubiera llenado el vacío que siento en el estómago, se me escapa de las manos entumecidas y vuelve a caer al agua.
Una niebla húmeda, persistente, gris y muda que atenúa los sonidos y los sentidos, las visiones y los sabores, una soledad infinita, una tristeza sin fin, es todo lo que me rodea. Olas impetuosas empujan los restos de madera de la barca a remos hacia el borde de la isla transparente de hielo, donde se acumulan carámbanos, sombras y fantasmas.
Entre rocas blancas armo un refugio con trozos de la embarcación, con precaución para no resbalar por los cauces que abren grietas en el suelo helado del lugar. Increíble es la cascada que vertiginosa cae al mar desde lo alto. Resbala el agua a chorros. Sí sé que cierta parte del planeta está en época de deshielo, pero ¿tan rápidamente? ¿Se está derritiendo la isla ante mis ojos, como un volcán de agua, como un crujir de témpanos, como un disolverse de la materia sólida en otra líquida, como un deslizamiento de tempestades que abre un barranco en un páramo de hielo? Mientras trato de enfrentarme a la cruda realidad, creo que en verdad me estoy muriendo.
Al rato me refriego los ojos para quitar la escarcha que se acumula en las pestañas. Llega una chispa de esperanza, en medio de la neblina tupida y rodeada de agua por todas partes. Una pared alta, blanca y casi transparente se va acercando a la playa o quizás yo me voy aproximando; aún no he decidido lo que está sucediendo realmente. Una luz me ilumina. El olor a sal se hace más fuerte, el sabor del último erizo me rebrota a los labios, el sonido del viento vuelve a estallar en mis oídos. ¿Regreso al mundo o me estoy embriagando de delirios?
–¿Quién soy? ¿Alguien me pregunta que quién soy? –no escucho más que el silencio–. Soy una mujer extraviada, sin rumbo fijo, una bióloga, náufraga de una nave exploradora. Quise ser descubridora, conquistadora, navegante, investigadora; llenaba mi vida de sueños y mis ojos de mar. Mi vida se acaba y soy una gota de agua más en esta inmensidad. Yo no soy nadie. Puedo existir o no existir, soy algo más en medio de la vida que prosigue –susurro, pero la voz no quiere salir de la garganta.
Quisiera caminar y no me obedecen los pies. Si sólo pudiera moverme, pero estoy entumecida sobre escamas de hielo que se empiezan a fundir y a deslizar bajo mis botas que ya no me protegen del frío. Veo filtrarse entre la muralla de nubes grises otro rayo de luz. Alzo la cara hacia esa luz que es vida, que da vida, que ilumina la vida. Pero nada se escucha alrededor.
El frágil suelo en cualquier momento se hunde y puedo terminar mis días atrapada en un hielo transparente.
El fulgor se hace más fuerte. ¿Es movimiento lo que veo en mi delirio?
Una sombra detrás de la muralla que se está derritiendo me hace pensar que existe algo más que yo en medio de los témpanos helados. Se aproxima, mientras un destello refleja sobre los cristales y me ciega. Distingo una sombra que, al diluirse el entorno, descubre una nave distinta a todo lo que he visto antes. Es muy grande y redonda; rodeada de puntas que empiezan a girar lentamente, y esos extremos como cuchillos van rajando las paredes como tratando de librarse de un cascarón que lo oprime. ¿Se está liberando o está naciendo? Es enorme. Se desliza hacia la cascada y el agua termina de descubrir su inmensa mole de metal brillante que gira y lanza rayos fulgurantes desde algunos orificios. No puedo moverme aunque el glaciar parece que se estuviera hundiendo. El frío o el rayo me han paralizado. Sólo observo, girando los ojos, lo que tengo alrededor. Mi cuerpo ya no me obedece. Me voy a congelar y me va a cubrir la escarcha de esta isla.
Saliendo de la cascada un ser extraño se aproxima. Un ser con sólo un ojo en medio de la frente. Un cíclope infernal, un monstruo que estuvo prisionero de la roca helada. Como en un sueño, siento que me levanta con dos brazos escamosos, metálicos, potentes, y yo sigo inmóvil como una estatua de hielo. Sus pies enormes se dirigen hacia la nave que ha abierto un tabique en un costado. ¿El cíclope quiere raptarme, subyugarme, comerme, matarme? ¿Es un ser extraterrestre? ¿Es un sueño, un delirio o me estoy muriendo y es el camino al más allá?
Me desmayo del terror mientras la niebla alrededor va encerrando en su muralla helada el misterio de esa nave incógnita.
Adriana Alarco de Zadra, Perú © 2016
alarcoadriana@gmail.com
Blog: http://adriana-alarco.blogspot.com/
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar
Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade: