¡Qué ironía! Olvidar hasta su nombre, la “agenda telefónica parlante” del trabajo, de los amigos, de la familia.
Otrora una fecunda e inacabable colección de conocimientos y anécdotas, tu memoria se convirtió en un desierto, árido, yermo... como si tu historia se hubiera escapado montada sobre las arenas de un remolino impetuoso y se hubiera escondido en un paraje desconocido.
La vida te jugó una mala pasada, madre. Tus recuerdos se enredaron dentro de las imágenes de un mal sueño, la peor pesadilla, sin gritos, sin persecuciones, sólo pérdidas. Pérdidas sutiles… escapando de puntillas.
¡Necios de nosotros! No supimos ver. No nos dimos cuenta que te estabas yendo, que te estaban llevando, como a un libro de hermosos relatos que le van arrancando hoja por hoja, dejando al final el forro vacío.
Y cuando supimos, fue peor...
—¿Por qué permites esto, Dios? —retamos.
Torrentes de confusión, culpas recíprocas, lágrimas impotentes, patéticas disculpas tratando que no te enteres que olvidas lo importante, que repites lo ya dicho, que te desconectas por momentos de la realidad.
—Son cosas que pasan. Es una enfermedad que a cualquiera le puede ocurrir. El Alzheimer no distingue edades ni clases sociales —dicen los geriatras, con impersonal tono académico— no hay cura.
Una sentencia concreta y objetiva... claro, vista desde afuera.
—Hay que tener paciencia y resignación —sobran los consejos—: sólo hay que lograr que tenga calidad de vida…
¿Calidad? ¿Vida? Debe ser una maldita broma.
No puede ser vida olvidar lo fundamental, caminar, comer, hablar, reír, amar… convertirse en un objeto inanimado que delata sólo huesos y piel al ser abrazado.
No puede ser vida ser parte de una vorágine de dolor y desconcierto, creyendo que eres niña otra vez, y no encontrar en tu entorno, a aquellos que te criaron y amaste, que murieron tiempo atrás siendo ancianos, pero que en tu extravío vuelves a llamar.
No puede ser vida que tu mente enferma te traicione de la peor manera, no sólo inventando angustias y amarguras, sino recordando únicamente lo malo, lo triste.
…como si olvidar lo feliz fuera insuficiente,
…como si la cuota de tus sufrimientos hubiera sido muy pequeña.
Quitarte la dignidad para morir ¡No me jodan! Eso no es vida.
Pero era tu destino, madre... aunque no tu estilo.
Y como última lección de tu amor docente, dijiste:
—¡Basta de ataduras mortales que sólo hacen sufrir a mis hijos! —madre al fin, agenciaste el remedio. El Creador no pudo negarse a tu pedido, y dispuso que tu corazón, rendido, se detenga. Sin avisos, sin despedidas. Cual héroe anónimo que se inmola sigilosamente por los que quiere.
Decidida y práctica como eras, utilizaste lo que quedaba de tu ser corporal, para despertarnos de nuestra peor pesadilla. Y no en cualquier fecha. Fue en Navidad. Tiempo que tantos buenos recuerdos nos trae… no pudiste dejarla pasar sin obsequiarnos algo, como siempre.
Y aquel 25 de diciembre, en la casa de César, entre abrazos y obsequios que entregaba con manitas temblorosas Camila, el retoño más pequeño, entonces, del tronco vital que fundaste, estuviste compartiendo con nosotros, sonriendo socarrona y pícaramente, mientras envolvías amorosamente nuestro último regalo, con papeles dorados adornados con aroma de panetón y chispas de chocolate:
Volver a ser tú, liberada de tu cuerpo enfermo, fue tu último regalo, madre.
Verte ir feliz, de la mano de mi padre, hacia la eternidad...
Marta Gabriela Vargas Muñoz, Perú © 2013
diecisietenprosa@hotmail.com
Ilustración: retrato titulado "PERDIDAS" - Autora: Arq. Mary Carmen Gómez - Técnica de lápiz y carboncillo © 2013
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