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Emilia

La anciana se levanta de la siesta y, lentamente, se dirige al baño. Se lava la cara, se coloca la dentadura postiza, se peina y cuelga prolijamente la toalla. Se dirige a la cocina, pone la pava para el mate y el tostador, con dos rodajas de pan. Mientras espera, busca su bolsita de los remedios, toma la caja azul y saca la pastilla verde. Pone agua mineral en un vaso y bebe la mitad, junto con la pastilla. Después el resto.

—Qué mal saben —dice para sí.

Luego busca el tejido y se sienta junto a la estufa. Gira la vista buscando al gato y allí está, sobre la alfombra.

—Hola Gatito —le dice —, no me olvido de vos.

Han pasado dos años ya (¿o son tres?) desde que el minino apareció todo mojado en el umbral y ella lo dejó entrar. No tardó en encariñarse; sin embargo, no ha querido ponerle un nombre; Gatito nomás, eso está bien.

La pava empieza a chillar. Las tostadas están humeando. Se levanta lentamente y vuelve a la cocina. Apaga las hornallas y todo está listo: sólo falta poner yerba en el mate y mermelada en el pan. Pero antes, un poco de leche para Gatito, que se refriega en sus piernas.

—Si no fuera por Gatito... —se dice y no termina la frase.

Suena el teléfono e intenta apresurarse, pero no llega.

—Si era importante volverán a llamar —piensa en voz alta, sin mucha convicción.

Junto a la mesita del teléfono, en el aparador, están sus viejas fotografías. Se descubre con un trapo en la mano y aprovecha para quitarles el polvo (se dice que siempre lo olvida, cuando hace la limpieza por la mañana). Son más de veinte, y le gustan los bellos y variados portarretratos. Hay, también, dos elefantes de cerámica, de diferentes tamaños, con sendos billetes viejos enrollados en la trompa, y un rosario colgado de la pared, enmarcando una imagen del Sagrado Corazón.

En pocos instantes vuelve a sonar el teléfono. Está cerca todavía y llega a tiempo.

—Hable, ¿quién es? —pregunta agitada.
—Soy yo Emilia ¿me recordás? —dice una voz.

No la reconoce, pero nota que se trata de un jovencito.

—¿Quién? —insiste la anciana—. No le oigo...
—Yo —insiste la voz—, Robertito...

La anciana se toma un instante.

—No conozco ningún Roberto —dice cortante.
—Pero cómo no, Emilia. A la entrada del colegio me prometiste que me esperarías en la plaza, junto a nuestro árbol.
—Ay... no puede ser... —balbucea—, Robertito... no puede ser...
—Por favor, Emi, te estoy esperando y hace frío.
—...

La voz de la anciana se ha quebrado; dos lágrimas buscan su cauce en las arrugadas mejillas.

—Su broma es de muy mal gusto, jovencito —dice a continuación—. Por favor, no vuelva a hacerlo... —y corta.

Las tostadas han estado deliciosas, el mate también. La televisión, encendida, tiene el volumen al mínimo y se oye, casi de fondo, una radio. La anciana deja a un costado el tejido y se dirige a calentar el agua. Gatito la observa con el rabillo de un ojo, pero no se mueve. Poco después, ella regresa con su lentitud habitual. Al pasar junto al aparador vuelve a mirar las fotografías. Allí está su marido, pobrecito, muerto tan joven. Aquella es de mis nietos, cuando eran bebes todavía. La otra es de mis hijos, en un día de campo. Y esta es del colegio, en cuarto año.

—Y ese es Robertito... —se dice y sus ojos, soñadores, viajan en el tiempo—. ¿Qué habrá sido de él? La anciana vuelve a sentarse, abstraída en sus recuerdos. Siente que su estado de ánimo se modifica y esto la asusta. Infinidad de veces había mirado esas fotografías; sin embargo, comprende que no la empujaban hacia el pasado; antes bien, sólo le hacían compañía. Hasta hoy, se había sentido cómoda en su soledad; pero ahora, no sabía. Algo empezaba a molestarla, algo como una comezón en el pecho y la boca del estómago.

—¡Cómo duelen los recuerdos! —dice para sí en un suspiro y se pregunta si las fotografías no vienen a ocultarlos, antes que a removerlos.

Pasado un rato abandona el tejido. Está bastante avanzado, se dice, en un par de días estará terminado. Es suficiente por hoy, está cansada.

Vuelve a sonar el teléfono.

—Hable...
—Hola Emi, soy yo otra vez.
—Pero, ¿quién es que habla? —pregunta.
—Emi, te lo ruego —insiste la voz—, vení aunque más no sea para decirme que no me amás, yo lo sabré entender; pero no me dejes sin una respuesta.

La anciana, que no logra reponerse, alcanza a hilvanar una pregunta:
—Jovencito, ¿qué edad tienes?
—Vamos, Emi, ¿qué clase de pregunta es esa? Sabés perfectamente cuántos años tengo. Sabés que estoy en cuarto año, igual que vos. ¿Venís o no?
—Es tan tarde... —duda la anciana.
—¿Están tus padres en casa, Emilia? —la voz hace un silencio y agrega:— ¿o seguís saliendo con ese tonto de quinto año?
—Oh, no, no —se apresura a responder—, él ya...
—Te amo Emi, y sólo te pido que vengas a darme una respuesta. Lo prometiste...

La anciana echa a llorar, desconsolada ahora.

—¿Por qué me hace esto? —pregunta dolida. El tubo se le cae de la mano.

Anochece. La anciana recalienta la comida del mediodía. Ha estado recordando cosas del pasado (hace tanto que ha dejado de hacerlo) y el arroz se le ha quemado un poco. No importa, piensa, y se prepara un vasito de vino y soda. Gatito vuelve a refregarse entre sus piernas.

—Sí, Gatito —dice—, ya te doy tu cena...

Saca la jarra de leche de la heladera y le sirve en un plato. Gatito casi la hace volcar cuando se agacha a dejarlo en su rincón. Luego termina de preparar la cena. Suena el teléfono y la anciana se sobresalta. Demora en atender. El teléfono no deja de sonar, es insistente. La voz dice:
—Emilia, por favor, hace frío y estoy cansado. Vení...

La anciana apenas logra contenerse.

—Es que usted no entiende —dice abatida—. Usted busca a una niña y yo...
—¡Emi! —dice la voz—, nada de eso me importa. Confiá en mí y sólo vení a verme. Sabés dónde estoy...

La anciana duda unos instantes. Sus pensamientos son confusos. Mira las fotografías amarillentas de los portarretratos; las flores, marchitas unas, de plástico las otras, en los floreros; el cajón donde se apilan los tejidos de tantos años; los adornos silenciosos, inertes, ajados... Mientras su mano desciende y se afloja en el tubo, sonrisas y gestos de tristeza se esbozan alternadamente en su rostro. Viaja con rapidez por todos sus recuerdos, que se le apiñan caóticamente en la memoria. Sus pensamientos realizan un largo y extraño periplo, que sólo comprende a medias. Acosada ahora por sentimientos que creía olvidados, piensa en los años que le restan (¿tendría la fortaleza para enfrentarlos?) y considera su soledad desde esta nueva perspectiva. Entonces, temerosa de perder la comunicación, se aferra al tubo y lo vuelve a levantar.

—Está bien —dice al fin—, espérame —y cuelga.

Se dirige al toilette, se arregla, se ata dos coletas en el cabello. Se cambia de ropas, se pone su mejor vestido (el de los domingos, el que le regalara su madrina para el cumpleaños) con un abrigo encima, los zapatos nuevos y vuela escalera abajo.

Al llegar a la puerta de entrada, una voz intenta detenerla:
—¿A dónde vas, Emi? Ya es algo tarde, ¿no crees?
—No del todo... —responde.

Abre la puerta y se pierde en la noche.

Juan Romagnoli, Argentina © 2002

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