Es evidente que mi esposa Teresa desconoce las implicancias estrambóticas de cortar desparejo el queso, caso contrario, se ocuparía de no ser tan desprolija. Ella no sabe los peligros que acechan detrás de cada corte irresponsable en un trozo o en la horma. Como a todos nos gusta con locura (somos muy queseros), yo siempre le estoy diciendo:
—Teresa, qué te cuesta cortarlo parejo, es el mismo trabajo que cortarlo mal, como hacés vos. Mirá lo que es esto —le digo señalándole el plato con el trozo de queso—, parece una suela de alpargata vieja.
Ella se ríe y nunca me hace caso. Ahora, mientras escribo éstas líneas para dejar un testimonio (si muero, es posible que los míos me crean lo que voy a contar), estoy esperando algo terrible que me está por suceder. No sé qué pueda ser. Entre tanto, quisiera aprovechar para contar rápidamente cómo empezó todo.
Como dije, Teresa no sabe de las consecuencias y yo no se lo pienso decir. A ella ni a nadie. No se trata tampoco de que me tomen por loco, eso sólo serviría para que crean aún menos en mí. Pero yo sé perfectamente lo que pasa. Me di cuenta una tarde que ella, como de costumbre, agarró el queso que yo había cortado parejito y le mandó el cuchillo atravesando una punta. Un despropósito, pensé en el momento. Después, cuando ella misma se cortó un dedo (no fue broma, le tuvieron que dar tres puntos de sutura, además de las corridas al hospital), comprendí que era por eso. No sé, lo supe, lo vi claramente. Desde entonces tengo que andar corrigiendo los cortes que todos hacen inocentemente y estar atento detrás de los demás. No tengo paz...
Debo aclarar que esta historia de cortar parejo o desparejo el queso viene de muchos años. Luego, con la excusa de que Teresa se cortó el dedo, empecé a ponerme más firme. No pasó mucho tiempo hasta que ella se cansó, por decirlo de alguna manera, y me preguntó que qué me pasaba con ese bendito queso. Ahí me di cuenta que no podía decirle la verdad. Sin embargo, de algún modo, debía convencerla y entonces se complicó todo. Comenzamos a discutir y de inmediato asumí mi error. Ella es tan orgullosa que encarar el asunto de ese modo fue contraproducente. Yo lo sabía (llevamos cuarenta años de matrimonio), pero siempre entro en ese juego. Ahora, ella jamás me dará el gusto sólo por llevarme la contra. Todo quedó, de ahí en más, bajo mi exclusiva responsabilidad.
Pasaron tantas cosas desde aquella vez, hace casi seis años, que se me confunden los tiempos. Eso no quiere decir que olvide los incidentes, no señor. Como dice Teresa, yo no tengo buena memoria para recordar las fechas, pero en mi confusión, a mi modo, registro todo; ella, en cambio, se acuerda siempre con exactitud. Dice, por ejemplo, refiriéndose a algún hecho:
—Sí, Luis, te digo que fue para el cumpleaños de Carolina (Carolina es nuestra segunda nieta); te acordás que fuimos y entonces...
Así es mi esposa. Cuando yo quiero argumentar algo y nombro hechos que sucedieron, siempre los mezclo. Entonces ella, con su gran poder asociativo y su rigurosa memoria, pone orden: esto fue así, así y así... De manera que para recordar estos incidentes con el queso, le pregunto y ella enseguida me ubica en el tiempo.
Por ejemplo, aquella vez que el auto se quedó sin frenos. Fue terrible. Voy a frenar en un semáforo y el auto que sigue como si nada. No iba a mucha velocidad, pero le hicimos buenos destrozos al de adelante. Siempre que lo cuento, digo lo mismo: menos mal que estaba, que si no, seguro atropellaba a alguien y eso hubiera sido otra cosa muy distinta. Teresa recuerda perfectamente que fue una tarde en la que íbamos a lo de Fernando (nuestro hijo menor, que se casó hace dos años). Yo, en cambio, no puedo olvidar que fue por el queso. Tomábamos mate después de la siesta y habíamos preparado una picadita. Yo mismo había guardado el resto de la horma. Cuando pensé que ya no tomábamos más mate, comí el último cubito con un pancito y salí a la calle a buscar no recuerdo qué cosa. Cuando volví estaba todo guardado y después nos fuimos. No bien chocamos me mordí la lengua para no acusar a Teresa de lo que sospechaba. Y sí, cuando regresamos a casa revisé en la heladera y ahí estaba el queso: la cáscara roja y apenas algo más.
Menos mal, me digo, que nunca lo terminan del todo. Me temo que eso sería fatal. Lo que sucede es que nadie quiere quitarle la cáscara, entonces van cortando las fetas de cualquier manera, en redondo, a través, siempre buscando el modo de no tocarla. Entonces la horma se va ahuecando, hasta que al final sólo queda un pedazo deforme con su cáscara colorada, la cual es demasiado dura e incómoda de quitar para cualquiera. Lo que yo argumento es que si se cortara prolijamente desde un principio, al final eso no sucedería, pero no hay caso. Un día alguien tendrá más hambre que pereza de quitar la última cáscara, y ahí te quiero ver.
Con el tiempo he ido estudiando el asunto, viendo cómo funciona. En realidad, se trata de cuánto tiempo permanece el queso mal cortado. Si lo corrijo en el momento, está todo bien, en general no ocurre nada o, en el peor de los casos, sólo suceden accidentes menores. A medida que pasa el tiempo, la cosa se va complicando, las consecuencias potenciales son impredecibles. Esto sucede cuando nos visitan los muchachos (así llamo a mis hijos: Esteban, el mayor, con dos hijas —Julieta nueve años, Carolina seis— y Fernandito, que como dije, se casó hace poco con Gabriela). El queso va y viene en la mesa de una mano a otra y yo lo veo pasar sin perderlo de vista. Teresa algo intuye y me clava la vista, conminándome a no abrir la boca. Yo le hago caso (no por lo que piensan los demás). Cuando todos terminaron, lo agarro yo y, sin decir nada, lo emparejo.
Pero no es tan sencillo. Siempre se está expuesto a algún desliz, como la vez que fuimos con Esteban a comprar helado y al regresar, Carolina, que por entonces tendría unos cuatro años (para saberlo con exactitud tendría que preguntarle a Teresa, pero no es tan importante), se había caído del columpio que le hice en el árbol del fondo y se había lastimado una muñeca. Resultó ser solamente una luxación, no llegó a quebrarse porque no tardamos mucho. Según dijo el médico (toda la familia estuvo de acuerdo) fue por la forma en que cayó. Una desgracia con suerte, coincidieron en decir. Después, a la noche, Teresa me recordó las veces que me había advertido de lo peligroso que era aquel columpio. Yo me quedé mirándola, como diciendo ¿también de esto me vas a echar la culpa a mí? Me acuerdo que ella no respondió; se quedó pensando y después de un rato, dijo:
—Che, Luis, ¡me querés decir que hacías emparejando el queso hoy a la tarde, cuando todos corríamos por Carolina!
Otro incidente significativo que recuerdo fue una mañana en que desperté y Teresa no estaba a mi lado. Es raro, porque ella nunca se levanta antes de que yo, por lo menos, me despierte. Después sí, ella se levanta y yo me quedo remoloneando. Aquella mañana fue raro por eso y de inmediato la llamé. Nadie respondió. Yo pensaba que habría ido al baño. Insistí y, como no respondía, me fui a fijar. Allí estaba. Se había desmayado y, al caer, se había dado un golpe en la cabeza. No corrí a la heladera, no necesitaba corroborar que ella había picado algo de queso durante la noche. Directamente llamé a la ambulancia. Fue por entonces que realmente comencé a preocuparme. Comprendí que la tarea me sobrepasaba. Yo podía poner toda mi buena voluntad, pero no era omnipotente. Ahí me di cuenta de mis humanas limitaciones: cada vez que lograba llegar a tiempo para emparejar el queso, era una batalla ganada, pero en el fondo sabía que no lo lograría siempre, entonces empecé a sentirme responsable cada vez que ocurría un incidente.
Esto es terrible. Muchas veces me he preguntado por qué me pasa a mí. En realidad, no tengo respuesta, aunque no deja de ser una suerte, porque al menos puedo proteger a los míos. Cuando le ocurre algo a cualquiera, no sólo a mi familia, yo sé por qué es. Como cuando se mató el hijo del mecánico de la otra cuadra, un accidente de moto en la ruta 2. De éste modo sé cómo cortan el queso en esa casa, pero no puedo decir nada. Me imagino cómo me mirarían si les toco el timbre y les digo: su hijo se mató porque cortó desparejo el queso Mar del Plata...
Una vez, hacen algunos años, descubrí algo importante: es común que ocurra que el accidentado sea precisamente el que cortó mal el queso. Cuando me di cuenta, me dije que tendría que haberlo sospechado antes, era obvio... Fue para Semana Santa. Después de picar algo a la noche, nos pusimos a jugar a las cartas con los muchachos, a tomar café y esas cosas. No sé en qué momento perdí el control de lo que pasaba. Gabriela se descompuso y la llevamos de urgencia a la Clínica. Estaba embarazada de ocho meses y todos estábamos pendientes de ella (aquella mañana le habían hecho una ecografía y el médico había anunciado que sería varón, el primer nieto, hombre, de la familia). Por desgracia, terminó perdiendo a la criatura. El médico dijo que fue un aborto natural. Le pregunté a Teresa y ella, después de mirarme con cara de qué estás preguntando, me dijo que Gabriela fue la última en comer queso. Yo ya sabía que estaría desparejo, sólo necesitaba confirmar mi sospecha. En fin, era bueno saberlo, aunque no entendía en qué me podía ayudar, porque cuando ocurría algún accidente era, precisamente, porque yo no estaba o porque, de algún modo, no me enteraba. En ese caso, ¿cómo podía hacer para prevenir a quien quedara expuesto?
Tal como lo pensé: un año después falleció Teresa. No me lo perdonaré jamás, fue de la manera más estúpida, más evitable. Como siempre estuvo a mi lado, no pensé que dependía tanto de ella. Mi angustia, mi soledad es, desde entonces, indecible. Nada podrá compensar mi culpa. Lo que ocurrió podrían llamarlo pereza de anciano. Es como ir manejando por la ruta (yo al menos así lo recuerdo, hace tanto que no manejo), cuando el sol de media mañana nos da de frente y nos invade esa somnolencia, esa letanía. En el próximo pueblo paro, nos decimos, pero falta mucho aún y sabemos que deberíamos parar ahora, ya mismo, sin esperar un solo kilómetro más; y no lo hacemos, maldita sea, no lo hacemos. ¡Por qué no dejé la lectura en ese momento! ¡Por qué no me levanté! Fue ese instante fatal en que pasamos de una somnolencia imperceptible a quedarnos dormidos. Estaba leyendo una olvidable página de una novela y sabía que tenía que ir a corregir el corte del queso. Teresa había comido un trozo hacía dos minutos. Si iba y lo emparejaba, ella, ahora, estaría conmigo, ¿Me lo tendré merecido? ¿Servirá de algo que confiese lo que ni siquiera pensé, jamás, mencionar? No lo sé, tal vez sirva de algo ¿y qué más da? Ahora ya es tarde y quizás me convenga decir toda la verdad de una vez (ya enfrentado con lo inevitable) para aliviar en parte mi gran sentimiento de culpa.
Fue una mañana como cualquiera. Había estado leyendo y llamó uno de los muchachos de la cantina. El Tano, le decimos. Era para reclamar una deuda de juego. Nos reunimos a jugar al Tute con los muchachos todos los sábados a la tarde. Nunca me había tocado una racha tan adversa. Cuando quise darme cuenta, había perdido una suma importante, que no lograría reunir. Le dije que la tenía, que pasara a tomar unos mates. No puedo decir que lo hubiera planeado. Simplemente se dio así. Después de todo, yo no había solicitado ser distinguido con semejante potestad. Yo sólo lo invité a tomar unos mates y lo convidé con una picadita, de puro buen anfitrión, no más. Teresa había ido a hacer las compras y ni siquiera advirtió que tardé en emparejar el queso. Al día siguiente nos enteramos que se había caído de la bicicleta sobre las vías del tren...
¿Qué puedo hacer? He sido víctima de las circunstancias, creo, he pagado mi precio, creo, y ahora sólo me preocupan ellos, mis hijos, mis nietos. Sigo emparejando diariamente el queso, pero no sé. El tiempo ha ido pasando y me fui poniendo demasiado viejo. Desde que murió Teresa vivo con Fernandito (ellos se mudaron a casa y Gabriela está nuevamente embarazada). Humildemente, les he salvado la vida muchas veces, diría que a diario. Pero mis fuerzas se agotan. Cada vez tengo menos control sobre el asunto, me siento desbordado. Para las fiestas de fin de año (del último año) ocurrieron varios accidentes menores. Sé que de haber sido más joven, podría haberlos evitado. La culpa que me invade sólo ayuda a debilitarme. La última vez que quedó un trozo de queso con cáscara me costó un gran esfuerzo pelarlo y comer lo poco que quedaba. Encima, Gabriela me lo quería sacar para tirarlo y abrir uno nuevo (siempre me dice: no sea miserable. Se está poniendo irreverente la mocosa). Le he sugerido que deje de comprarlo, con la excusa de que nos seca el vientre. Es como si se hubiera empecinado, no cede (no recuerdo si dije que a todos nos gusta mucho). Ya no estoy tan seguro para quién escribo esto. Me digo que lo hago pensando en ellos. Por ahí, aunque más no sea como un juego, empiezan a cortar el queso más parejo, pero no sé, en eso salieron a su madre...
Como dije al principio, estoy esperando un desenlace imprevisible. Esta mañana quise emparejar el queso y apenas pude. El pulso ya me tiembla demasiado y cualquier pequeño accidente puede ser irremediable.
diciembre '97
Juan Romagnoli, Argentina © 2000
jromagnoli@flashmail.com
http://www.jromagnoli.550m.com/
Juan Romagnoli nació en La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina, en
1962. Vivió toda su infancia en Mendoza (de este lado de la sombra del
imponente Aconcagua) cuya severa geografía ha inspirado algunas de sus
narraciones y nunca ha dejado de acompañarlo.
A los diecisiete años fija residencia en la Capital Federal, donde comienza
a escribir. Sus primeros intentos se emparentan con la poesía, pero pronto
se apiada de ella y la abandona. Dedicado a la narrativa, frecuenta el
cuento y las minificciones. Algunos años después aborda la novela y recién
en 1997 da por terminada la primera: "La Casa Mutable (notas de un
explorador)". Insatisfecho con el resultado, acomete la escritura de la
segunda. Es aquí donde lo sorprendemos.
Afirma que escribir es corregir y, al ser consultado acerca de si esto no lo
cansa, respondió: "cuando me canso de corregir un texto, me sigo corrigiendo
en el siguiente". Su única publicación importante ha sido en la prestigiosa
revista mexicana "El Cuento", en febrero de 1999.
Lector crónico, cuenta entre sus preferidos a Jack London, Hermann Hesse,
Julio Cortázar, Joseph Conrad, Charles Dickens, Edgar Allan Poe, Ray
Bradbury, Gabriel García Márquez, etc.
Comentario del autor sobre el cuento:
Este cuento lo escribí en diciembre de 1997. Como suele ocurrir con las
historias, me surgió repentinamente. En mi familia (mi esposa y mis dos
hijos pre-adolescentes) se consume bastante queso y en cierta ocasión noté
lo desparejo que se lo cortaba, con tan mala suerte de mi parte que me vi
varias veces en la necesidad de quitar la cáscara al último y fino trocito,
descubriendo lo engorroso que era, antes de saborear, con pan, el ansiado
bocado. De inmediato, me pregunté cómo podía evitar que me tocara siempre a
mí esta incómoda tarea. "Emparejando Queso" es el resultado, y la respuesta.
Desde que mis hijos y mi esposa lo leyeron se cuidan mucho de cortarlo
prolijito y parejo, por las dudas...
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