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En los últimos asientos de un tranvía

Frenos desgastados, dirección torcida, embrague a punto de romperse. Era el diagnóstico de mi viejo coche. Veinte años no es nada, dicen. Para él sí. Poco le quedaba ya, y si no ahorraba para repararlo, no le quedaría nada. El problema era el dinero. El mecánico me pedía demasiado. Y mi trabajo no daba para tanto. Más bien no daba para más que para pagar el alquiler y alimentarme. Cada vez me era más difícil ganar premios literarios. En eso consistía mi trabajo. Antes los ganaba sin dificultad. Escribía un cuento, lo enviaba, y al poco me llamaban. Así gané un concurso tras otro. Llegué a ganar en varios años más de mil premios. Y eso que casi siempre me presentaba con los mismos cuentos, les cambiaba el título, algunas frases y los decoraba con nuevas metáforas.

Sin embargo, ahora, no sabía qué pasaba. El caso era que no ganaba ningún premio desde hacía tiempo. Mi dinero sólo salía de mi cuenta corriente. Mala señal. Porque al final uno no podía ni reparar el coche, y no me quedaba más remedio que ir en tranvía. Tampoco era que necesitara ir a ningún sitio en particular. Viajaba por distraerme, por encontrar nuevas ideas. Por ver cosas. Todo escritor lleva un espía dentro: unos ojos cotillas que persiguen la realidad para luego deformarla.

Elegí el tranvía porque me pareció un medio de transporte romántico. Con sus caras pegadas a los cristales, sus soledades en el interior, sus adioses en cada parada. Y luego aquella voz de mujer, llena de sensualidad, anunciando cada cierto tiempo la próxima parada. Aunque al final, después de oír tanto la grabación, perdía todo el encanto y pasaba a formar parte del trayecto. Ya se sabe, la rutina lo convierte todo en normal, en cotidiano.

Mi línea preferida, la 7. Tenía veinte paradas. Su trayecto era el más céntrico. Era una línea provisional, con un recorrido alternativo al de siempre, pero esto lo supe luego, y casi pagué las consecuencias. Recorrí aquella línea durante varios días. De principio a fin. Siempre llevaba conmigo un libro llamado, Veinte poemas para ser leídos en tranvía. Ya me los sabía de memoria, pero no importaba. A veces, si no había mucha gente, los recitaba en voz baja. El que más me gustaba era Nocturno. Cuando decía: El frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. O: No hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.

En el índice del libro copié las líneas curvas y rectas del itinerario. El mapa del tranvía. Marqué las veinte paradas. Y las llamé como los poemas del libro. Así teníamos la primera, Paisaje Bretón, la segunda, Café-Concierto, la tercera, Croquis en la arena, la cuarta, Nocturno… hasta llegar a las veinte paradas, ¿o ya eran poemas? Ya sólo faltaba escuchar la voz de mujer diciendo: “Próximo poema, Nocturno”.

No estaba nada mal pasar así el día. Murmurando versos. Con los ojos muy cerca de la ventana. Esperando algo, alguna idea para mis cuentos. Normalmente abría el libro nada más sentarme en el tranvía. Sin embargo, una mañana decidí, todavía hoy no sé porqué, leer el poemario desde el principio. Desde la primera parada. Pero para eso tenía que esperar al fin del trayecto y luego volver a empezar. Bueno, tampoco había prisa. Además, así haría algo diferente y seguiría el itinerario poético del tranvía.

Me senté en el último asiento, junto a la ventana. Era mayo, mediodía. De afuera entraba un aire de agua. El cielo parecía un papel de periódico arrugado. Lloviznaba sobre mi cara. Cerré los ojos. Las gotitas eran cálidas. Dejé el libro a un lado y me quedé así. Quieto. No sé cuántas paradas pasaron, perdí la noción del tiempo. Cuando abrí los ojos, todo había cambiado.

El tranvía estaba lleno. Ni un sitio libre. Enfrente de mí, había una chica sentada. Leía un cuaderno rojo. No pude ver su título escrito a mano. Sus dedos finos y blancos lo escondían. Estaba sumergida en la lectura. Varios lunares coloreaban uno de sus pómulos. Su cara tenía la palidez de la belleza. Una intensa soledad sombreaba el color de sus ojos. Eran inmensamente bellos, inmensamente tristes. La lluvia le empapaba el pelo, la piel, los labios. Movió sus dedos y pude leer el título: Poemas para un tranvía.

Sentí el impulso de conocerla. De decirle lo mucho que me gustaba viajar en esta línea con un libro, que tenía un título parecido al de su cuaderno. Quise contarle que las paradas de la Línea 7 ya no eran paradas, sino poemas. Pero no le dije nada de eso. A veces, suceden otras cosas. Más inesperadas.

El tranvía frenó de golpe. La brusquedad nos sacó del asiento y casi nos dimos de frente. El libro y el cuaderno cayeron al suelo. Al verlos ahí, juntos, cerca de mis pies, tomé el cuaderno y le dije:
-Perdona, se te ha caído.
-Gracias.
-Me gusta tu cuaderno.
-Te lo cambio por tu libro. Este cuaderno es muy valioso. Dentro escribiré mis poemas para leerlos en el tranvía.
-Vale, te lo cambio. Pero con una condición -le propuse yo.
-¿Cuál?
-Que nos volvamos a ver.
-Seguro que nos veremos.
-Sí, ¿pero dónde?
-Aquí. En estos últimos asientos.

Fue lo último que dijo. Bajaba en la próxima. Atravesó todo el pasillo atestado de gente. Se puso en la puerta de salida. En la mano izquierda llevaba mi libro. Pensé que giraría la cabeza y que nuestras miradas se cruzarían antes de que bajara, pero no. El tranvía cerró sus puertas y siguió su camino. Y yo volví a cerrar los ojos con su cuaderno entre mis manos, el pelo mojado y el olor a lluvia en mi cara.

La mayoría de las veces sucede lo que no tiene que suceder. Miré el cuaderno. Era de una piel roja envejecida. Lo palpé. Antes de abrirlo pensé en todas las expectativas que me ofrecía. “Dentro estarán mi poemas”, recordé sus palabras. Y tenía razón, solo había páginas en blanco. Pensé en ella, en cómo parecía leer mientras la lluvia le mojaba la cara. Sus ojos estaban fijos, inmersos, en aquellas páginas vacías. Busqué algún nombre, algún número de teléfono. Nada.

Tal vez tenía que sacar lo bueno de la situación. Aquello podía ser un buen cuento. Una chica con la cara empapada leía un cuaderno en un tranvía, un frenazo, un intercambio, y la posibilidad del reencuentro. No estaba mal para empezar. Al menos existía algo importante en un relato, el viaje del personaje. Aquella misma noche escribí el cuento. Tenía varias direcciones para enviarlo a premios literarios. Así que nada más terminarlo, lo metí en varios sobres. Listo para enviar. Listo para ganar algunos euros.

A la mañanaza siguiente y durante muchas mañanas más, hice el mismo recorrido en el tranvía. Pero nunca más la vi. Nunca apareció aquella chica que quería escribir poemas. Yo seguí en el tranvía hasta que me cansé, o mejor, hasta que gané dinero y pude arreglar el coche. Ya no era escritor. Nunca volví a ganar ningún premio. Ni con aquel cuento de la chica del cuaderno rojo. Ahora tenía una jornada laboral de diez horas. Turno partido. No había tiempo para nada. Ni tan siquiera para historias de amor en un tranvía. Aunque en mi mente, de vez en cuando, recordaba el brillo de la lluvia en su cara, los lunares deslizándose por su pómulo izquierdo, y su pelo negro, mojado, peinado hacia atrás.

La vida, al igual que los tranvías, no suele ir siempre por una línea recta. Los cambios siempre aparecen de una manera más o menos inesperada. Varios años después, una tarde de julio, el tranvía de la Línea 7 paró justo al lado de donde yo estaba. A través de los cristales, me pareció verla. Cuando se abrieron las puertas, entré sin pensármelo. Ella estaba al fondo, en los últimos asientos, sumergida en un libro, probablemente, de poemas. Me senté justo enfrente. No levantó la mirada. Me fijé en las tapas desgastadas del libro, las puntas estaban dobladas y el color negro se había vuelto gris. Sin duda, era mi libro. El que se me cayó al suelo aquel mediodía de mayo.

-Perdona, no sé si te acordarás de mí -le dije. -Claro que me acuerdo -dijo sin levantar los ojos-. ¿Pero es un poco tarde, no crees? -¿Tarde? Pero si estuve mucho tiempo haciendo la Línea 7 de arriba abajo. Y nunca te vi. -Esta es la Línea 7 -levantó los ojos, vi otra vez en ellos una inmensa tristeza-, la de las paradas hechas poemas -me dijo enseñándome la primera página de mi libro. -¿Entonces, en cuál viajaba yo? -No lo sé. Supongo que el día que nos conocimos, cambiaron aquella línea de número. Sería provisional. -Vaya. ¿Sabes que estuve varios años buscándote? Cada mañana me sentaba en el último asiento. Con tu cuaderno entre las manos. Te esperé una eternidad. -Yo también, pero en una línea equivocada.

Nos quedamos en silencio. Había pasado tanto tiempo. Cinco años. Y cada uno en un tranvía. ¿Cómo no me di cuenta? Qué despiste. Cuánto tiempo perdido. Recuerdo que cuando la conocí todo era diferente. Había sueños de por medio. Ilusiones. Pero las circunstancias nos obligaron a hacer cosas que no queríamos. Ella llevaba una faldita de Zara, unas medias rosa pálido y una blusa blanquísima con el holograma de unos grandes almacenes. Y yo, una camisa y una corbata desajustada por el calor. Éramos dos supervivientes. De nuestros propios sueños.
-¿Qué pasó con tu vida? -le pregunté. -Cuando me conociste quería escribir poemas. Y ahora soy un poema que ficha cada día. De 9 a 2 y de 4 a 9. -Tampoco a mí me ha ido bien. Fui un escritor invisible. A lo único que llegué, fue a ver mi nombre escrito en el agua de los premios. -Y cambiaste la literatura por la corbata -me dijo desajustándome todavía más el nudo. -Sí. Al final renuncié. -Cuando se trata de comer, no hay dignidad que valga la pena. Ni la de tus sueños.

Por las ventanillas se colaba, muy despacio, el atardecer. El interior del tranvía se coloreó de rosas y naranjas oxidados. Y de pronto, un frenazo, nuestras caras chocaron en el aire. A la misma vez una nube abrió su vientre encima del tranvía. Estrías transparentes se deslizaron por los cristales formando telarañas de agua.
-¿Volvemos a empezar donde lo dejamos? -me preguntó.
-Será difícil llegar.
-Ahora somos dos.
-Tienes razón. Al menos habrá que intentarlo.

Nos quitamos los uniformes, los dejamos extendidos en los últimos asientos. Como si fueran dos personas flaquísimas e invisibles. Y cogidos de la mano bajamos en el próximo poema, besándonos, medio desnudos, medio abrazados.

Sergio Llorens, España © 2006

sergi@sergiollorens.com

www.sergiollorens.com

Sergio Llorens nació en Valencia (España) en 1972. Es Licenciado en Filología Hispánica. Acaba de publicar su primer libro llamado De lo canalla, del amor y de lo absurdo en Brosquil Edicions.

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