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Expreso con leche

Estaba en el último sorbo de mi café negro. Lo divisé estacionando su carro. Cuando entró a la cafetería, yo lo esperaba ya de pie.
—¿Me puedo tomar un cafecito? —me preguntó, con la cabeza medio enterrada en los hombros y una mirada tímida.
—Te espero aquí —le contesté secamente, mientras me dirigía a la mesa más apartada.

Aquél lunes comenzaban mis vacaciones de verano. Me había propuesto emplear buena parte del tiempo en localizar el rumbo que había tomado mi vida, tomar control de ella, y trabajar con aquel cansancio y desinterés por vivir que me frenaba en todos los aspectos. Pero no se lo había comentado a nadie. En especial, a él.

Siete años atrás, en los comienzos tormentosos de nuestra relación, entendí que él buscaba dirección y seguridad; yo, complicidad. Al tiempo, un día me di cuenta que me había tragado mi mundo para que floreciera el de él. Pero no quería admitirle que la seguridad y el aplomo que le mostraba aun en los momentos más difíciles, aunque en el momento resultaban eficaces, eran fingidos.

—Un expreso con leche, por favor —le oí pedir en la caja, en aquel tono entre ruego y sumisión que tanto me irritaba.

Se sentó a mi lado en silencio, ansioso, batiendo nerviosamente la azúcar del café. Mi mirada dura lo devolvió al presente y a modo de disculpa me atropelló con la ráfaga de sus preocupaciones: la basura acumulada por los vecinos frente a su negocio, la urgencia de pintar el edificio de su oficina, y la conclusión de que no tenía más opción que echarse sobre sus hombros la carga económica de resolver ambos asuntos sin la ayuda de los demás dueños de la propiedad.

Tragué fuerte y no quise abrir la boca, pero insistió en que le diera mi aprobación. Le volví a repetir que estaba dándole una urgencia innecesaria a la situación, que buscara ayuda del municipio para atender lo de la basura, y de los codueños, para la pintura. Calló y volvió a imponerse el silencio.

De camino al cine, siguió tratando de buscar mi aprobación, hasta que perdí el control.
—Lo tuyo no es normal. Me abrumas y esto va en aumento. Tienes que buscar ayuda profesional o si no… —casi le grité, mientras me arrepentía de lo que acababa de decir.

Hicimos un silencio profundo y pesado, que duró las trece zancadas que nos tomó llegar a la taquilla.
—¿Cuál quieres ver? —le pregunté en el tono más neutral que le pude robar a mi enojo y culpabilidad.
—Cualquiera… Escoge tú —respondió tranquilamente, sin el más leve asomo de encono.

Presentí que acababa de romper algo muy delicado e irreparable en él y en la relación. Entendí que no podría resarcir el daño hecho y desde ese momento no tuve sosiego. Con la mirada fija en las imágenes en la pantalla intenté justificar mi exabrupto buscando una frase, un gesto o una mirada hiriente de su parte, a lo largo de los años. Nada. Su récord era impecable, contrario al mío.

Ya en la casa, retomó su rutina de los sábados, o al menos, la parte más obvia: recogió las hojas del patio, seleccionó la ropa que el lunes llevaría a la lavandería, revisó sus cuentas, y grabó música en su ipod. Empero, no abrió una cerveza helada para los dos ni me pidió que preparara un picadera para acompañarla. Tampoco me dijo que le leyera en voz alta las cantidades de los cheques que estaba sumando, o que buscara un documental en la televisión.

Me pasó por la mente pedirle perdón, pero temí precipitar un ultimátum de su parte, así que me arropé en el sofá, frente al televisor, con la esperanza de que, como de costumbre, halara una esquina de la sábana para él, pero no lo hizo.

Me acosté primero, según la rutina, esperando que se tumbara a mi lado. Mientras se lavaba los dientes le pregunté no sé qué tontería, que contestó con la ecuanimidad de siempre, mientras apagaba la luz y se echaba boca arriba. Esperé unos minutos y me dejé vencer por la desesperación. Me abalancé sobre él. “Te quiero”, le dije con voz nerviosa, apoyado en su pecho. Él me rodeó fuertemente con un brazo y me contestó con tranquilidad: “Y yo a ti”.

Las lágrimas se desbordaron por mi rostro, pero detuve su avalancha antes de que se estrellaran sobre su torso y le comunicaran mi debilidad. Nos mantuvimos callados y abrazados por mucho tiempo, más de lo usual, cada uno esperando que el otro se durmiera, pero no ocurrió. Después, simulamos un cambio de posición y nos dimos vuelta, de espaldas al otro.

José A. Rivera-González, Puerto Rico © 2013

jarg1954@yahoo.com

Ilustración realizada por José Luis Martín

José A. Rivera-González es catedrático de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico. Sus estudios giran sobre asuntos de género e historia cultural de los medios. Percibe al cuento, en sus diferentes acepciones, como el recurso por excelencia con el que las personas interpretamos, organizamos y entendemos la vida propia y la ajena.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Este relato, que cubre un día en la vida de dos personas que han convivido como pareja por varios años, le descubre a los lectores lo que cada una oculta y teme de la otra. El cuento intenta atisbar la complejidad de las relaciones humanas, independientemente de sus circunstancias.

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