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La vaguada

Se esperaba que la vaguada provocaría mal tiempo en la isla a partir del mediodía, pero dio la hora de salida y no había caído ni una gota de agua. Para entonces, las nubes cada vez más oscuras y pesadas habían transformado la ciudad en un bloque uniforme de tonos carbón.En el vestíbulo del edificio, Alberto dudó si tendría tiempo suficiente para llegar hasta el costado del jardín botánico donde acostumbraba estacionar su auto diariamente, casi de madrugada, tras competir con muchos otros empleados de la compañía de teléfonos celulares. Si se apuraba, pensó, podría acortar camino atravesando el jardín por entre dos de sus portones, antes de las seis, la hora de cierre. Maletín en mano, se decidió y se lanzó a cubrir el largo trecho de avenida, que se encontraba en plena efervescencia vehicular y de gente a pie tratando de ganarle la carrera a la inminente lluvia torrencial.

Impulsada por los embates de la fuerte brisa, la gastada corbata de Alberto luchaba por salir disparada de su cuello para hacerle compañía a las hojas, ramas y desperdicios sueltos, que volaban por la calle a capricho del viento. Recordó que era miércoles, y al igual que los lunes, era su responsabilidad que hubiese qué cenar para cuando se esposa llegara de su turno en el hospital. Decidió que pararía en el servicarro a comprar arroz, habichuelas y pollo asado. En la nevera quedaba de la ensalada de papas que habían preparado entre los dos el domingo; así que ese asunto, de momento, estaba resuelto.

Comenzó a lloviznar. Sorteó a zancadas a cuanto transeúnte se encontró en la acera mientras se preguntaba cómo sería su vida dentro de dos años, el término que se había dado para lograr una posición decente dentro de la compañía o, de lo contrario, mudarse a Estados Unidos. Ya lo había discutido con Zulma y, aunque ella no quería dejar la isla, ni a su familia y amistades, no vislumbraban opciones de un mejor futuro a corto plazo. Alberto detestaba la idea de mudarse y pasar a ser un ciudadano de segunda, pero entendía que en un sistema capitalista el dinero es el protagonista de la película, así que se animaba diciéndose que él no había hecho estudios superiores para terminar realizando tareas que no iban de acuerdo con su preparación, por un sueldo de hambre.

La ciudad parecía que comenzaba a desintegrarse a través del vapor que se elevaba de la brea y el cemento. Caminando a prisa, recordó el informe que tenía que concluir esa noche, de modo que estuviera listo a primera hora para sacarle copias y montar el powerpoint con las gráficas, para la reunión de las diez. Comenzó a correr por la acera, al igual que algunas personas que luchaban abrazadas a sus sombrillas o paraguas oscilantes, en un vano intento por evitar mojarse.

El aguacero se desgranó como si un toldo gigante que contuviese el abastecimiento de agua de la isla se hubiese desgarrado. Los conductores agudizaron el caos del tapón con sus bocinas, cortes de carril temerarios e imprudentes, e impaciencia en rostros y gestos. Por las ventanas de los autobuses climatizados que mojaban a la gente a su paso, a través del vaho, se apreciaban fragmentos de sus atiborrados ocupantes –la mayoría con los cabellos y la ropa húmedos–, observando con mirada de triunfo, conmiseración o indiferencia a los que dejaban atrás. En los autos, los conductores evitaban mirar a los de a pie, en una sucesión de sentimientos de culpa y aires de superioridad, según cada caso.

Alberto ya estaba a unos pasos del primer portón cuando la luz del semáforo cambió a roja en sintonía con su llegada al cruce de peatones. Mientras el agua lo empapaba sin misericordia, pensó que hubiese dado cualquier cosa por disfrutar del espectáculo desde la ventana de la cocina de su casa, tomándose un café, en chancletas, vestido con su camiseta gastada de algodón, en pantaloncillos. Pensó en su hogar. Desde hacía varias semanas temía que allí las cosas estaban cambiando; desde que a Zulma se le zafó el comentario de que “el que tiene tienda, que la atienda”, cuando le contó que una compañera de trabajo le había confesado que desde que su esposo no mostraba el mismo ánimo e interés en el sexo, ella había comenzado a sentir una fuerte atracción por un conocido que la pretendía.

La luz cambió y Alberto zigzagueó a toda prisa entre los autos que se agolpaban en todas direcciones provocando la paralización del movimiento vehicular, bajo un coro de bocinas disonantes. Atravesó el primer portón del jardín, pero a dondequiera que se volteaba enfrentaba la cortina de gotas semejante a una gasa interminable que descendía a enorme velocidad de un cielo blanco sucio, nublando todo a su alrededor. De momento, se desorientó, dio varios pasos hacia atrás y lo hincaron las ramas espinosas de una trinitaria. Con sorpresa y alivio notó que se encontraba en un área relativamente seca y cómoda, formada por el espacio libre, bajo uno de los rellanos de las escaleras que facilitaban la ascensión a las áreas más elevadas del terreno del jardín.

Recostó el maletín contra la pared que sostenía a la escalera y se quitó los zapatos y las medias chorreantes. Sacó el celular, pero, tras un momento de duda, lo regresó al maletín. Se puso en cuclillas y se dejó hipnotizar por la descarga rítmica del agua al caer. Se estaba adormilando cuando un gruñido lo despabiló y casi le hizo perder el equilibrio. A unos cinco pies a su derecha lo examinaba un enorme y fuerte animal de pelambre oscura, gruesa, empapada y apestosa. La mirada fija de sus ojos ambarinos, y la contracción y extensión rítmica de su hocico proyectaban la furia en aumento del can.

Lenta y cuidadosamente, Alberto extendió el brazo para alcanzar su maletín. De un salto, el perro quedó a un par de pies más cerca y ladró ronco, fuerte, poderoso, dominante. Alberto aprovechó el avance del animal para halar el maletín, y cubrirse el pecho con él. Oyó el galope desbocado de su corazón, que se le había trepado a la garganta cuando observó la encía pálida y sobreexpuesta del perro sobre aquellas formidables fauces que se apretaban cada vez con más fuerza mientras emitía sus amenazantes gruñidos.

Sigilosamente, metió la mano en el maletín. Fue tanteando entre sus compartimientos hasta que sus dedos tropezaron con un envase cuadrado de plástico. En ese momento, Alberto olvidó toda cautela y sacó de golpe el envase de comida que Zulma le había metido en el maletín esa mañana, antes de salir camino a su turno de siete a tres, como hacía a menudo. Aparte de ser un detalle cariñoso –que generalmente ella misma rescataba varios días más tarde, ya descompuesto, al introducir un nuevo envase con alimento–, también le servía para recordarle a su marido su situación de austeridad económica.

Entonces, un trueno apabullante desconcentró un tanto al perro, lo que Alberto aprovechó para ponerse de pie, destapar el envase y arrojar su contenido lo más lejos posible, bajo la lluvia. El perro siguió con la mirada el alimento que voló por el aire hasta que se estrelló contra el sendero de piedras y comenzó a desparramarse bajo la presión de las corrientes de agua. Regresó la mirada brevemente a Alberto y, luego de unos segundos, decidió lanzarse a devorar el manjar que se desintegraba bajo el aguacero.

Alberto no perdió tiempo: se colocó el maletín sobre su cabeza y consideró echar a correr en dirección opuesta a donde se encontraba el animal. La lluvia y la neblina lo cubrían todo. Apenas se veía lo que estaba a unos tres pies de distancia. A la fusión de los ruidos y luces de los autos en la avenida y las calles adyacentes se unió el soplo de tuba que provocaban las ráfagas del viento y el ahora sólido golpe de la lluvia.

Se levantó y adelantó unos pasos fuera del refugio seco y cómodo bajo la escalera. El aguacero lo empapó nuevamente, pero se detuvo por la dificultad de no estar acostumbrado a caminar descalzo y por la punzada en las costillas que le produjo una de las esquinas del maletín, que ahora apretaba fuertemente contra su pecho. En eso, un rayo iluminó el área y vio la forma irregular de la capa amarilla del celador acercarse al portón a su izquierda. Titubeó. Observó la mancha amarilla ondular de lado a lado y las hojas del portón resistirse hasta quedar fuertemente agarradas por las gruesas cadenas y el cerrojo, afrontando el forcejeo del viento. El celador se alejó con prisa. El celular comenzó a zumbar. Alberto, que se había mantenido de pie bajo las oleadas de agua empujadas por el viento, lo ignoró y regresó a refugiarse bajo las escaleras. Dejó caer el maletín y se sentó en el ya estrecho borde de tierra húmeda. Se recostó en la pared y levantó la vista hacía aquella nada gris. Una calma relajante se apoderó de sus miembros y se dejó dominar. El celular seguía zumbando. Cerró los ojos, cruzó los brazos sobre el pecho y lo ignoró.

1 de junio de 2021

José A. Rivera-González, Puerto Rico © 2021

jarg1954@yahoo.com

Ilustración realizada por Manuel Giron, 2015 © ProLitteris

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