La Farolera era una mujer sencilla, de contextura mediana, bellos ojos ambarinos y pelo rubio ensortijado, que todas las tardecitas pasaba caminando por el frente de la entrada principal al destacamento del Cuartel General del Ejército. Esta joven muchacha, desde su más tierna adolescencia sufría de un mal, que si bien menor, no dejaba de atormentarla en todo momento. Era astigmática y para peor, con una acuciante timidez que le impedía usar anteojos, por lo cual su vida permanecía sumergida en los pocos recomendables terrenos de las nebulosas. Y fue por este último motivo, que una tarde cualquiera mientras pasaba como siempre por la vereda del Cuartel, giró la cabeza descubriendo en el patio del mismo, a un hombre de imponente gallardía. Trató de entrecerrar los ojos esforzándose para ver mejor, y notó entonces que este hombre, un Coronel para ser más exactos, también la estaba observando. Allí fue cuando tropezó con una imperfección del piso, pero qué importaba este pequeño accidente frente a quien sería quizás el amor de su vida. La Farolera retomó inmediatamente la compostura y volvió a contemplar al hombre de sus sueños. Y lo notable fue que él continuaba mirándola y, por qué no, esperándola, con ternura y frenesí.
Pero antes de continuar con la historia, me gustaría hacer una pequeña acotación con respecto al problema visual de la protagonista. Seguramente, más de un avispado lector al internarse en estas líneas se habrá preguntado:
- Y entonces, mi estimado amigo escritor, dígame usted con esa genialidad que siempre le ha caracterizado, cuál fue la razón para que la Farolera no usase lentes de contacto.
Antes que nada, quisiera agradecer al amable lector sus palabras para con mi persona.
- No es nada... además, yo siempre lo he admirado.
¿Ah sí?
- Sí, sí. Su originalidad no tiene parangones, que quiere que le diga... ¿me permite que lo invite a cenar?.
Oh, caramba... bueno... no sé... je, je, je. Así tan de repente... no se si debería...
- Mi esposa cocina muy bien.
Ehh... bueno... en ese caso... aceptaré la invitación.
- ¿Cuándo está libre?
A ver... espere que me fijo en la agenda... mmmmmm... ¿qué tal esta noche a las 9?
- Sí, puede ser... no tengo ningún compromiso esta noche.
¿Puede ir mi señora también?
- Seguro. Nos sentiremos muy halagados con vuestra presencia.
Bien, entonces nos vemos esta noche. Ahora si me permite, voy a continuar con el relato.
- Haga, haga nomás... pero va a venir, ¿no?
Ya le dije que sí... ¿Alguna otra pregunta?
- No, porque no quisiera que me prometiera una cosa nada más que para quedar bien y después no cumpla.
¿Alguna otra pregunta?
- ¿Le gusta el pollo?
Sí. Y no deseo ser descortés, así que le pido por respeto a los demás lectores, dejar esta conversación privada y continuar con el relato. ¿Puede ser?
- Okey.
Aclararé entonces, por qué la Farolera no usaba lentes de contacto.
- A las nueve, ¿no?
Bien. Prosigamos. Decía que la Farolera no usaba anteojos debido a su timidez.
- Ud. dijo que a ella le avergonzaba terriblemente usar anteojos.
¡¡Es lo mismo!!
- Qué carácter...
¡¡¡Silencio!!!
- ...
¡¡Prosigamos!!... eh... perdón... prosigamos. A ella le avergonzaba usar anteojos y no podía adoptar lentes de contacto debido a su precio inaccesible, pues la Farolera era una desocupada desde el momento en que automatizaron todos los sistemas de iluminación. Cierto es que le ofrecieron un puestito administrativo en la empresa proveedora de energía eléctrica, pero su corazón desbordante de grandeza no pudo aceptarlo. El trabajo de oficinista no era para ella.
Teniendo en cuenta esta disminución en su agudeza visual, no es difícil imaginarse tropezar a la pobre en un desperfecto del piso. Más aún, si incluimos la presencia de un apuesto Coronel en el patio del Cuartel.
Como ya dijimos, la Farolera se enamoró perdidamente de aquel uniformado. Y era natural... el joven Coronel medía un metro noventa, era robusto y musculoso, poseedor de un estado físico envidiable. Y por lo poco que alcanzó a divisar desde la entrada, no dudó en imaginárselo valiente y varonil; pasando a formar parte de su vida desde ese preciso instante. La Farolera sintió que el Coronel ya se había convertido en una presencia irremplazable.
Así fue como ella, enloquecida de amor, con el rostro desencajado y a viva voz no pudo evitar gritarle al centinela de turno: "¡Alcen la barrera, para que pase la Farolera de la puerta al sol!".
El joven conscripto que en esos momentos se encontraba de guardia, salió disparado de su garita saltando y entonando melodías infantiles, mientras intentaba hacer una ronda con el Almirante en Jefe, que en ese preciso momento se hallaba condecorando a un Héroe de Guerra No Fallecido.
Pero por más que esperó en la entrada principal del Cuartel, la Farolera no obtuvo respuesta del guardia, ya que después de aquella demostración de sus cualidades interpretativas, el joven fue esposado y llevado entre cuatro subalternos para cumplir los seis meses de condena estipulados, en un calabozo sin luz ni ventilación.
Pero no crean que este pequeño incordio neutralizó la férrea voluntad de nuestra heroína. Todo lo contrario. Ella volvió a demostrar que el amor todo lo puede, aferrándose a las rejas del portón, sacudiendo impetuosamente su cuerpecito, a la vez que volatilizaba pequeñisimas gotas de saliva profiriendo toda clase de vocablos inapropiados.
Tres soldados vinieron a detenerla, más ella logró zafarse apenas abrieron el portón, e ingresó corriendo desaforada hacia los brazos del Coronel que la esperaba en mitad del patio. Apenas un par de metros antes, la Farolera cerró los ojos para sentir. Nada más que para sentir aquel primer abrazo de enamorados que ya nunca podría olvidar. Él, la esperaba. Ella apresuró aun más la carrera. Él continuaba donde siempre. Ella estampó la totalidad de su persona en la pétrea realidad del bronce, destrozando por completo su tabique nasal contra la portentosa estatua del Coronel Anselmo Bigarrena, muerto en combate.
Apenas comprobado el lamentable equívoco, la joven pidió tímidamente disculpas y se marchó algo confundida siendo escoltada unos doscientos metros por el retumbar de las carcajadas de los soldados.
Entonces fue cuando se dijo: "Basta".
Para luego esclarecer su decisión agregando: "Basta de miedos estúpidos que no conducen a nada bueno. Me compraré hoy mismo esos anteojos". (sic)
Y eso habría hecho, si antes de solicitar un turno al oculista no se hubiese tocado el rostro comprobando que a partir de aquel momento le sería imposible sostener absolutamente nada, ya que por el terrible golpe recibido su antigua protuberancia nasal había desaparecido por completo.
¿Le gustó mi querido lector avispado?
- Más o menos... ¿y que pasó con la Farolera?... ¿se volvió a enamorar?
Hay demasiadas versiones sobre el destino de la Farolera. En realidad, no me atreví a escribir ninguna para evitar serle infiel a la realidad histórica del relato.
- No sé... hay algo que no me convence. No sé... creo que no lo invitaré a cenar.
Como que no me... Si... si quiere se lo cambio. A ver... si le gusta más le digo que el Coronel existía y que vivieron felices para siempre. ¿Así le gusta?... Me... ¿me invita a cenar ahora?
- No sé...
Tengo hambre.
- Mire. Se lo voy a decir de una vez. Trataba de ser amable, pero se ve que con usted es imposible. Ya no quiero seguir hablando.
Pero...
- ¡Pero nada! Me tiene podrido con esas rayitas que me pone ante cada acotación mía y encima en otro tipo de letra. ¿Por qué estos caracteres asquerosos únicamente para mí?. Es racista usted, ¿o qué?. Odio esta letra de afeminado. Yo jamás escribo así, no es mi estilo. ¡Voy a denunciarlo!. ¡Ya no la soporto!. Y ni se le ocurra venir esta noche. ¡¡Váyase a comer a otra parte!!
Pero...
- ¡¡SILENCIO!!... No me gusta nada de lo que escribe. En realidad, únicamente leo algo de sus estupideces cuando voy al baño y me olvido de comprar el diario. Y ahora, me despido de Ud. para siempre. Voy a llevar este libro al sitio desde donde nunca debió haber salido y que por naturaleza le corresponde. ¡El tacho de la basura!. ¡¡ADIOS!!
Espere... ¡Señor... ehhh... phsttt... señor...! ¡Lo cerró nomás!. ¿Viste lo que hizo? ¡Me cerró el libro en la cara!
- Y también, querido... Podrías haberle dado el gusto, ¿no?... El primer lector que nos invita a comer y vos empecinado en esos finales de porquería.
Pero yo le dije que si le gustaba otro podría cambiárselo...
- ¡Tarde! ¡Tarde, como siempre! ¡Ah...será posible! Pero quién me habrá mandado a casarme con vos, ¡quién!. Y ahora decime... No, no agachés la cabeza que con eso no solucionás nada. Decime... decime lo que vamos a cenar, porque lo que es yo plata para comida no tengo. A ver, decime genio incomprendido de la literatura, deslumbrante fabulador de sueños, ¡admirable pelagatos de pacotilla! , ¡decime lo que vamos a comer ahora!
Mierda.
diegofe@uol.com.ar
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