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Historia con algo de agua

Pasé mi infancia junto a las fértiles aguas de un lago con el cual lindaba el jardín de mi abuelo Nikolaj. Mi familia, como toda familia de emigrantes rusos, era fuerte y numerosa. Mi madre era joven, de cabellos rojizos, débiles y delicadamente apoyados sobre sus hombros angostos; tenía un rostro suave y lleno de pecas oscuritas. Así la retrataba una vieja fotografía de familia, que un día mi abuelo descolgó de alguna pared para mostrármela.

Con su adolescencia llegó al hogar la desventura y la desdicha, quitándole a ella, además, la belleza juvenil que tanto la había caracterizado en todo el pueblo.

Lamentablemente nunca se supo qué anónimo individuo se le apareció un día de su vida y la violó en las cercanías del lago. Si bien hubiese preferido una paternidad acogedora, debo admitir que de ese siniestro procreador provengo yo, y las penas que ella sufrió a partir de ese hecho se agravaron siempre más y más con la gravidez, hasta concluir con su muerte cuando me dio a luz, en un día frío y lluvioso. Las conjeturas de parientes y amigos coincidían en que aquel anónimo individuo debería ser algún monstruo ignorado hasta entonces. No faltaron voceríos que suponían algún silvano escondido entre los matorrales o algún paquidermo antropomorfo.

Las pocas personas que asistieron al parto, entre ellas el doctor Alvarez, divulgaron mi venida al mundo como una impertinencia del diablo. Imagino que el impacto que recibió mi madre al verme por primera vez, envuelto en esa placenta sucia y color nada, fue espantoso. Así es que al cabo de unos días de coma la desdichada murió seca como un higo maduro.

Una madre puede amar a su hijo aunque éste sea un ictiosauro, pero creo que mi naturaleza alteró algo su amor maternal, quitándole de su regazo el sueño de acunar a un niño como tantos otros. La vecindad pronto supo de mi existencia y en torno a mí se crearon las fantasías más crueles que pueda concebir la mente humana. Alguien supuso una monstruosidad ovípara, imaginando a ese anónimo padre como una suerte de reptil; conjetura que luego fue desmentida por otro vecino que me imaginó como una pequeña e inocua lagartija. Quien suscitó toda esta fantasía fue simplemente el doctor Alvarez que contó, ateniéndose en parte a la realidad, que mi cuerpo estaba recubierto por una veladura rubia transparente que pronto comenzó a caerse descubriendo entonces unas pequeñas y desparejas escamaduras azuladas.

Solamente mi abuelo supo protegerme de toda esa chismería de inquisidores que pretendían comprobar con sus propios ojos tantas charlatanerías. No faltaron malabaristas que se trepaban por las paredes rasguñando los ladrillos sin revocar para poderme ver desde la ventana, que por suerte siempre permanecía cerrada. Más de una vez, el pobre abuelo, tuvo que recurrir a los puntapiés para alejar a patadas en el trasero a los inoportunos visitantes que acudían a la casa con algún pretexto engañoso, para verme y humillarme ante toda la vecindad. Fue sólo él quien se ocupó de mí, cuando comprendió que mis dos tías, las solteronas, tramaban algún linchamiento y que me espantaban como a un bicho de la cuna de un neonato, culpándome descaradamente de la muerte de su hermana.

Muy prematuramente comprendí que mi mejor guarida era la soledad de mi cuarto y que sólo el rostro barbudo y viejo del abuelo podía ser mi única compañía. Él comprendió, además, que me era esencial como la comida poder mojarme el cuerpo dos o tres veces al día. Entonces me dejaba siempre, junto al lecho, una palangana de agua fría para que yo pudiera chapotear a mi gusto. Hasta una cierta edad, todas las primaveras se me caía completamente una piel muy carnosa que renovaba inmediatamente al cabo de unos días. Con el tiempo supe que la vieja piel era el deleite preferido de unos cerdos que criaba el vecino.

Creo que el abuelo Nikolaj, con mi nacimiento, intuyó que los límites entre el hombre y los otros animales no están en la punta de los dedos de las manos o de los pies, mas podrían estar en la cintura, en el cuello, o en ningún lado en particular.

El conato, según dicen, es una ley que propende a conservar y perseverar que cada cosa se mantenga en su propia naturaleza, lo que equivale a decir que todo tiende a su autoconservación. Los años que subsiguieron a mi nacimiento fueron una lucha continua entre la parte ictínea y la parte presumiblemente humana. Cada una de éstas era eminente, y cada una trataba de perseverar ante la otra para destruirla. "El pez quiere ser completamente pez y el hombre quiere ser todo hombre". He aquí lo que fueron esos años, una pura contienda.

Es extraño pensar que una u otra presencia pueda agravar ante Dios el horror y la desesperación de los hombres. Mientras estaba en el agua sentía que algo en mí asumía una actitud del todo peculiar respecto a esa forma natural de estar fuera del agua. Luchaba a coletazos limpios como un pez apenas sacado del agua. Si no me hubiese impuesto ante ese instinto animal hubiera permanecido por el resto de mi vida dentro de esta palangana medio oxidada convirtiéndome, definitivamente, en un pez mal encarado.

Las cosas más agradables que tuve en esos años fueron dos: el agua y el rostro descolorido de mi abuelo. De él aprendí como está hecho el mundo; que los hombres son así y asá, que los animales se distinguen por esto y lo otro, que la Rusia es el país más bello, más grande y que lo mejor es la soledad. Él me contó las historias de los sedientos lobisones, la del jefe de los gnomos con los párpados que llegan a tocar el piso y que los ucranianos llaman el Vij. De él oí las historias de las peregrinaciones interminables por las tierras desoladas y otras tantas que me llenaron la imaginación de cosas.

Cuando aún me acogía la niñez, recuerdo que era una época de frío invernal, una de mis tías entró en mi cuarto abriendo de par en par la puerta, y me dijo con un tono despótico e imperioso que el abuelo Nikolaj había muerto hacía unos días y que mi asistencia pasaría, sólo por un tiempo, a su encargo. Advirtió que esa responsabilidad se la asumía no por amor a mí, sino por respeto a su padre que antes de morir le había implorado que se tomase esa ocupación. Subrayó además que ni bien encontraría otra solución podría, sin remordimientos, venir a menos a la promesa.

La única ventaja que tuve de la muerte del abuelo fue que la tía Margarita me cambió la vieja palangana por una bañadera en desuso que había encontrado quién sabe en qué remate. El espacio donde poder chapotear se me agrandó de un día para el otro. De consecuencia mi cuerpo comenzó a tomar más flexibilidad y más agilidad en los movimientos. No obstante esto, la falta de mi abuelo fue fatal. Él era toda mi párvula felicidad. Ahora sólo los domingos se ocupaban de mí. Me traían una buena pitanza de comida para toda la semana, y tácitamente me decían: arréglatelas. A partir de esta trivial mezquindad aprendí a administrarme muy bien por el resto de mi vida; indirectamente se lo debo a las tías. Además, siempre en domingo porque es el día de la caridad, me cambiaban con una manguera de goma el agua sucia.

Debo decir que la memoria humana siempre altera los hechos y que las cosas pretéritas tienden siempre a transformarse en recuerdos recordados por otros recuerdos recordados... y así sucesivamente, hasta que el hecho en sí se pierde definitivamente entre los meandros de la memoria. Esto mismo sucedió con el recuerdo colectivo de los vecinos de casa. Con los años ya nadie recordaba siquiera mi existencia. Quizás era un sueño, una mala lengua, una invención colectiva o una ilusión del doctor Álvarez. La muerte de éste, a los pocos meses de mi nacimiento, colaboró a apaciguar la agitación de todos los curiosos, y mis tías no tenían ningún interés en remover las aguas de ese vocerío antipático. Quizás ellas esperaban el momento de sepultarme en algún sitio oculto para cerrar definitivamente con ese amargo capítulo que les había costado la vida de su propia hermana.

No obstante el abuelo Nikolaj me había confiado a la responsabilidad de mis tías, sobre todo a la tía Margarita, tuve una infancia agradable y ociosa. Sabía perfectamente que era un caso anómalo y que era mejor restar un clandestino de por vida para evitar que el mundo entero escudriñara sobre mi. Aprendí, entonces, a resignarme y a vivir para siempre en mi bañadera.

Pasaron los años inadvertidamente hasta que un día, que no era domingo, irrumpió en mi cuarto la tía Margarita. Endosaba un vestido más bien juvenil para su edad demasiado sazonada; y mientras me observaba se quitaba los últimos ruleros, dejando rebotar en el aire unos bucles pesados y oscuros. Me decía cosas que yo no comprendía, pero me gustaba observarle los labios majestuosamente rojos, que parecían haber sobrevivido a alguna bacanal de carne cruda. Lo poco que pude comprender es que me llevaban a otro sitio. Jamás supe el motivo, si se trataba de un desalojo, de un casamiento, o simplemente se habían hartado de mí.

Al día siguiente me esperaba un camioncito carguero en la puerta de la casa. Entró en el cuarto la tía Margarita y detrás de ella un sotanudo que apenas me vio se persignó implorando la ayuda divina. Intercambiaron continuas opiniones sobre mí esperando que naciera un acuerdo al respecto. Me cargaron en ese camioncito forrajero y me llevaron por un camino de tierra húmeda que bordeaba el lago. En poco tiempo llegamos a una casa grande como la del abuelo Nikolaj. Me transportaron hasta el lugar destinado dentro de un cajón de madera, pasando antes junto a un gallinero y junto a un perro atado que ladraba desesperadamente. El cura daba sólo órdenes, mientras los dos subordinados cumplían minuciosamente lo que decía el prelado.

Me pusieron en una habitación deteriorada y húmeda como el resto de la casa. Uno de los cargadores me tocó la mejilla con un dedo y observó a su compañero que me miraba con timidez e inquietud. Con un gesto que se asemejaba a una sonrisa expresé mi inocuidad y, subordinándome a las órdenes, me gané la afabilidad de éstos.

El cura y la tía Margarita ya se habían ido cuando los cargadores me trajeron la vieja bañadera y la llenaron de agua con la manguera de siempre. Estos dos cuchicheaban entre sí y yo me esforzaba en mirar en otra dirección, haciéndome el distraído, como quién no entiende nada de lo que se dice. Por otra parte me sentía algo regocijado por la impúdica atención que me daban. Mi reacción, una vez repuesto, fue el completo regocijo.

No obstante mi destino había pasado a manos del prelado, que pretendía seguir haciendo de mí un prófugo de la sociedad, este hecho de caridad, quizás, le consentía la devoción y la reconciliación con el cielo.

Pasé un tiempo en ese aposento húmedo, quebradizo y frío, con la frecuente presencia de uno de los cargadores, que se había tomado el deber de traerme la comida y de cambiarme el agua.

Una de esas noche, cuando dormía, sentí en el sueño que alguien vigilaba mis imágenes. Este alguien me invitó a seguirlo y yo obedecí como se obedece en los sueños. A la mañana siguiente me desperté de sobresalto junto a la orilla del lago. Traté de recordar y organizar inútilmente el sueño. Sentí una fuerza íntima, ictínea, que me empujaba hacia el agua fría y apacible. Me sumergí, me alejé y volví a la orilla. Mi cuerpo comenzó a transformarse, algo de humano que estaba en mí se esforzaba por quedarse en la orilla y abandonar el agua. Estaba ahí, en el barro, cuando sentí esa contienda entre dos naturalezas opuestas, complementarias y a la vez ajenas a mí mismo.

Mientras mi cuerpo se retorcía noté que alguien se acercaba. Inmediatamente me escondí en el agua por temor a que fuera el prelado o uno de los cargadores que venía a buscarme. Pero no, era una joven que brotaba del yuyal, tan fresca y pura que me despertó un deseo terriblemente animal. Me levanté del agua, ella gritó. La apresé con una fuerza que no era del todo mía, luego la acosté en el barro pegajoso revolcándola, y allí la amé profundamente con toda mi furia, tal como se ama aquello que es fresco y sumiso. Más tarde la abandoné en la orilla y me interné en el agua alejándome en las profundidades así como lo había hecho, quizás, mi lacustre padre.

Adrián Nazareno Bravi, Argentina, Italia © 1998

adrianbravi@freefast.it

Adrián Nazareno Bravi es de origen argentino pero vive en Italia desde 1988. En este país terminó sus estudios de filosofía, con una tesis sobre el tema de los sueños en la obra de J. L. Borges. Actualmente se ocupa de narrativa hispanoamericana. En particular, estudia el problema de la expresión en la novela contemporánea. "Historia con algo de agua" es un relato que invita a jugar con una cierta metamorfosis que, al final de su ciclo, termina por coincidir con el punto de partida pero, para llegar a éste, es necesario que el protagonista se "transforme" mediante un largo proceso fisiológico. Las facetas de este proceso están delineadas en una clave irónica que trata de rescatar algo de aquel filón literario que hace de la narrativa un juego de formas, y del narrador un clown de sí mismo.

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