Regresar a la portada

Hortencia

Era pequeña como un gorrión e intensa como una víbora. Llegó tratando de devorarme: yo venía a usurpar la posición de confianza al lado del jefe. Calculé su jugada y la dejé hacer: necesitaba una amiga. Por otro lado mis ambiciones estaban en ese momento totalmente colmadas. Ella podía acaparar el poder, no me apetecía...

Desde que llegué sabía a ciencia cierta que yo constituía una pieza de un ajedrez comenzado hacía más de dos década y que, dentro de ese juego, formaba parte de un triángulo que no lograría escapar por mucho que me lo propusiera. Los había visto trabajar juntos y sabía de su impenetrable vínculo. Los imaginé un poco como Sartre y la Beauvoir y los dejé hacer.

Bien. Estaba claro que yo, como componente de un triángulo en el que no estaba dispuesta a participar, tendría problemas en esclarecer mi posición, especialmente cuando ésta se encontraba en medio de dos poderosas fuerzas que trataban de osmotizarme.

Yo intuía además que estos seres estaban completamente ajenos a sus propias pasiones. Ella no entendía por qué deambulaba alrededor de su oficina oteando para descubrir con quién él tenía una entrevista y sus ojos destellaban cuando me encontraba en su despacho. El tampoco hubiera admitido su profundo vínculo afectivo, cuando la defendía de su carácter explosivo. "Puede amar tan profundamente", me había dicho un día, emocionado. Y se dejaba o necesitaba dejarse dominar por ella. Su presencia lo abatataba de tal manera que se transformaba con su llegada. Era mirarla y saber lo que ella pensaba y nunca, nunca contradecirla. Su ira podría aniquilarlo.

Hortencia, a pesar de su dureza externa, creía en el amor con una confianza asombrosa. "Es que él la quiere", decía para explicar comportamientos insólitos de algunos hombres. Y al mismo tiempo que desconfiaba de estos seres, creía en el poder del amor como algo misterioso que ella nunca había podido desentrañar. Era como si tuviera la certeza de que nadie jamás podría amarla.

Al mismo tiempo, su inseguridad y paranoias la hacían comportarse de una manera taimada y autoritaria. Yo sabía que su intención no era maligna: sólo intentaba protegerse, al sentirse agredida por circunstancias y personajes nuevos que colmaban su vida y sobre los cuales carecía de todo control. Era obvio que no estaba en contacto con sus propias emociones. Intentaba endurecer su caparazón: ni una brizna podría penetrarla.

Su casa era de madera y de madera sus mascotas. Nada en su hogar tenía vida aparte de ella y las arañitas que tejían hilitos cristalinos en sus ventanas. Hortencia tenía un juguete feo y tosco que lo llamaba "Moi", que alguien especial le había regalado. Un muñeco deforme, hecho de cuerdas de yute, con una gran barrigota y la lengua afuera. Era como su propia imagen, con esa misma dureza adquirida que le quitaba su gracia innata y la protegía de sí misma, de darse a los otros. A cada nuevo visitante que llegaba a su casa Hortencia le insistía en que observara lo tierno y hermoso de esta criatura. Lo tomaba entre sus brazos como al niño que había quedado atrapado en sus entrañas, e insistía, sí, insistía, en que vieran su hermosura, su calidez, su ternura. Insistía. Con Moi en los brazos yo le dije: "Si de pronto le abriéramos esa horrible barrigota tengo la certeza que de sus entrañas brotarían miel y ajenjo". Me miró asombrada y se le acumuló una disimulada lágrima en los ojos. Fue su primer llamado.

Mi amistad con ella había sido -así lo sentí yo hasta entonces- sincera y abierta. Ella jugaba un poco el papel de madre iniciadora en este nuevo medio, yo la novicia rebelde que todo cuestionaba. Generalmente cenábamos los miércoles juntas, otras veces tomábamos un trago antes de ir a nuestras clases nocturnas. Teníamos una importante diferencia: ella se tomaba en serio y yo no. Ella asumía la persona académica con todo cuidado y esmero. Era arrogante y espectacular en los pasillos, y cegatona en la oficina, donde se colocaba sus lentecillos y te miraba por arriba de ellos en un gesto de abuela desalmada. Yo era la única que me atrevía a pedirle que se los quitara: eran su coraza de defensa y no le hacían justicia a sus hermosos ojos verdes.

Una mañana, en su modo habitual grandilocuente, Hortencia se había lanzado un inoportuno soliloquio de apología por la mala manera en que los recursos habían sido distribuidos, ajena a que el malentendido ya había sido aclarado entre el jefe y yo. Al escucharla expliqué que no era necesario seguir con la polémica: el problema ya había sido resuelto, lo que el jefe confirmó, saliendo de su paralítico silencio. Esto, claro, la llenó de ira y de impotencia pues revelaba una complicidad nuestra que realmente no existía más que en su imaginario. El no se atrevió a desenredar mejor el paquete ante sus heridos ojos, tal era el respeto que ella le imponía. Impotente y traicionada forzó un voto a último momento impidiendo físicamente que otro profesor del plantel académico saliera de la reunión antes de votar, forzándolo, con el gesto magníficamente heroico de su memorable dedo índice a regresar a regañadientes a su asiento. El incidente no había hecho historia en el departamento: Hortencia tenía una pléyade de reacciones hostiles que provocaban sólo risa y compasión en los pasillos.

Al otro día era miércoles y como de costumbre nos fuimos a tomar un trago por la tarde. Ella abrió el diálogo con un "Casi me tiro al río por la noche. Ahora que me has visto en mi peor comportamiento me imagino que empacarás y buscarás otro puesto".

"Pues no", le dije.
"Sólo trata de no dar mensajes tan agresivos con tu cuerpo", le dije.
"No puedo hacer nada con mi cuerpo", me dijo.
"¿Qué puedo hacer si soy fea?", me dijo.
"¿Qué puedo esperar de la gente?", me dijo, mientras sus lágrimas le daban una belleza que ella nunca había conocido.
Pobrecita.
Lloré en silencio sobre mi ginantonic.
"-No, no era eso lo que estaba tratando de explicarte", le dije.
"No era eso", le dije, pero no supe cómo responder a su llamado.

Esas Navidades yo le envié por correo de regalo un bonito espejo de cartera, incrustado en plata. A la oficina me llegó, en un triste sobre marrón una foto de Hortencia, sin lentes, mirando a la cámara. En sus brazos acunaba a su muñeco Moi.

Estela Valverde, Uruguay, Australia © 1999

e.valverde@unsw.edu.au

Estela Valverde, oriunda de Uruguay, ha vivido más de la mitad de su vida en Sidney, Australia. La literatura latinoamericana ha sido siempre su gran pasión, habiendo completado un doctorado en esa especialidad en la Universidad de New South Wales. Su carrera académica comienza en 1978, en esa universidad, y se ha centrado desde entonces en el desarrollo de programas de castellano y estudios latinoamericanos. En la University of Western Sydney trabajó como Coordinadora de la única Licenciatura en Interpretación y Traducción de castellano existente en Australia, y más tarde como Coordinadora de la Maestría en Traducción. Allí también creó y actuó como Directora del Language for Export Research Center, un centro de idiomas que atendía las necesidades del sector exportador. En la Universidad de Queensland dirigió el programa de español del Departament of Romance Languages.

Entre sus obras figuran uno de los únicos estudios dedicados a David Viñas, escritor argentino (David Viñas: En busca de una síntesis de la Historia argentina, Buenos Aires, Plus Ultra,1989) y dos importantes informes gubernamentales, comisionados por el Department of Prime Minister and Cabinet y por el Department of Employment, Education and Training: "Language for Export" (1990) y "Spanish - Vol. 9 of Unlocking Australia's Language Potential, Profile of 9 Key Languages in Australia" (1994). Trabaja en este momento en un proyecto de investigación sobre la literatura femenina uruguaya del siglo XX, y en sus momentos de ocio escribe cuentitos mínimos.

Lo que la autora nos dijo sobre su cuento:
Este cuento nació en una de mis visitas a Córdoba, Argentina. Originalmente basado en dos profesoras colegas mías, a quienes llamabamos "las reinas" por aquello de la acérrima competencia del ejedrez. Comenzó siendo un cuento feo, tan feo como una de ellas a quien le decían "la bruja", no tanto por su fealdad sino por su maquiavelismo diabólico y agrio. En las primeras versiones del cuento nunca sabía como terminar a este personaje, porque si bien a veces se me tiraba al río y aparecia hermosa, pero muerta, en la otra orilla, otras veces hacia de las suyas y se me escapaba desnuda por la sierra. Desde Australia me entró una gran compasión por ese personaje, porque finalmente entendí que su maldad era dolor de vivir. Así, de a poco fui cambiando sus descripciones y su final. No sé si quedará así en el futuro. Dependerá tal vez de cómo me trate a mí la vida...

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada