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Hoy hay box

Se estaba bien bajo la acacia. Sombra, alivio al calor de la tarde que recién empezaba. Además, pensaba el moreno, no estaban lejos de la orilla, por si quisieran darse un chapuzón. Acomodó su metro setenta sobre la esterilla, disfrutó con los ojos cerrados de la perspectiva —nada que hacer durante las próximas horas— y soltó una voz aflautada y ronquilla que dijo:
—¿Viste? Valía la pena.

El fastidio de la mujer lo miró desde la silla plegadiza. El musculoso y delgado cuerpo descansaba; el tórax apenas subía y bajaba, el resto estaba relajado y plácido. Tenía razón, pero la había hecho caminar tanto. ¿Le echaba un chorrito de agua caliente, de castigo “Ah no me jodas, Dogo. Vos porque te la pasás caminando... O por la miel, o por entrenar, y si no, andás saltando a la cuerda, a los saltos, dale que te dale. ¡No te estás quieto ni un momento!” Ella terminó de cebar y estiró el brazo con el mate: “Acá tenés.”

Oír eso y que los abdominales se le contrajeran y las rodillas se le doblaran fue todo uno. Al instante siguiente estaba con las piernas cruzadas, el brazo izquierdo apoyado en la arena y el derecho extendido hacia el mate que iría a preparar. Le sonreía, era amorosa, la miraba; el ojo derecho vivía bajo la ceja partida, el izquierdo tenía un temblor imperceptible para cualquiera que no fuera ella. “Sos un desconsiderado”, rezongó.
—No entiendo.

“Para variar... ¿Por qué serás tan duro de entendederas? Quiero decir que estás acostumbrado a caminar y por eso para vos caminar cien o doscientos metros más en la arena no es nada. Pero para una es cansador tener que caminar tanto. La arena estaba caliente, casi que quema.”
—El que está tibio es este mate.

Ella no se daba por vencida; parecía dispuesta a hacerle la tarde difícil.
—No seas rezongón. El mate al principio siempre esta tibio. Y no me cambies de tema. Te decía que para una es cansador andar cargando con las bolsas y la sombrilla por la arena.
­ —Nibia, si estabas cansada, fenómeno: ahora, por fin, podés descansar.
—O sea que primero hacés que me canse para después ofrecerme descanso. ¿No te parece absurdo?

Contra un rincón. Jabs, cuerpo a cuerpo. Una y otra, y otra. Arriba la defensa. Lo que él quería hacer ahora era estar en silencio, sin hacer nada. No escuchar. No tener que entender nada. “Sos de un cinismo nunca visto. Parece que te gustara hacerme lidiar, contigo, con los bártulos”. No descifrar, no esforzarse por articular frases de respuesta, de defensa. Sí quería oír el murmullo de las olas, si era que llegaban hasta ellos. Y lo que la Nibia le proponía, ahora que necesitaba paz, silencio y descanso, era una lucha. “¿Vos te crees que no pesan? ¡Te entierran en la arena! No sirve de nada tener sandalias.” Una contienda en un terreno que no era el suyo; una pelea que solo podía terminar con ella de ganadora, por puntos.

Quería estar en forma, descansado. Había visto el llamativo titular en la sección deportes: HOY HAY BOX. Esa noche no podía perder. Era mucha plata en juego, al menos para él. Después, con 39 años cumplidos, sí, iba a retirarse. Casi no quedaban pesos welter, como él, con más de cuarenta; ya el cuerpo, y sobre todo la cabeza, le pedía que aflojara. ¿Y qué iba a hacer? Bueno, al menos podría seguir vendiendo miel.

“Vos ni siquiera me esperás. Vos meta pata, solo queda caminar, como una perra”. Qué pesada, si pudiera, chunc, un uppercut. Pero nunca le había pegado a la gorda. Porque la quería, estaba tan bien con ella. Como estar bajo la acacia. En realidad, ahora que lo pensaba, nunca le había pegado a ninguna mujer. Aunque ella seguía, ahora, rencorosa, y por ahí se lo mereciera: “No tenés ninguna consideración. Porque si hubieras pensado dos segundos en mí... Pero, no, es mucho pedir. Vos...”

Ese seguir y seguir castigando sin que él tuviera un respiro, como cubriéndose en un rincón del ring, le hacía acordar al encuentro de esa mañana con el pianista.

Había salido a las nueve con solo siete frascos, porque ese domingo iba a trabajar solo hasta mediodía. Después, playa. Ayer el hermano le había alcanzado un nuevo cajón; tendría para el resto de la semana. Pero le había ido bien; eran apenas las once y le quedaba un frasco.

Se había sentado un momento a descansar y dudaba si seguir o regresar. El hermano le había dicho varias veces que ni intentara con los ricos; mejor era la gente sencilla, que compraba si podía, aunque fuera por ayudar, pero las luces del moreno no eran de las mejores y creía que en la Ciudad Vieja, aunque fuera domingo, había gente con plata que le compraría. En el peor de los casos, se dijo, podría irse hasta el Mercado del Puerto. Iba a iniciar el movimiento de ponerse de pie cuando lo vio. Salía del hotel, terno de lino y zapatos claros, acompañado por una mujer elegante. Iban del brazo, riéndose, cruzando en diagonal hacia el teatro Solís. Entonces él se les acercó.
—¿Un frasco de miel, amigo?

El hombre apenas lo miró y denegó con la cabeza; la mujer le dijo algo que él no pudo oír. Ya estaban dándole la espalda cuando le dijo:
—Miren que es pura, ¿eh?

Entonces el hombre se detuvo, se dio media vuelta y lo encaró.
—¿Pura? Esa información que usted me brinda… es asombrosa —le dijo, sonriéndole—. ¿Usted quiere decir que la miel que usted vende habitualmente es impura? ¿Que hoy por ser domingo hace una excepción y trata de venderme miel pura?

Uy. ¿Quería hacerse el ocurrente con la mujer, divertirla a costa de él? La mujer se reía, nerviosa, y el hombre, espoleado por las risas, continuaba.
—La miel, mi amigo, si es miel, es pura. ¿Verdad, Marisa? Ahora, dígame: si ya le dijimos que no, ¿por qué íbamos a cambiar de opinión?

Contra el rincón, pega duro. Muchas palabras. Castiga, una, otra, arriba la defensa. Marisa: ¿de qué se ríe?
—Me va a tener que dar un argumento mejor que ese. Es como si alguien quisiera venderle un auto con el argumento de que tiene motor.

Oh. Que suene la campana. Pero el round sigue. Púmbate, un cross a la mandíbula. Ir a sentarse. Agua, toalla. Pero sigue. ¿Hacerle sentir el rigor?
—¿Porque resulta que la miel no era como yo había pensado? Es un argumento infantil, ¿no le parece? Pero no somos inflexibles. Y menos siendo visitantes de esta especie de ciudad, puro viento. Así que si me da una buena razón para que yo le compre ese frasco, se lo compro.

Él no era el más rápido para entender las cosas y en los últimos años el ring lo había puesto peor. Creyó que el hombre, al fin, detrás de aquella lluvia de palabras como golpes, iba a comprarle el frasco, así que se lo alcanzó y dijo, con su voz de flauta:
—Son cuarenta pesos. Se lo dejo en treinta.

El hombre miró a la mujer y le dijo, con amplia, divertida sonrisa:
—¡Qué voz, ¿eh?! ¡Y lo que dijo! ¡Es francamente genial! —ante lo cual la mujer rió más. “La risa de Marisa”, pensó el moreno. “Campanilla de maestra”.
—Y sí... —decía ahora el hombre—, hay todo tipo de animales en la viña del Señor. Hay clase de gente, y gente de clase, ¿no? Ahora, dígame: ¿usted piensa realmente que la miel es buena? ¿Que la miel da fuerza?

Ahora la mujer tenía una sonrisa que transparentaba miedo. Algo de eso le sonaba conocido, ya había oído eso de que la miel daba fuerza, pero no entendía por qué tanta insistencia ni por qué causaba risas.
— Déjeme ver.

El hombre extendió la mano, agarró el frasco y vio cómo el vendedor le miraba los dedos, blancos, larguísimos y finos, aunque no débiles. El boxeador había visto unos dedos como esos. “Parecen gusanos”, pensó. El hombre del terno le preguntó:
—Usted, ¿cómo se llama?

No entendía. ¿Por qué tanta palabra? ¿Iba a comprarle o no?
— José. El Dogo, me dicen. Me puse, para homenajear a Dogomar: soy boxeador. Esta noche… Algunos me conocen.
—Yo no —cortó el hombre—. Y ya que me pregunta tan amablemente, soy pianista. Cappolini, Marcelo Cappolini, me llamo. Argentino. También a mí, algunos me conocen. Mire, acá tiene mi tarjeta. Esta noche, a las 20, doy un concierto ahí, en el Solís. Si no tiene nada mejor que hacer, ya sabe. Soy bastante bueno, ¿verdad, querida?

La mujer asintió, al tiempo que, tentada de la risa, agregó:
— Tiene oído absoluto. ¿Usted sabe cuántas personas tienen oído absoluto? Una de cada diez mil. Pero además, es el mejor pianista de Argentina. De Latinoamérica. Venga esta noche. Mire que lo conocen en todo el mundo.

El pianista miró a José, le devolvió el frasco de miel, y asintiendo, dijo:
—El mejor. Y a propósito de mejor: mejor se la toma usted, que la va a necesitar. ¡La miel da fuerza! — y se alejaron, riéndose de José, o de lo vivos que eran, o de los nervios.

Ahora José oía sin escuchar las muchas palabras de Nibia mientras trataba de entender cómo se había sentido durante la conversación con Marcelo Cappolini. Buscaba una palabra que, como un sello, terminara de ordenar el sentimiento de contenida rabia (“Ganas de encajarle un cross, por…”) que había experimentado con el pianista.

—Tendríamos que habernos quedado ahí, frente a la parada. Porque ahora a la vuelta, de nuevo: a caminar en la arena. Vas a llegar cansado a la pelea de esta noche.
—¿Sabés qué? — le dijo de pronto. — Esta noche no voy a pelear.
—¿Ah no? ¿Se suspendió la pelea o…?
—No, es que voy a ir a un concierto. Me invitaron. ¿No me cebarías un mate?
Nibia se quedó, por un buen rato, sin palabras.

Había ido con su único traje pero, fuera por los colores de la corbata y el cuello raído de la camisa, o por la bolsa de papel que llevaba o por la cara de perdulario, no dejó de llamar la atención del portero. Al Solís iba cada vez más toda clase de gente, y como el moreno tenía su entrada y aún no eran las 20, el portero lo dejó pasar. José había comprado una de las localidades más baratas; tuvo que preguntar dos veces cómo llegar a su sitio. Era en una fila alta y alejada, desde donde apenas veía una parte de la escena. Para no sentirse como sapo de otro pozo, hizo como sus vecinos, todos con aspecto de estudiantes: puso cara de circunspecto y se dispuso a leer el programa. Hacía mucho que no leía y necesitaba lentes. Estirando el brazo y entornando los ojos pudo descifrar los primeros puntos del programa. “Concierto número 7, de F. Chopin (1810-1849).” “Ja, qué nombre”, pensó; “seguro un mamerto”. Luego, a duras penas, “Variaciones en Do mayor sobre Ah, vous dirai-je maman”, de W. A. Mozart (1756-1791)”.

Le ardían los ojos; no podría seguir descifrando el programa. En cambio miró la amplia sala, la suntuosa decoración de la bóveda y la gente que aquí y allá terminaba de acomodarse.

A las 20 en punto Marcelo Cappolini, esta vez de frac, entró en escena. Recibió los aplausos del público con una reverencia y se sentó frente al gran piano de cola. Esperó a que se hiciera un silencio que José, bolsa de papel en mano, creyó total. Pero el pianista se puso de pie y, señalando hacia la fila donde estaba José, dijo:
—Por favor, en esa fila: alguien está haciendo sonar una bolsa de papel.

Los vecinos y toda a gente de la platea y de los palcos de enfrente lo estaban mirando. Se quedó inmóvil y Marcelo volvió a sentarse y empezó a tocar los primeros acordes. Para no hacer ruido con la bolsa que había tenido en la mano, José la depositó en el suelo, pero vio con terror que Marcelo Cappolini interrumpió una vez más la música, se puso de pie y señalando hacia donde él estaba, dijo que por ahí había alguien haciendo ruido con una bolsa de papel.

Entonces pensó, admirado, que a lo mejor eso era tener un oído absoluto. Como los perros: oír lo que la gente no oía, ventear lo que nadie podría decir era olor. En los minutos que siguieron, por temor a hacer ruido, José apenas respiraba. Era la primera vez que escuchaba música clásica para piano en un teatro y además interpretada por un pianista de renombre mundial. Cómo le habría gustado que Nibia estuviera con él. ¿Por qué nunca…? En la pausa, al salir al foyer, ya estaba cambiado; cuando terminó la función y caminó hacia la parada del ómnibus, era otro.

Después de los aplausos y los vítores, luego de estrechar numerosas manos y conversar con los admiradores, Cappolini llegó al camarín; Marisa ya estaba ahí. Entre los muchos ramos de flores vio una bolsa de papel marrón. Tenía una hoja de libreta, pegada con cinta adhesiva, donde se leía con letras mayúsculas de iletrado: “De parte del Dogo”. Marcelo se acordó entonces del boxeador de la plaza, cuando cruzaban la plaza rumbo al teatro, a familiarizarse con el escenario y con el piano, y se sintió mal consigo mismo. Abrió la bolsa y vio un frasco envuelto con papel de regalo y una cinta. “Si es lo que pienso”, se dijo, “me lo tengo merecido”.

José, en tanto, viajaba en un ómnibus lleno, añoraba a su mujer, como desde hacía tres años, y rememoraba acordes, arpegios, frases musicales del concierto que se le habían quedado prendidos, como indelebles girones de dicha.

Temiendo lo peor, Cappolini dejó que fuera Marisa la que desgarrara el envoltorio. Al ver que era un frasco con pura miel de acacia, se quedaron un rato mirándose, sin palabras.

Leonardo Rossiello, Uruguay, Suecia © 2013

leonardo.rossiello@gmail.com

Leonardo Rossiello Ramírez nació en Montevideo en 1953 y vive en Suecia desde 1978. Es profesor de la Universidad de Uppsala, investigador y escritor. Ha publicado hasta el momento dos novelas. Recibió el primer premio del Ministerio de Educación y Cultura de Urugay (en categoría Inéditos) por La mercadera, novela publicada luego por Cervantes Publishing, Sydney, 2001, y por Torre del Vigía (Montevideo, 2004). Aimarte (Sic Editorial, Bucaramanga, 2003) fue ganadora del premio Álvaro Cepeda Samudio de novela corta. De esta existe una edición de E.B.O. (Montevideo, 2008) con el título de Aimarte. El globo de Garibaldi y otra italiana, con el nombre de Aimarte. Una mongolfiera per Garibaldi (Galzerano editore, 2010).
Es autor de dos poemarios, X-2000 (Litterae Tertii Millenii, Lund, 2001) y Tankas (Yaugurú, Montevideo, 2012).
Rossiello está representado en antologías internacionales del cuento, género del que ha publicado las colecciones Solos en la fuente (Vintén, Montevideo,1990); La horrorosa tragedia de Reinaldo (Arca, Montevideo, 1993); La sombra y su guerrero (EBO, Montevideo, 1993, primer premio Narradores de la Banda Oriental); Incertidumbre de la proa (Graffiti, Montevideo, 1997), también en línea en la editorial Letralia (http://www.letralia.com/ed_let/proa/index.htm) y Gente rara (Torre del Vigía, Montevideo, 2006). Su cuento “Bicicletas Románticas” fue ganador en el Premio Juan Rulfo de Radio France internacional.

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Barco en la nieve
  • Quedarse sin balcón

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