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Quedarse sin balcón

Señora, usted me lo ha preguntado y yo no he sabido explicárselo bien. Me avergüenzo de ello y, puesto que deseo subsanar mi torpeza, lo intento ahora por escrito. Espero, entonces, que tenga la amabilidad de aceptar este informe, que cuénta cómo fue la desbalconización que me ha afectado en los últimos tiempos.

No me quedé sin balcón de un día para otro, sino que fue un proceso que comenzó con un sueño. Los sueños, es mi teoría, deben de ser funcionales. Como todo lo que hace la inteligencia infinita que ha planeado todo. O, si lo prefiere, la Naturaleza. Así que fue el sueño primero y la desbalconización después. No sé a ciencia cierta cuál es la relación entre uno y otro. Solo sé, y eso es ciencia incierta, que tienen relación. Uno comienza por buscar una estructura, un modelo, un diseño causal que explique las cosas, los eventos y sus relaciones. Lo que se me ocurrre ahora es que en los dos, sueño y proceso, hubo animales. Es un buen comienzo.

El sueño fue así: La marea subía e iba anegándolo todo. Yo tenía que ir a zonas cada vez más altas si no quería mojarme. Por otra parte, sabía que no había nada malo en mojarse. Quizá fuera saludable, incluso. Pero por la fuerza de la costumbre de estar seco, iba huyéndole a la marea. Subía una loma, donde había un consultorio. Me había metido en un pasillo que daba a una sala amplia y con claroscuros. Sombras, muchas, y luz amarilla y ocre. Una empleada salía; se cruzó conmigo; yo le dije que venía a donar sangre. Ella me hizo sentar y me sacó bastante. Ahí las cosas eran al revés, a uno le sacaban sangre y en vez de recibir dinero o comida, tenía que pagar. Pagué, pero estaba bien porque yo ayudaba a gente que necesitaba dinero y sangre. Al salir se apareció un tipo con un perro dogo de pelea, un can que estaba deprimido. Sin embargo, o quizá por eso, al ver un señor que por ahí pasaba, el perro lo mordió con furia. El dueño me brindó una explicación de lo que sucedía: “Es que él es tremendo”, me dijo, señalando al perro. Ahora las cosas estaban más claras. De alguna manera el perro amenazaba con morderme la nuca y yo, para defenderme, tenía que despanzurrarlo con un cuchillo. Entonces me desperté.

Comprobé que era de madrugada. Agitado todavía por el sueño, quise respirar el aire fresco de esta primavera y salí al balcón, que estaba en el primer piso. El sol me saludaba desde el oriente. Las flores y las plantas estaban contentas de tanta plenitud. Abajo estaba y está el jardín; del otro lado de la calle, el bosque. Entre el poyo exterior de la ventana y el marco se había estado formando desde hacía mucho un orificio. Allí entró una abeja. Yo no quería que formara un panal, así que, pidiéndole disculpas mentales, lo tapé. Usé una piedra pequeña que saqué de la tierra de las plantas que habitan el balcón. Al día siguiente la piedra estaba en el piso. Cuando fui a poner la piedra de nuevo, vino una avispa y se metió en el agujero, así que puse la piedra y la aseguré con otra. Al ir a meterme adentro, ambas piedras rodaron por el piso y del agujero salió un abejorro modelo Mangangá: bien grande. Me atacó y tuve que encerrarme. A través del vidrio vi cómo en el agujero se metían tres abejorros más. Entonces, con miedo pero resuelto, decidí salir y tapar el agujero con un trapo, que metí a presión. Al día siguiente el trapo estaba en el piso y el agujero era más grande. Me asomé al agujero y vi una araña peluda, grande como mi mano. Me atemoricé y entré a buscar un spray que sirviera contra arácnidos. Iba a tratar de matar a la araña, pero al volver al balcón ya había dos grandes escorpiones que estaban entrando en el agujero. Rocié la entrada durante mucho tiempo con el spray. Puse un trapo en el agujero y me fui a dormir. Al día siguiente el trapo no estaba y el agujero era más grande. Adentro había un silbido fúnebre. Metí un palo y da ahí salieron tres cobras. Esa impotencia mía y la creciente intrusión de animales, cada vez más grandes, empezaban a crear en mí un sensación de opresión en el cuello. Era angustia.

No fue difícil comprobar que las cobras estaban furiosas y guardaban la entrada del agujero. Intenté acercarme a la puerta, pero era peligroso. Salté al balcón del vecino y pude al fin entrar a mi casa. Miré por la ventana; las cobras no estaban. En cambio vi una cola de rata desaparecer en el agujero. Deseé que fuera una mangosta que había llegado para matar aa las cobras, pero no se sabe que sean animales filantrópicos, así que deduje que debía tratarse de una rata. Luego me informé sobre el mejor modo de matar ratas. Por lo prionto, había que hacerlo con un raticida, y yo, para decirlo de modo elegante y eufónico, "carecía de raticidas". Sin embargo, pronto subsané la carencia en el almacén del barrio.

Al día siguiente puse manos a la obra: al echar el raticida vi que el agujero ahora era muy grande y que el vidrio de la ventana estaba rajado. Se oyó un ruido indignado y una comadreja salió y me mostró los dientes. Era algo serio tener un nido de comadrejas en el marco de la ventana. Ya era una cosa grave y muy preocupante. Yo no sabía cómo liquidar a una comadreja. Pero eran dos, seguramente un macho y una hembra; quizá tendrían descendencia. Las vi desaparecer: dieron un salto hasta el jardín que está en el piso de abajo. Irían en busca de comida para la cría. Quizá, me dije, tapiando el agujero. Compré sin dilación cemento, arena y traje unas piedras del terreno de la esquina que aún sigue baldío.

A las tres de la tarde fue un buen momento para tapar el agujero con el cemento y la arena que tenía preparadas. Hice la mezcla y salí al balcón. Desde la oscuridad del agujero me miraban dos ojos fosforescentes. Hubo un maullido horrible, casi un grito, y yo entré al apartamento por precaución. A través de la ventana vi que del agujero salía, no sin esfuerzo, una garduña. Rompió el marco y el vidrio. Sentí que soplaba viento y que entraba al apartamento. La garduña pegó un salto por encima de la baranda del balcón y se perdió en el bosquecillo cercano. Salí de nuevo al balcón. Tenía la mezcla lista. Sin embargo, vi que no era suficiente: necesitaba ahora varios ladrillos para arreglar el destrozo. Lo mejor era tapiar la ventana; después vería cómo resolver el problema de la entrada de la luz.

Salí a comprar ladrillos pero al regresar había una cueva, un rugido, un gran felino que ocupaba todo el balcón. Estaba enojado, rugía. Daba suaves cabezazos contra la ventana, que temblaba. Así, amenazaba con destrozar la ventana y meterse en mi casa. Podía matarme. Salí y fui corriendo hasta el zoológico. Regresé horas más tarde con tres funcionarios con redes y una camioneta para leones, pese a que no sabía qué clase de felino se había instalado en el balcón. Pero ahora no había un león sino un elefante, inmóvil. De pronto, desde la calle vimos cómo el elefante se movía. El balcón se resquebrajó, cedió y se derrumbó con elefante, plantas, barandas y todo el revoltijo de ladrillos y hierros. No era, como en un cuento famoso, un balcón enamorado, era que no soportó tantas toneladas. La bestia barritó horriblemente, lastimada, y salió corriendo hacia el bosque. Nadie hizo nada para detenerlo, lo cual ahora al menos no me parece tan raro como indignante me pareció entonces. En verdad, a ningún humano se le puede reprochar no retener a un animal salvaje.

A las dos semanas recibí el presupuesto que había pedido a una empresa constructora. Yo quería tener un nuevo balcón, pero era muy caro. Más de lo que yo podía pagar. Pero hay consuelo; al fin y al cabo, los balcones son espacios liminares: entre lo público y lo privado. Se puede vivir sin un balcón y se puede ver la calle desde la ventana. Así que mi apartamento, por el momento al menos, no tiene balcón. Ahora estoy resignado con la desbalconización. Puede ser que en el futuro tenga dinero suficiente como hacerne uno nuevo. En tanto, me consuelo con este pensamiento: todo tiene una razón de ser. Pero estoy un poco inquieto: en un ángulo de la sala, en el techo, veo que hay un pequeño nido. Un nido no sé de qué.

Leonardo Rossiello, Uruguay, Suecia © 2014

leonardo.rossiello@gmail.com

Leonardo Rossiello Ramírez nació en Montevideo en 1953 y vive en Suecia desde 1978. Es profesor de la Universidad de Uppsala, investigador y escritor. Ha publicado las siguientes novelas: Aimarte (Sic Editorial, Bucaramanga, 2003), ganadora del premio Álvaro Cepeda Samudio de novela corta. De esta existe una edición de E.B.O. con el título de Aimarte. El globo de Garibaldi (Montevideo, 2008) y otra italiana, con el nombre de Aimarte. Una mongolfiera per Garibaldi, (Galzerano editore, 2010). Recibió el primer premio del Ministerio de Educación y Cultura (en categoría Inéditos) por La mercadera (publicada luego por Cervantes Publishing, Sidney, 2001), novela que vio una reedición en Montevideo por Torre del Vigía, (Montevideo, 2004). Su novela Sol de brujas, editada por Simon Editor, Jönköping, Suecia, quedó finalista en el VIII Premio Vivendia-Villiers de Relato de Ediciones Irreverentes de 2014.

Ha publicado los poemarios X-2000 (Litterae Tertii Millenii, Lund, 2001) y Tankas (Yaugurú, Montevideo, 2012) y está representado en antologías internacionales del cuento, género del que ha publicado las colecciones Solos en la fuente (Vintén, Montevideo,1990); La horrorosa tragedia de Reinaldo (Arca, Montevideo, 1993); La sombra y su guerrero (EBO, Montevideo, 1993, primer premio Narradores de la Banda Oriental); Incertidumbre de la proa (Graffiti, Montevideo, 1997, primer premio en categoría inéditos del M.E.C. de Uruguay), también en línea en la editorial Letralia (http://www.letralia.com/ed_let/proa/index.htm), y Gente rara (Torre del Vigía, Montevideo, 2006). Su cuento “Bicicletas Románticas” fue ganador del premio La maison de l´Amérique Latine en el Premio Juan Rulfo de cuentos, de Radio France Internacional.

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