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Magia en un pan de centeno

Mi mirada cae sobre el campo reseco y hostigado por el sol. Unos brotes míseros y dispersos señalan lo que resta del cultivo perdido. El perímetro, ahogado también por el avance de un bosque ralo, es casi un erial irrecuperable. Este es el segundo año de lluvias malas y todo a mí alrededor se muestra amarillento, mustio y atrofiado.

Estoy sentado bajo la sombra escasa de un álamo. Resignado a contemplar una escena vacía y el fracaso anunciado de la lucha de los elementos. La hacienda heredada a mis padres, que es mi fuente de escasos ingresos y mi magro sustento, me muestra su peor rostro. La faz antagónica de todo el esfuerzo y mi derrotado agotamiento.

Unas pequeñas mariposas blancas vienen atravesando el terreno, sobre un despojo apenas reconocible de calabazas y de coles. De pronto pasan por detrás de un árbol y desaparecen. Me quedo esperando para ver si asoman por el otro lado del tronco, pero al mirar con atención la corteza solo veo unas orugas verdes avanzando hacia arriba, con marcha marcial e indiferente. Parece magia pienso, y sonrío.

La vieja Abigail se ha acercado a los saltitos, esquivando piedras imaginarias y tropezando en las honduras llenas de polvo de la parte arada. El cabello cubierto por un pañuelo oscuro solo deja escapar un mechón ceniciento que cae sobre su rostro leñoso y pícaro. En una mano, más por protección que por apoyo, trae una gruesa rama de arce blanco y en la otra un renegrido caldero de hierro.
—¡Buenas tardes sean dadas, pequeño John! —me dice la anciana sentándose al lado mío y desparramando frente a su polvorienta falda el caldero, un pequeño paquete y otras menudencias que no alcanzo a ver bien.
—¡Buenas tardes, Abigail! ¿Serás mi compañera hoy, aparte del sol y los cuervos? —le digo casi sin mirarla.
—¡Ahh, pequeño John! ¡No desprecies el poder del sol y al sabio pájaro negro!
—No los desprecio, anciana, solo les demuestro mi desencanto.

La vieja Abigail ha cruzado por estos campos desde que tengo memoria. Hasta mi padre la mencionaba y ya el recuerdo era remoto y vago. Hay quien asegura que ella llegó proveniente de Andover, en Essex, otros aseguran que nació hace cien años en la lejana Ipswich o en Salem. Siempre nómada, inquieta, cargada con sus míseros petates. Sin molestar nunca a nadie, ayudando un poco, solo alborotando a los perros que callan inmediatamente ante su lejana mirada.

Su ayuda, que antes he mencionado, era brindada en extrañas formas: encontrar un niño perdido con la ayuda de sus sueños, sanar árboles enfermos con la mera acción de abrazarlos o curar huesos rotos con un silbido bajo y continuo. Hay quien dice que ese silbido invoca también al diablo, o a sus huestes. Nadie la llamaba. Ella solo aparecía cuando era necesario. No exigía ningún pago, solo algo para su estómago y algún retazo de tela, a veces también pedía alguna bebida para apagar su sed.

La observo ahora preparar un pequeño círculo de piedras sobre el suelo apisonado y rellenarlo con palitos, trozos de tela y cortezas. Un vidrio muy pulido y de mucho aumento que saca de sus bolsillos le sirve para encender esos materiales con la ayuda del sol, sobre los que luego sopla pacientemente. Pronto el caldero ocupa el centro de las piedras mientras pequeñas llamas lamen su cuerpo de hierro antiguo.

Abigail manipula el paquete sobre su falda y saca unas verduras, un trozo de carne con un retazo de piel blancuzca aún adherido a él y una gran pieza de oscuro pan de centeno. En unos breves movimientos y con economía de desechos, prepara un estofado que revuelve con una delgada cuchara de madera. La anciana es generosa con las especias. El aroma me llega y me habla de mis propias carencias, de los días de ayuno y de la soledad que me embarga. La anciana sonríe y se me queda mirando.
—¿Es eso que veo medio conejo, anciana? —le pregunto correspondiendo con mi propia sonrisa.
—Es un don —me dice—. La otra mitad la tienen los perros del campo del Señor Corey. No hay que despreciar los dones.
—Lo veo, y lo huelo también —involuntariamente salivo y siento sobre mi cabeza sus ojos grises—. Sospecho que quieres contarme algo, vieja Abigail. Te escucho —el conejo borbotará un buen rato aún en el caldero.
—Sabes quién soy, pequeño John, pero no sabes “qué” soy. Hay otras como yo desperdigadas por ahí, no soy la única. Son tiempos difíciles y hemos cometido muchos errores. A pesar de nuestra edad, que denotaría la experiencia, todo lo humano nos desconcierta. Muchas veces la incapacidad humana de entender nos resulta impredecible. Podemos manipular los elementos, pero muchas veces desencadenamos fuerzas inmanejables. Y el hombre todo lo niega, incluso los actos que arañan su propia fe.
>>En Salem, yo era niña aún, los eventos nos sobrepasaron. Mis vigores recién adquiridos se soltaron de golpe. Presentí otras como yo entre las sufrientes mujeres, todas tenían poderes. Las trampas de la religión y el doblegamiento de voluntades de los puritanos fue un desafío violento. La desesperación de una población sometida, las malas cosechas y las muertes, se conjugaron y sobreestimaron el castigo divino.
>>Luego de los horrorosos juicios huí a Essex con una joven amiga. Habitamos la casa de un alquimista, que se aprovechó de nuestros poderes, pero terminó delatándonos y solo yo pude salvarme del proceso y de la hoguera. Supe luego que el delator murió bajo miles de piedras que quebraron todos sus huesos en un atardecer de noviembre.
>>Hambrienta de ciudades donde pasar desapercibida, recalé en Ipswich, donde me asenté con mis jóvenes quince años y hallé un hombre casadero que podía asegurarme un futuro. Pero los rumores de lo sucedido en Salem llegaron, hubo acusaciones y tuve que desaparecer nuevamente.
>>Con el tiempo me encontré con otras vagabundas como yo, penando o huyendo por entre los campos cultivados. Las viejas artes, las invocaciones, los rasgos de los viejos demonios se fueron desdibujando. Los poderes menguaron pero aún son eficaces. Soy una bruja, pequeño John, no la de los viejos libros, no la que vuela en una escoba, ni la que se ríe bajo la luna. Soy lo que queda de una época fantástica, anterior a la imposición de la moderna fe.

El conejo ya se ha macerado en el jugo del guiso y la vieja Abigail corta grandes tajadas del pan de centeno que usaremos a modo de platos rudimentarios. Coloca trozos de carne sobre ellos y la salsa embebe la migaja oscura. Me alcanza con rapidez una de las porciones y ambos comenzamos a saborear con placer sencillo lo especiado de los jugos que recorren nuestros labios.

Sobre nosotros, graznan los centinelas negros, los cuervos.
—¿Qué haré ahora. Abigail? —digo mirando la extensión de campo reseco—. ¿Comenzaré otra vez? ¿Tendré fuerzas suficientes?
—Pequeño John. Deberás descansar primero y entregar tu fatiga a esta tierra. También recibirás una pequeña ayuda de mi parte. Enderezaré algunas cosas que aparentan estar torcidas.
—Estoy muy cansado, Abigail.
—Ahora duerme, querido muchacho ¿Verdad que estaba muy bueno el pan de centeno?

Las palabras de la anciana se pierden entre mis bostezos y las tinieblas grises de un atardecer apresurado. Lo último que veo es un sol rojo tiñendo de sangre las cortezas y el pobre erial que se extiende desde mis pies hasta las sombras. Lejos, muy lejos, escucho un lento aleteo plural y me desvanezco.

El sueño inquieto me doblega. Dejo atrás la pesadez de mis miembros. En el caleidoscopio de imágenes que buscan acomodarse en mi cabeza, observo todos los elementos que han compuesto mi pequeño mundo desde siempre: el arado, las piedras, árboles como atrapadores de tormentas, un pájaro colorido que cuidé cuando era un niño, la araña que vivía en el arbusto junto a mi ventana. Veo también un montón de ancianas, copias idénticas de la vieja Abigail que recorren los campos de Massachusetts, huyendo o semiescondidas en los bosques de álamos plateados. Las ancianas no sonríen, ocultan una tristeza que se acumula con el paso de los siglos. Viejas mujeres que veneran antiguas plantas, hablan en lenguas muertas y remueven piedras torcidas. Perseguidas ya solo por sombras, olvidadas por los viejos martillos de brujas.

Despierto con sabor a musgo en la garganta. Un estremecimiento en todo mi cuerpo me habla de la cierta posibilidad de fiebres o del frescor de la mañana que me invade. Tiritan mis miembros. Creo haber alucinado sobre arañas y conejos. Pero al aclararse mi vista me encuentro rodeado de suculentas calabazas, coles y nabos. Hasta un arado nuevo se halla recostado contra las grandes bayas. En mi mano todavía tengo restos del pan de centeno. Sobre el terreno roturado hace meses veo los brotes nacientes que antes no estaban, brotes de verde ensueño. A lo lejos, unas nubes oscuras me anuncian la proximidad de una tormenta y la bendición de las lluvias.

No he vuelto a ver a la vieja Abigail. Me han dicho que aún recorre los campos entre Suffolk y Middlesex, con su pollera larga y su caldero negro. Esquiva los caminos nuevos y esas rutas que empiezan a llenarse de enormes máquinas de vapor con ruedas de acero, bólidos que seguramente la desconciertan. Muchas veces me preguntan si creo en la magia. Respondo que he visto una bruja, o creí verla hace muchos años. Su magia era distinta, quizás reminiscencia de otros tiempos en que no había persecuciones ni histeria colectiva. A mí me ayudó, sé que otros no la comprendieron. De su magia solo me quedó un recuerdo vago, como el aleteo de un enorme pájaro negro.

Jorge Lacuadra, Argentina © 2021

jorgelacuadra@gmail.com

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