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Manzanos

Desde el mar, el pueblo enclavado en la bahía se asemeja a la pechuga hinchada de una paloma. Las casas son blancas, de techo rojizo y persianas verdes, edificadas en el desnivel del terreno. Sobresale un baluarte, el campanario de la iglesia y, un poco alejado, el faro. El cielo es muy azul y, cuando el viento frío sopla a rachas, el agua se espachurra contra las rocas formando rizos blancos.

Hace tres años vine a vivir aquí: no tenía muchas opciones. En la ciudad —vivía en un pequeño piso— las cosas me iban de mal en peor: me quedé sin trabajo, empecé a beber, mi mujer se marchó y los bancos me apremiaban. Vendí todo lo que pude y una noche cogí mis cosas, las metí en el auto y conduje hasta el amanecer. No importaba dónde llegase. Quería alejarme de toda aquella mierda. Tomé la autovía y me desvié hacia el interior, entré en la autopista, cogí varias carreteras nacionales y, después de conducir cincuenta kilómetros de curvas, llegué hasta aquí.

El bar La Habana está situado en una cuesta empinada, en la parte antigua del pueblo. Es un local coqueto, con mesas cuadradas y sillas de madera, con el asiento de paja entrecruzada; al fondo, una pequeña barra de madera con dos o tres taburetes. Hay música (a menudo se escucha a Mildred Bailey o John Lee Hooker o Billie Holiday) y la luz es matizada. Con frecuencia entro a tomar café. Antes solía pedir cerveza o vino o coñac; ahora tomo cosas sin alcohol. La camarera —Paula— siempre está detrás del mostrador. Es una chica joven, de unos treinta y cinco años, con el rostro pecoso, la piel muy blanca y el pelo cobrizo, peinado con un moño, que deja caer un bucle por su mejilla derecha. Sus ojos son grandes y negros como los de un gato en plena noche. Viste una camisa crema y una corbata anudada a lo windsor, con un chaleco y pantalones negros.

Al llegar, me hospedé en la pensión de una tal Lola. Dormí dos días y dos noches, sin exagerar. El cuarto era sencillo, sin baño, mal empapelado y con una cama de cinco palmos. La ventana daba a una calle pequeña y adoquinada, de paredes blancas, con macetas suspendidas y farolas de hierro forjado.

Encontré trabajo. Bueno, en realidad fue Paula quién lo encontró. Me presentó a un tipo gordo y fofo, de cara redonda, una única ceja y mal afeitado. Tenia los labios carnosos y escupía al hablar. Dijo que era del ayuntamiento y estaba enterado de mi posición, y... ya se sabe, los amigos de Paula eran sus amigos, que parecía un buen tipo y que, algunas veces, la vida nos da de bofetadas pero hay que aguantar. Siempre hay alguien que al final te echa una mano; ese alguien era él, por supuesto. El tipo continuó hablando: los jóvenes se marchaban en busca de oportunidades sin valorar nada; ni siquiera su propia tierra, porque trabajo había, lo que ocurre es que todos son unos vagos y quieren que se les pague a cambio de nada.

Paula me sirvió una limonada con hielo picado. Él tomó una cerveza; bebió a morro, cogiendo la botella por el cuello. Me ofreció un cigarrillo y me acercó la cerilla. La apagó de un soplo.

—En mis tiempos era otra cosa —decía, golpeando el botellín en el mostrador— Ahora son unos niñatos de mierda que se pasan la vida lamentándose. A hostias los haría trabajar —y me golpeaba en el hombro.

Conversamos durante una hora, aproximadamente. No sé cuantas patrañas me contó; no recuerdo. Los tíos que van de buenos samaritanos me dan mala espina y al principio no me fiaba mucho.

En conclusión: la faena se trataba de ir de aquí para allá, algunas veces haciendo de cartero, otras revisando los contadores del gas, o vaciar las papeleras, o llevar impresos. En una palabra: el chico de los recados.

El gordo tenia razón: no era un mal sueldo aunque tampoco era para descorchar una botella de champán.

Me facilitaron una vivienda, sin pretensiones. Por un módico precio, en las afueras del pueblo, en una especie de urbanización, alquilé una casa adosada, con jardín cerrado por pequeños setos. El césped estaba hecho un asco y había un esmirriado manzano, de copa ancha, con una docena de hojas dentadas y la corteza grisácea, con las vocales A y P, encerradas en un corazón atravesado por una flecha, hendido en el tronco.

El lugar no es feo: hay un supermercado, un kiosco, una pequeña estafeta de correos, un gimnasio, una librería y, hasta una piscina comunitaria.

Por el tipo de los periódicos, me enteré de que Paula es viuda y, de que su hijo, que vivía en no sé dónde, falleció de sida.
—Desde entonces —se llevó el índice a la sien— la azotea se desmorona.
Se acercó, como si fuera a contarme un secreto. Dijo que, una semana antes de instalarme, Paula —a menudo la llamaba la habanera— sacó montones de cosas al jardín. Había ropa, mucha ropa de hombre, y libros y papeles y un butacón y una estantería y montones de latas de cerveza. Echó gasolina y prendió una cerilla.
—Debía de haberlo visto —dijo, dando una palmada al aire. Mordió el Faria—. Todos corriendo de un lado a otro, acarreando cubos.
Esbozó una sonrisa y puso en orden la hilera de revistas. Meneó la cabeza.
—Hasta que vino... —chasqueó los dedos— ¿cómo se llama?, vive cerca de usted... el padre de las gemelas...
Dije que sí; sabía de quién me hablaba. Mentía.
—Como le decía, sale con el extintor, uno de esos grandes y rojos, y empieza a rociar por todos lados —el puro baila en la comisura de los labios—; ella lo ve y se lanza encima de él y empieza a golpearle. ¡Ja! —abro el periódico y leo los titulares—. Vino la policía. Joder. Eran tres y no podían con ella. Paula pataleaba y chillaba. Le pegó un bocado a uno. Tuvieron que venir los guardas de la piscina.
Eché un vistazo al reloj y me desembaracé de él. No le hice mucho caso al asunto.

Un día, casualmente, Paula y yo nos encontramos en la cola de la carnicería y, sin venir a cuento, me invitó a tomar café. Hacía tiempo que no nos veíamos. No éramos dos extraños, pero tampoco nos conocíamos demasiado como para entrar en cháchara.

Dos días después, una tarde, hacía las cinco, pulsé el timbre de su puerta. Me tendió la mano —sus dedos eran largos y huesudos— y sonrió, enseñándome una perfecta hilera de dientes blancos. Pasamos por un pasillo, con cuadros a ambos lados —andaba con estilo, poniendo un pie delante de otro y marcando las nalgas en la tela del vestido— hasta la sala. Un mueble, con libros en los estantes, abarcaba toda la pared; tenía dos vitrinas a rebosar de cachivaches y, en la parte superior, media docena de platos decorativos, esmaltados, apoyados en un pequeño soporte de madera, representando diversos animales monstruosos. Llamaba la atención uno que representaba a una serpiente, de dos cabezas, con el cuerpo repleto de escamas verdes, en actitud amenazadora. En la esquina había un equipo estéreo y dos torres de compactos, y, a ras de suelo, un estante con discos. Un sofá curvo, de piel blanca, ocupaba parte de la otra pared. Nos sentamos ante una mesa baja, de metacrilato.

Hablamos de lo bonito que era vivir allí, la tranquilidad del pueblo, del clima y de las ráfagas constantes de viento, las colinas que podían verse a través de sus ventanales, el atractivo de la piscina, la distribución de la casa, el trabajo que da tener un jardín mínimamente decente, etc... me abstuve de sacar el asunto de la quema.

Ella hablaba y hablaba y yo asentía, como mucho decía una o dos frases; y sobre todo sonreía.

La casa había sufrido importantes modificaciones y tenía un aspecto más grande y luminoso que la mía y, por supuesto, más limpio. Había derribado tabiques, construido una pequeña galería (donde antes estaba la habitación de los trastos), rebajado el techo e instalado altillos y, erigido un pequeño porche. Todo eso me lo dijo sentada, con las rodillas muy juntas y las piernas ligeramente ladeadas, como si aquello pudiera importarme algo. Después, fue a la cocina y trajo una bandeja, con dos tazas y sendos platos, el azucarero y el recipiente de la leche; a juego. Lo dejó sobre la mesa. Entonces sonó el teléfono: esbozó una amplia sonrisa a modo de disculpa. Se dirigió al aparato —estaba sobre una rinconera al lado de los compactos—, y contestó, con la mano ahuecada en el auricular, ocultando los labios. Apenas escuché algo que no fuera un murmullo. No me puse azúcar, pero removí el café con la cucharilla.

Luego volvió a sentarse a mi lado, más cerca, y se miró las uñas, atentamente.
—Necesito tu manzano —dijo, sin apartar la vista de sus dedos.
Me quedé en silencio. Ella movió los párpados, esperando una respuesta.
—¿Cómo dices?
—Tu manzano —me miró fijamente con los labios prietos— quiero tu manzano —repitió, con voz aniñada—. Deseo plantarlo en mi jardín.
—¿Es una broma? —di un sorbo. El café estaba frío.
—Alex —titubeó—, mi difunto marido, amaba ese manzano. Se quedaba horas y horas mirándolo, como si en este mundo no tuviera nada mejor que hacer. Amaba ese jodido árbol más que a mí.
Sacó la cucharilla de la taza, la dejó en el plato y bebió a sorbos, muy seguidos. Llevaba un aro de plata en el meñique.
—Me decía —continuó— que el árbol era el símbolo de nuestro amor, la semilla anterior a nuestro conocimiento, el principio en la tierra de la nada —tragó saliva y la nuez recorrió su cuello—. No lo puedes entender... Alex... se excitaba... y...
—¿Estás hablando en serio? —empezaba a ponerme incómodo aquella estúpida conversación.
—Eres como todos los hombres. Preguntas, preguntas y más preguntas. Quiero una respuesta concreta: sí o no.
Pasó la lengua por los labios; dejó la taza en el plato y se plisó la falda. Evitaba mirarme a la cara con los ojos humedecidos.
—No —respondí, bruscamente.
—¡Por favor! Te prometo cuidarlo. Por la memoria de mi difunto marido... te lo ruego... haré lo que tú quieras —y se acercó hasta tocar su rodilla con la mía—. Me lo debes —cuchicheó.
Negué con la cabeza y la expresión de su cara cambió radicalmente. Por un momento pensé que iba a abofetearme; se levantó, sacó un pañuelo, se frotó las aletas de la nariz y, con voz afligida, me pidió que me marchara.
—Esto no ha terminado —escuché, al cerrar la puerta.

Paseé hasta un pequeño mirador desde donde se veía todo el pueblo; el mar estaba en calma y revoloteaban algunas gaviotas alrededor de una boya naranja. Me quedé pensando en Paula y su oferta por el manzano. No sabía por qué se lo negué. Podría habérselo dado, al fin y al cabo, el manzano me importaba un cuerno; y ella estaba dispuesta a todo para conseguirlo.

Al volver, pasé por la charcutería y compré jamón, mortadela y salami. También compré pan y coca-colas. Oscurece rápido; el crepúsculo apenas existe. La brisa empieza a soplar.

Después de cenar he subido al dormitorio. El cuarto no es gran cosa, pero tiene una cama grande y mullida. Desde la ventana veo el jardín, la piscina, la vieja carretera y, algunas parcelas en construcción. No diviso ni las colinas, ni la parte antigua del pueblo, ni el mar. Supongo que, desde la habitación de Paula, sí. Me hubiese metido en la cama con ella, por el simple placer de ver algo hermoso al levantarme.

Siempre me despierto a medianoche. Voy a mear, bebo agua, fumo un cigarrillo, cierro la ventana y me vuelvo a la cama. Es una costumbre. Algunas veces salgo al jardín; no muchas.

Iba a bajar la persiana cuando la he visto: acurrucada entre los setos, con un camisón rosa pálido, y el pelo anudado al cogote, atisba arriba y abajo de la acera. Ha entrado en el parterre, a gatas, descalza, sosteniendo un objeto en su mano derecha, y se ha quedado junto al árbol, mirándolo, con una rodilla hincada en la tierra. Se levanta y respira, profundamente. Acaricia la corteza y, de pronto, me doy cuenta.

Es una noche clara. Coge el astil con fuerza y golpea. Una, dos, tres veces. Y continúa. Las astillas saltan a su alrededor. Cuatro, cinco, seis.

Cuando vuelvo a la cama, la savia resbala por las estrías.

Bob T. Morrison, España © 2001

bobmorrison@terra.es

Bob T. Morrison nació en Barcelona (España) el 16 de julio de 1960, donde cursó estudios de música y cinematografía. En 1985 fue finalista del premio Promesas con el libro Balada para Helena y otros poemas. En 1992 funda y dirige la revista Vians Literature. En 1995, publica la segunda edición ampliada del libro de poemas Tiempos de Alucinación. En 1997 le es concedido el Tercer Premio Internacional de Poesía por el libro Paréntesis Nocturno. En noviembre de 1999 publica Giro Sospechoso.

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