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Hija de marino, Marina

Para los dos Marinas: la real y la soñada.

Qué otra cosa podría haber sido Androcles sino marinero, habiendo nacido en Eskiros, una de las tantas islas del Egeo. Después de todo, el verdadero hogar del hombre no es la tierra, sino el mar. Y no en balde Tales, el sabio de la ciudad de Mileto, afirmaba que, en los orígenes del mundo, el agua lo fue todo; que del agua proviene cuanto existe, incluido –por supuesto– el hombre.

Y siendo un marinero que se empleaba en embarcaciones mercantes y que andaba siempre de arriba abajo, qué otra cosa podría haberse esperado de él sino que fuera padre de múltiples hijos engendrados en diversas madres. Androcles solía afirmar (como tiempo después lo haría Sócrates) que tres cosas agradecía a los dioses: haber nacido heleno y no bárbaro, libre y no esclavo, hombre y no mujer. —Esto último –agregaba– porque los hombres llevan nueve meses de ventaja a las mujeres cuando se trata de procrear hijos y desaparecer, dejando a la pareja con la carga del cuidado de la cría.

A pesar de que, por su origen, no tuvo alternativa al momento de elegir profesión, lo cierto es que Androcles tenía una auténtica vocación marina. Por eso, cuando le tocaba descansar algunos días mientras su barco se alistaba para zarpar, los empleaba yendo de pesca; lo cual era sólo un pretexto para salir otra vez al mar, así fuera en una barca y por unas cuantas horas.

El día que la encontró (aunque igual sería decir el día que la perdió), el mar estaba extraordinariamente tranquilo pues apenas si soplaba una débil brisa. Androcles se encontraba varado en el puerto de Caristos, esperando la salida de su barco y decidió, como siempre, matar el tiempo pescando. Sin embargo, el Egeo le contagió su modorra y no tuvo humor ni siquiera para lanzar las redes. Dejó la embarcación a la deriva y se acostó en la cubierta, permitiendo que el mar lo meciera con suavidad. Desde su posición podía ver un acantilado próximo y una ladera que descendía casi vertical hasta la playa que quedaba fuera del alcance de su vista. Podía distinguir también algunas chozas; arriba, al borde del sitio en donde se iniciaba la pendiente. Trató de imaginarse a las personas que vivían en esas chozas y decidió que sin duda serían familias de pescadores o pastores.

Cuando estaba a punto de dormirse, el ruido de un chapoteo lo trajo de regreso a la vigilia. Ella había emergido del mar y se había acodado en el borde de la barca, por afuera. Desde ahí lo miraba sugerente mientras sonreía. Era obvio que estaba desnuda, aunque el cabello le cubría el pecho. Androcles le tendió la mano invitándola a subir, pero ella –sin dejar de sonreír– desapareció bajo la superficie del agua. Debía ser una nadadora experta puesto que la playa se encontraba bastante lejos.

Ella emergió de nuevo a la superficie, a unos cinco cuerpos de distancia de la embarcación. Con un movimiento de su mano, invitó a Androcles a seguirla. Él pensó que nunca había copulado en el mar. En la playa sí, pero no en el mar propiamente dicho. No tardó, pues, mucho tiempo en decidirse. Se quitó la túnica y se lanzó de cabeza al agua en persecución de la sirena.

Cuando la vio bajo la superficie, no podía dar crédito a sus ojos. Era en efecto una sirena. Y no sólo porque nadara a la perfección, sino porque tenía cola de pez en vez de piernas. "¿Cómo puede uno copular con una sirena?" –se preguntó Androcles, sin adivinar todavía que precisamente eso era lo que ella estaba a punto de enseñarle. O mejor dicho: a punto de no enseñarle, porque las sirenas, como los peces, viviendo en un ambiente líquido, no necesitan copular para reproducirse.

La sirena tenía consigo todas las ventajas porque ella sí estaba de veras en su elemento. Podía aguantar la respiración por mucho más tiempo y se movía en el agua con mayor rapidez que su perseguidor, quien apenas si pudo darse cuenta de cómo su teoría del mar, como auténtico hogar del hombre, se le desplomaba irremisiblemente. No habría forma de acercársele siquiera a menos que ella propiciara el acercamiento. Por fortuna para Androcles (al menos, eso creyó él en ese momento) ella se mostraba bastante decidida a establecer contacto físico.

La conquista, sin embargo, no fue rápida ni, mucho menos, sencilla; aunque, eso sí, apasionante en grado superlativo. Tan pronto como él parecía estar a punto de atraparla, ella se le escabullía; ni más ni menos que como un pez entre las manos. No obstante y a pesar de sus escapatorias, cada vez que él tenía que subir a la superficie a respirar, ella lo provocaba, tal vez pensando que quería desistir. Lo seguía, entonces, y le tocaba el pecho o la espalda con la aleta caudal; pasaba por entre sus piernas, excitándolo. Y mientras él recobraba el aliento, ella llegaba de sorpresa por atrás y, poniéndole ambas manos en los hombros, lo sumergía en el agua; para luego darle un beso, en el preciso momento cuando él ya se contaba entre los ahogados, restituyéndole la vida con una bocanada de aire.

La sirena le fue permitiendo aproximarse cada vez más antes de escapar. Sus pechos eran definitivamente hermosos y era increíble la manera como se movían, ingrávidos, en el ambiente líquido. En uno de sus cada vez más próximos acercamientos, Androcles advirtió que ella llevaba una perla transparente en el ombligo. Al menos, eso fue lo que él supuso en un principio. Luego supo que las sirenas no tienen ombligo y que la perla era, en realidad, un óvulo marino.

Hubo una última aproximación en la cual la sirena no huyó. Él estaba fascinado, contemplándola, cuando sintió la mano de ella en el escroto. Androcles adelantó, entonces, su propia mano y, apenas si había tocado uno de los pezones femeninos con la yema de uno de sus dedos, cuando experimentó el estremecimiento más intenso y gratificante que hubiera sentido jamás, al mismo tiempo que de su pene salían, una tras otra, cuatro anguilas blancas; que no de otra manera se comportaron los cuatro chorros de semen.

Las anguilas se lanzaron en persecución del óvulo, que había dejado de alojarse en el supuesto ombligo de la sirena y que ahora nadaba por su cuenta. Igual que su dueña, el óvulo se dejó perseguir durante unos momentos y luego se dejó atrapar. Las anguilas de esperma empezaron a rodearlo ("Como los anillos a Saturno" –hubiera pensado Androcles de haber vivido veintidós siglos después). Acto seguido, fueron formando una especie de nubosidad alrededor de la falsa perla. Tras esa nube, aquélla dejó de ser visible. Apenas un minuto después, la niebla espermática comenzó a expandirse y a desvanecerse hasta diluirse tanto en el agua salada que desapareció por completo. La fecundación se había llevado a cabo.

Cuando Androcles levantó la vista, buscando a la sirena, se dio cuenta de que ella había desaparecido también, de que había iniciado la huida en el momento mismo de liberar el óvulo. "¿Cómo ha podido abandonar a su hija?" –pensó–. Y fue entonces cuando comprendió cabalmente su verdadera situación. Habiendo huido la madre, no le quedaría a él otra salida que hacerse cargo de la cría.

Ya no podría irse en el barco que zarpaba en unos cuantos días. Ya no podría navegar más. Tendría que quedarse, al menos por unos años, en Caristos, cuidando de su hija: de Marina, pues qué otro nombre hubiera podido darle sino ése. Lo consoló, sin embargo, el hecho de saber que ahora, al tener que hacerse cargo de la crianza de una niña sirena, seguiría en el mar, como siempre había estado y como quería estar el resto de su vida. Y vivir en el mar ahora sí significaría literalmente eso.

El marinero resultó ser, para sorpresa incluso de sí mismo, un padre bastante aceptable. Lo cual, tenía que reconocer, no fue difícil, pues la muchacha siempre le dio sobrados motivos para estar orgulloso de ella. Y se sintió todavía más ufano cuando Marina llegó a la adolescencia y comenzó a dejar nietas de Androcles regadas por todo el mar Egeo. De tal palo tal astilla.

Ricardo Martínez Cantú, México © 2001

rdomtz@hotmail.com

Ricardo Martínez Cantú, Monterrey, N.L., México, 1949. Coordinador editorial de Entorno universitario y asistente editorial de CiENCiA UANL, revistas publicadas por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Integrante del consejo editorial de la revista La tempestad. Tiene publicado un poemario –Verdaderas palabras– y próximamente CONARTE le publicará un volumen de cuentos titulado Libro de la luna libre.

Lo que el autor nos comentó sobre el cuento:
¿Qué pasaría si un mamífero macho y un pez hembra, ambos genéticamente programados para ser irresponsables en cuanto al cuidado de sus crías, formaran pareja y tuvieran descendencia? Es la pregunta que originó este cuento.

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