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El rompecabezas

Para Graciela España, que supo encontrar la salida

Las obligaciones de Esiquia consisten en mantener ordenadas y razonablemente limpias las escasas habitaciones que su captor utiliza; todas las cuales están ubicadas en la torre noroeste del castillo –una encima de la otra–, empezando por la cocina y siguiendo con la recámara de él, la biblioteca, el laboratorio y el observatorio astronómico. Debe también recibir los víveres que una mujer del pueblo lleva dos veces por semana, preparar los alimentos y lavar la ropa.

El Mago le permitió elegir, entre los innumerables salones y piezas del edificio principal, aquél que ella quisiera para acondicionarlo como su propio dormitorio; pero Esiquia, sin pensarlo dos veces, se decidió por el amplio desván de techo cónico de la misma torre donde él vive, pues eso le permite estar cerca de los sitios en los que lleva a cabo sus faenas diarias y, además, le da la compensación moral de sentirse, al menos en cuanto a ubicación física, por encima de su carcelero.

Esiquia no sólo dispone de libertad para subir y bajar por la torre, sino que también puede ir y venir a su antojo por el laberinto de escaleras, corredores y pasadizos que comunican entre sí los diversos recintos, estancias y aposentos que los ancestros del Mago llenaron de pesados muebles y recargaron de gruesos cortinajes y tapices. En sus horas libres, que son muchas, le gusta hacer recorridos de exploración por esos espacios interiores donde el tiempo está detenido. Le complace sobremanera la ostentación con la que fueron ataviados y el abandono en el que ahora se encuentran, al igual que le entusiasma la búsqueda y el descubrimiento de tesoros que luego lleva a su dormitorio; a esa guarida que ha ido equipando y decorando con los objetos y muebles que ella misma ha seleccionado poco a poco: una sencilla cama de latón, un baúl, un aguamanil, un espejo, un pequeño escritorio con su silla, un par de candelabros y un librero. Contra una de las paredes colocó un reloj que siempre marca las 11:45, a pesar de que su péndulo nunca ha dejado de oscilar, y sobre la pared de enfrente colgó una pintura que representa un paisaje muy semejante al que puede apreciarse desde la única ventana de su cuarto; el pintor o pintora, seguramente algún antepasado del Mago, debió de realizar el cuadro, años atrás, en ese mismo lugar que ahora es el dominio de la muchacha.

Su librero se ha ido ocupando con aquellos libros que, encontrados en bibliotecas o recámaras, han despertado su interés; sobre todo relatos de aventuras, crónicas de viajes y narraciones de descubrimientos. Sin embargo, sus lecturas preferidas son un diario y un cuaderno de poemas manuscritos, ambos con hojas amarillentas y quebradizas, que le fueron entregados por su propia autora: uno de los fantasmas que habitan el lugar, una mujer llamada Genoveva que nació en tierras lejanas y que se separó de su familia al contraer nupcias con alguno de los antiguos señores del castillo.

Guardados en los cajones del escritorio tiene, además, para leer –aunque no los lee– los periódicos que el Mago le trae de los viajes que muy de vez en cuando realiza a la ciudad. Esiquia pretende conservarlos sólo por cortesía y aparenta que no le interesa su lectura, ya que la considera una evasión cobarde hacia un mundo real que no es el suyo.

La muchacha ha reunido, asimismo, una serie de pasatiempos que le proporcionan distracción sin que sea indispensable un contrincante. Por eso mismo, porque no dispone de alguien con quién jugar, pero también porque nunca aprendió a jugarlo, no ha tomado ninguno de los tableros de ajedrez que ha visto en los salones del castillo; si bien ha sustraído los caballos, de los que sólo sabe que no avanzan de frente, y ha reunido varias cuadrigas a las que ha encontrado utilidad empleándolas para decorar los travesaños del librero.

A las piezas de ajedrez se agregan un mazo de cartas con las que juega al solitario, un dominó con cuyas fichas edifica pirámides y puentes, una colección de clavos retorcidos y alambres de formas caprichosas que deben eslabonarse o bien desenlazarse con giros y movimientos precisos, y un rompecabezas peculiar compuesto de piezas planas, todas con idéntico contorno globular, aunque de diferentes colores y tonalidades, con las que pueden formarse, sabiéndolas disponer, figuras muy distintas: lo mismo una maceta con geranios que un paisaje nevado, un barco en medio de la tormenta o un grupo de niños jugando al escondite.

Los terrenos amurallados que rodean el edificio ya no son las huertas ni los jardines de antaño. Hace tiempo que la maleza y los matorrales recuperaron sus dominios, y los naranjos y los rosales prácticamente dejaron de existir. Esiquia puede pasearse, si lo decide, por el territorio que se extiende hasta el muro. Éste marca la frontera del espacio donde puede moverse con libertad.

Pareciera un límite simbólico, considerando que el muro está derrumbado en varios tramos y tomando en cuenta que las dos hojas de la reja de hierro forjado, que una vez sirvieron para cerrar el arco de la entrada, permanecen ahora siempre abiertas, medio caídas, medio enterradas y sujetas en esa posición por las hiedras que poco a poco las han atenazado.

Sin embargo, aunque los límites de su prisión aparenten ser sólo una alegoría, Esiquia no puede marcharse. El Mago, sin importar qué tan ocupado esté en sus experimentos o qué tan abstraído se encuentre en sus lecturas y reflexiones, siempre sabe dónde se localiza ella y siempre puede, con sólo desearlo, paralizar el cuerpo de la muchacha en el preciso momento en que ponga un pie fuera del territorio que le está permitido.

Esiquia sospecha que el Mago deja de tener control sobre el ámbito de sus posesiones cuando se va a la ciudad. Por qué motivo, si no, la deja encerrada en la torre cada vez que se ausenta. Sólo en esas ausencias podría ella intentar un escape. No tiene idea de cómo lograrlo, pero está segura de quererse ir.

En una de esas ocasiones en que se queda sola, Esiquia permanece hasta tarde en la cama. Baja luego a la cocina a desayunar y vuelve a su habitación. Hojea los periódicos, pues ahora puede leerlos sin que él se entere de que lo hizo. Saca el rompecabezas de su caja y distribuye las piezas de manera que, casi sin proponérselo, va haciendo aparecer el contorno del castillo, de este preciso castillo donde ella está prisionera.

Observa con detenimiento la imagen que ha creado. Mira un lugar apacible cuya belleza se ha ido incrementando con el abandono. Se imagina frente al pasaje que da entrada al castillo y siente como si avanzara hacia el patio. Se da cuenta, entonces, de que efectivamente está en el interior de la figura que ha delineado y desde ahí recoge una de las piezas del juego para dejar abierto un resquicio por donde salir después. Guarda la pieza en el bolsillo de su falda y cruza el patio en dirección a la torre.

Colgada de un clavo, a un lado de la puerta, está la llave. La toma, abre la puerta y entra a la cocina. Pasa por la recámara de él, por su biblioteca, su laboratorio y su observatorio astronómico. Sube hasta la última habitación, dispuesta a rescatarse a sí misma; pero ella no está ahí. Sólo encuentra, sobre el escritorio, un rompecabezas armado que representa el castillo y al que le falta una pieza.

Siente la tentación de colocar en ese hueco la pieza que lleva en el bolsillo, pero no lo hace. Eso impediría que la mujer del rompecabezas pudiera regresar a su lugar de origen y probablemente provocaría que ella misma quedara atrapada en el sitio donde ahora se encuentra.

Baja las escaleras y sale de la torre, dejando abierta la puerta. Regresa al pasaje de entrada y coloca, ahora sí, en su verdadero emplazamiento, la pieza que ha llevado consigo en su incursión.

Está de nuevo en su propio cuarto, de pie frente a su escritorio, contemplando el rompecabezas. Baja hasta la cocina y encuentra, tal como lo esperaba, la puerta abierta. Sale al patio y lo cruza. Atraviesa el pasaje hacia el exterior del edificio, avanza hasta el arco de hojas caídas y abandona su prisión. Sigue por el camino que lleva al pueblo y que, más allá, conduce a la ciudad; sin embargo, pronto lo abandona. Se dirige, a campo traviesa, hacia el bosque que está al pie de las montañas y se pierde de vista.

Al tercer día de su propia partida regresa el Mago y, apenas ha traspuesto el arco del muro, cuando ya sabe que ella no está. Se encamina hacia la torre y encuentra abierta la puerta; la llave puesta en la cerradura. Sube hasta el dormitorio de Esiquia sin detenerse en los niveles inferiores. Se sienta al escritorio y mira durante un largo rato el rompecabezas. No logra imaginarse cómo pudo escapar.

Recuerda el momento, doce años atrás, cuando la muchacha empezó a acudir al castillo. Ella tenía apenas once años de edad y él ya había cumplido los veintitrés. En aquel tiempo aún vivían la madre del Mago y el padre de Esiquia. Ésta iba todos los días por la mañana a hacerse cargo de los quehaceres domésticos y por las tardes volvía a su casa, en la entrada del pueblo.

El Mago se levanta y comienza a bajar las escaleras.

Hace cinco años murió el padre de Esiquia; la madre de él había fallecido varios meses antes.

—Quédate a vivir conmigo –le propuso el Mago a la muchacha cuando ella regresó a cumplir con su trabajo, una semana después de sepultar al padre.
—¡Ni que estuviera loca! –dijo ella y se dio la media vuelta.

Él ya no la dejó salir. Ella, si bien siguió cumpliendo con sus obligaciones domésticas, nunca volvió a dirigirle la palabra.

El Mago baja hasta la cocina y enciende el fuego para prepararse la cena. Piensa que hace tiempo debió dejarla marchar. Piensa también que si no lo hizo, no fue tanto por orgullo ni por venganza. Eso había sido sólo al principio. Luego fue tal vez por egoísmo... porque no quería quedarse solo... porque le hacía bien sentirla cerca...

—¡Deja ahí, Domingo, y sal de la cocina! –dice Esiquia a sus espaldas–. Ya te hablaré yo cuando la cena esté lista.

Ricardo Martínez Cantú, México © 2001

rdomtz@hotmail.com

Este cuento forma parte del Libro de la Luna Libre, publicado en octubre de 2001 por el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, México. Si alguien se interesa por conseguir un ejemplar del mismo, puede dirigirse a la siguiente dirección electrónica:
antonior@conarte.org.mx

Lo que el autor nos comentó sobre el cuento:
El rompecabezas tuvo su origen en un sueño. En éste, una mujer entraba en un rompecabezas y después quitaba una pieza para que nadie pudiera seguirla. En la narración que surgió de ahí, el motivo cambió: Esiquia quita la pieza para dejar abierta una salida. El cuento pretende ser una alegoría de la relación que se da -o debería darse- entre la humanidad y Dios; una relación que, desde mi punto de vista, tendrá que ser reconocida como bilateral por ambas partes o no será.

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