Regresar a la portada

Un milagrito, San Padrecito

"¡San padrecito, ruega por nosotros! "

Tom se detuvo al escuchar un rumor lejano de risas, gritos, pregones y rezos en el silencio de la madrugada. El gringuito, volvió a caminar con pasos largos por un camino ascendente y cubierto de neblina en la Sierra Central. Repentinamente, de la neblina fueron surgiendo unas pequeñas criaturas de andar ligero y silencioso. El monte los producía por puñados, y ellos caían al sendero con saltos felinos. Tom casi gritó. Para no desesperarse, Tom se obligó a pensar que todo era una pesadilla, que aún estaba dormido y soñando en un hotel de tercera de una capital cualquiera de América Latina.

Amanecía en la Sierra. Tom los pudo ver mejor en la luz del amanecer. Los indígenas llevaban sombrero de paja amarillenta e iban jorobados bajo sus pesadas cargas de tubérculos recién cosechados. Eran criaturas del color del cobre que apenas le llegaban a la cintura. Se tranquilizó el gringo. Se sintió honrado de caminar con los indígenas, de respirar el aire puro, de escuchar a las poderosas cigarras, de ver la atroz vegetación selvática. Los viajeros siguieron entre picos que se elevaban como aterrados de caer a los abismos. El sonido de aquellas voces lejanas creció aún más.

Llegaron al final del camino que se precipitaba hasta el fondo de un valle. Tom suspiró y contempló lo que tenía a sus pies. Miles de personas pululaban en el pequeño pueblo de Atalaya. La iglesia era el único edificio que sobresalía entre el gentío. La gente era como miles de insectos que rotaban alrededor de la vieja iglesia blanca. Todo eso no era más que miles de termitas obreras atendiendo a la Iglesia-termita-reina-madre. Tom decidió quiso verlo todo de cerca. Al empezar a bajar trató de caminar erguido en aquel tobogán de lodo, pero pronto se agachó como pudo y empezó a deslizarse de panza como había visto hacer a las focas y los pingüinos en el Discovery Channel. A Tom se le ocurrió invertir la posición de foca a una especie de tarántula. Se acostó de espaldas con los pies apuntando hacia el fondo del valle y se levantó con brazos y piernas con el cuello y la cabeza erguidos y mirando hacia el frente. Empezó a avanzar sintiéndose en control de la situación, cuando ya cerca del fondo del valle un resbalón lo precipitó. Se sintió como si lo succionara un inodoro gigantesco. Girando de cabeza, de panza, de espaldas iba el gringo. Iba escupiendo lodo, tragando lodo. Deslizándose. Chocando. Con la boca por delante, con las nalgas, con los pies. Veía negro, verde, azul. Verde con puntos azules. Dejó de oír los rezos. Silencio. Con los ojos casi cerrados logró ver una rama antes de que le abofeteara la cara. Con una mano logró agarrarse del arbusto que lo ancló por unos gloriosos segundos hasta que el tronco se rompió y volvió el gringo arrepentido a caer en picada. Aunque ahora era más sabio el gringo. Hundió los pies en el lodo y con las manos buscaba las raíces, troncos, ramas y bejucos. Sus manos se multiplicaban milagrosamente, ocupadas en la tarea de desenterrar las raíces invisibles que, Tom, en su desesperación, parecía presentir bajo el suelo. Al fin, aterrizó de nalgas en el fondo del valle.

Los campesinos de sombreros gastados lo miraron con ojos resignados, como a cualquier otro gringo mochilero, viajero e ignorante de su mundo. Los indígenas ni siquiera lo miraron. Tom se levantó y como si nada hubiera pasado, se limpió de tierra y empezó a aproximarse al centro del pueblo. A su alrededor giraban seres y cosas que le pertubaron. Allá estaban los borrachines con sus caras rojas y sus alientos de gasolinera; el tliclán-tloclán-tliclín del agua fría dentro de las tinajas. Entre dos calles pasó algo, más flotando que caminando. Aquello desapareció. Allí estaba otra vez. Ahora la ve mejor: una mujer vieja-joven, mendiga-reina, polilla-mariposa. ¿Una prostituta? Una prostituta. Mas allá estaban unos perrillos costilludos, prácticos y asustadizos; las casitas de bahareque y techo de tejas, frescas y de buena memoria y las palomas aullando de lujuria en los techos. Allí estaban las monjas en blue jeans espantándose las moscas las unas a las otras; el vendedor de cangrejos forasteros e iguanas nativas; el ciego que tocaba el acordeón para ganarse la vida. Más acá estaban los siete niños de una pareja campesina que lloraban de calor, polvo y timidez; la carreta cargada de yuca, ñame, plátano verde y buenas intenciones y el olor a tamales calientes.

Tenía sed. Sed repentina, intensa, extraña. Sintió la lengua como una lija fina. El agua de su botella estaba caliente como la saliva del diablo.

-¿Me puede vender una poco de agua?, por favor.

La viejilla, una cáscara humana cuya espalda era como un signo de interrogación, lo miró con sus ojos ciegos, cubiertos totalmente por la tapadera blanca de las cataratas.

-Un peso

A Tom le fue entregada una bolsita plástica llena del agua fría de las tinajas. El pagó con un billete de cinco dólares y dió la espalda cuando, sintió la mano fina de la vieja que le rascaba el hombro. Al volverse él la vieja le entregó el cambio correcto de su billete.

-Gracias niño. Que San Padrecito lo bendiga.

Tom la miró a los ojos con detenimiento. Se acerco tanto que casi tocaba la nariz de la viejita con la suya propia. Ya había visto bastantes cosas perturbadoras y había estado seguro de que la viejita era ciega. Ahora no dudaba que esos ojos lo miraban y que en la expresión negaban la caridad no solicitada.

-Fue un milagrito de San Padrecito, niño.
-¿Qué dice?
-San Padrecito me hizo el milagrito de la vista.
-¿Quién es San Padrecito?
-Nuestro padrecito difunto que nos cuida desde su cajón.

Al ver el rostro perplejo de Tom, la viejita señaló en dirección de la iglesia con su mano delicada. Entonces Tom empezó a avanzar hacia la iglesia y a observar las manos de los pobladores. Eran manos de pianistas, de reinas de belleza, manos de secretarias, manos de cirujano, de bailarinas. Eran manos finas, sin callos. Eran manos intocadas por la tierra abrasiva, por el machete áspero. Eran la contradicción viviente porque esas mismas manos rebosaban de los productos de la tierra que sólo se logran después de un trabajo arduo.

Tom se encaminó hacia la iglesia con la esperanza de poder ver el fenómeno del muerto bendiciendo a las campesinos e indígenas. Intentó, primero cortésmente y luego a fuerza de empujar con todas sus fuerzas, penetrar la multitud e incorporarse al flujo giratorio. Sentía una extraña hambre de ver al sacerdote, al muerto o lo que fuera que estaba dentro de aquella iglesia repartiendo riquezas divinas. Finalmente, después de tres horas, el calor, el olor y la impenetrabilidad lo hicieron desistir. Rechazado y frustrado, decidió abandonar el pueblo. Se lanzó con una inexplicable ira contra el empinado camino. Lleno de la fuerza de su furia, subió con una eficiencia sorprendente y llegó a la cima dispuesto a dar la espalda al pueblo y a alejarse de él para no volver. Justo cuando el iba a apartar la cortina de selva que ocultaba la entrada del valle asomó por ella una carita sonriente como el rostro de un angelito de esos que se pintaron durante el renacimiento. Sólo que este ángel era casi color canela y sus perfectas, casi como estudiadas, facciones reflejaban su ascendencia indígena. Entonces se oyó un grito, -- "¡Mercedes!"— Tom resbaló y ya empezaba a caer, pero se sintió levantado, suspendido en el aire y alzado hasta la seguridad de terreno horizontal. Si no fuera por las manotas toscas y ásperas que lo jalaron del abismo hubiera creído que de veras había fuerza sobrenatural en la criatura y que ella lo había salvado. Depositado en el suelo pudo ver a sus salvadores : Un hombre de edad madura y de constitución muscular y una mujer de espesas trenzas negras y allí sonriente y vivaz estaba Mercedes. Aturdido, ya no por la ira, sinó por el susto de la caída balbució algo medio en inglés y en español, algo como. «So much… Thank you, tengo hambre!». Los dos desconocidos se miraron desconcertados y la chiquilla emitió una risa clara de campanita. Al poco rato Tom, compartía una merienda al lado del camino con Gervasio, el padre, Mariana la madre y Mercedes la niña de cuatro años que había asomado traviesamente al borde del abismo. Después de un rato notó Tom que la mano derecha de Mercedes estaba metida en una bolsita de tela. Al preguntarle a Gervasio cuál era la razón de esto, el padre procedió a desenfundar la mano de Mercedes. Allí estaban cinco tentáculos inmóviles en lugar de dedos. Los dedos parecían no tener huesos, ni articulaciones, ni quizás cartílagos. Sólo colgaban allí enrollados e inmóviles, pegados a la niña que era una criatura tan llena de gracia y vida, que Tom sintió que estaba delante de la mayor injusticia. Mercedes nació así, contó la madre, y desde que nació hemos estado esperando por una oportunidad para ver a San Padrecito y pedirle el milagrito de que sane la manito de Mercedes. "¿Milagro?" la palabra rebotó vacía en el cerebro de Tom. ¡No tenía sentido! ¿Qué cirujano en éste mundo podría ayudar a Mercedes? ¿Cómo es que se hace el milagro? Preguntó de la forma más amable que pudo. Gervasio y Mariana se miraron algo desconcertados por segunda vez, pero decidieron que un gringo tenía derecho a la ignorancia.

-Bueno niño, uno le hace una promesa de sacrificio, una manda, al santo y si uno lo promete con verdadera fe uno consigue el milagrito -dijo Gervasio con la inocencia que sólo un campesino puede tener.
-Y uno paga la manda, bueno uno cumple la promesa al santo, añadió Mariana.

Tom luchaba entre sentirse encantado ante la ingenuidad de los campesinos o horrorizado ante la inminente decepción.

Tom decidió acompañar a la familia de regreso al valle y se alegró de haberlo hecho así, porque vio que Gervasio, que se había puesto a Mercedes en el motete que llevaba a la espalda, se arrodillaba a la orilla del precipicio y que también lo hacía Mariana.

-¿Qué pasa, que hacen? -dijo Tom con alarma.
-Esta es nuestra manda niño, vamos a bajar de rodillas hasta la plaza de la iglesia cinco años seguidos, un año por cada dedito sano de la mano de Mercedes -dijo Mariana. En un impulso, Tom corrió hasta un arbusto, lo arrancó, le quitó las ramas y las hojas para usarlo como bastón.
-Déjenme que yo lleve a Mercedes, ¡por favor! Le dijo a Gervasio que accedió. Tom se puso su mochila en el pecho, el motete con Mercedes a la espalda y con su bastón emprendió la lenta marcha hacia el fondo del valle, pasados los años Tom sólo recordaría su segunda bajada al fondo del valle por su constante decirle a Mercedes que todo saldría bien y el recuerdo de sentir su manita buena dándole palmaditas cariñosas en el cuello, la nuca y la cabeza.

Al llegar a la plaza de la iglesia, Tom sintió que su estómago se revolvía al ver que las rodillas de los padres de la niña habían perdido bastante más que la piel y que sangraban profusamente. Tom se dio la vuelta y pudo ver el rastro de sangre que ellos habían dejado y que se perdía de vista. En ese momento Tom prometió interiormente: "San Padrecito, si estás allí... si me escuchas... Yo te prometo que me quedaré cinco años aquí, uno por cada dedo sano de Mercedes, que rezaré el credo todos los días y que ayudaré a todas las personas que pueda y como pueda si tu ayudas a Mercedes y a su familia". Otro impulso incontenible con el que Tom parecía querer consolarse a si mismo del inminente desastre del nomilagro de Mercedes.

Tom se fundió con la muchedumbre cobre, siguiendo a Mariana y Gervasio, quien había tomado a Mercedes. En el exterior de la masa orbital los empujones y codazos eran gentiles y se escuchaba uno que otro, "¡perdone!". Al internarse en la multitud, la presión asfixiante de los cuerpos hizo que Tom se preocupara por Mercedes, pero ella iba muy tranquila montada sobre los hombros de su padre. Tom procuraba no separarse de la familia de Mercedes, pero bastó una mirada furtiva al sol que ya se ocultaba para perderlos de vista. Tom tuvo pánico, un pánico extraordinario que casi no le impedía respirar. Algún tipo de sabiduría le asistió en el último momento de conciencia: "Tom deja de luchar. Tom déjate ir." Tom estaba seguro si estaba muriendo aplastado y creía que en la ilusión que se dice acompaña a la muerte el sentía que éste mundo era diferente. ¿Tocó o no tocó el olor de sudor que se transformaba en perfume? ¿No oyó u oyó que de entre los codos y las rodillas de todos brotaban auroras boreales? ¿Vio o no vió que la carne áspera de los cholos se sentía como seda? ¿Probó o no probó el silencio estruendoso que se derramó del núcleo de la muchedumbre? ¿No olió u olió el dulce gusto de su saliva que poco a poco se le volvió como jugo de fruta desconocida? Tom apenas respiraba aprisionado por la muchedumbre constrictora, pero eso ya no le importaba. Tampoco importaba la mochila ni los moretones que de seguro se iba a ganar. Entraron a la iglesia. ¡No te desmayes ahora! ¡Todo era tan extraño! De sus coyunturas se escapaba un rumor de vidrio molido, pero él ya no sentía dolor alguno. Lo invadió un deseo intenso por el calor de su madre. MOM? Siguió adelante, o más bien, fluyó hacia adelante con la marea humana. Gritó el nombre de Mercedes, o creyó que había gritado. Abrió la boca nuevamente y nada. Intuyó que de un pisotón le habían arrancado la uña del dedo gordo derecho porque sorbió un frío que le entró al cuerpo por el hoyito de la uña perdida. –¡MERCEDES! Un empujón final y el gringuito se encontró casi aplastado contra la tapa de vidrio de un ataúd. Se sintió acariciado por un aire otoñal de cosecha y rosales. Sintió una música de campanitas que le salía por los oídos y flotaba hacia la cúpula de la iglesia. Era como la flor del maíz en medio de una millón más, mecida por la brisa. Se sintió gota de agua y mar. Dejó de luchar contra la realidad, no era lo lógico. Oyó que desde muy lejos muchas voces llamaban a San Padrecito. Y San Padrecito parecía oírlos en sueños. Allí estaba, tan español como siempre. Le habían afeitado la barba. Le habían cortado las uñas y el cabello que seguía creciendo igual que en vida del difunto. Tom miró sus ojos cerrados y sus mejillas chapeadas y su sotana negra, tan planchada y no se atrevió a dudar. Muchas manos tocaban la tapa del ataúd, pero él no lo hizo. El gringo se volvió en medio de la muchedumbre y buscó a Mercedes con la mirada sin encontrarla. Volvió a volverse y en medio del tremendo calor que ni él ni nadie más sentía, vio los ojos abiertos de San padrecito. Y esos ojos, algo enrojecidos le miraban directamente pidiéndole que callara: complicidad entre extranjeros. En ese momento Gervasio se acercaba en la marea humana con Mercedes sostenida en alto. El padre depositó a la hija sobre la tapa del ataud cara a cara con el cadáver. El gringuito vio o no vio que San Padrecito sonrió a Mercedes y que murmuró algo que nunca se sabrá que fue. Tom vio que la inocente le sonrió al cadáver y que le hizo una seña amistosa con su mano enfundada. Tom se sintió exquisitamente débil. Su corriente eléctrica lo fue abandonando dulcemente. Su consciente se le fue deshaciendo lentamente. –Mercedes, Mercedes… Creyó, sí creyó que Mercedes fue levantada triunfalmente en alto por su padre sonriente. La creyó con la mano desenfundada, con los dedos desenrollados y destentaculados y enhuesados y articulados…

Temblaba de frío el gringo ¿O no era de frío que temblaba? Sentado en las escaleras de la iglesia sin saber como llegó allí. Abrazado a sí mismo en la luzazul del amanecer. Miraba el horizonte de la plaza. El lugar era un infierno de borrachos semimuertos, tamales destripados, cerdos madrugadores, perros sarnosos y bultos de peregrinos agotados y, entre dos calles, voló una exquisita mariposa. Tom tanteó cada cuerpo en busca de la familia de Mercedes. No había objeto en llamarla en voz alta. Ellos ya no estaban. Tom llegó hasta el límite del pueblo con su mochila, su ropa, su uña y su lógica rotas. Su-ló-gi-ca-ro-ta.

-Creo en Dios….

Una oración interna arrancó lentamente un movimiento reseco a sus labios silenciosos. El sabía que ahora sabía menos que antes, pero estaba agradecido.

-...el cielo y la tierra…

Tom regresó a la maloliente plaza y la perfumada iglesia. Pasó de largo sin verle la cara a San Padrecito. Dejó su mochila en la sacristía.

-…su único hijo…

Bajó los escalones con una escoba de paja. Barrió. Levantó a los borrachos. Los encaminó a sus casas. Llevó agua a los peregrinos. Sus peregrinos.

-…extendida por toda la tierra…

Un día Tom regresaba a la iglesia con su vieja escoba de paja y su ropa remendada y sus zapatos de llanta y su nueva sonrisa de arcángel. Dos compadres tomadores de café, que lo veían desvanecerse a través del vapor que subía de sus tazas, hablaban.

-Dicen que al gringuito se le hizo un milagrito del entendimiento. Dicen que anda loquito.
Que dizque que anda prendiendo velitas; abarriendo la placita; alevantando borrachos; anseñando a leé y escribí.
-Dicen que va pa' dos años en las mesmitas. ¡Cosas raras pasan en este mundo compai!
-¡Sté lo ha dicho compai! Cosas raras pasan en este mundo.

Luisa Flores, Panamá © 2001

luisaelenaflores@hotmail.com

Luisa Flores nació en Panamá, República de Panamá. Siempre admiró las artes gráficas y la literatura. Empezó estudios de periodismo en la Universidad de Panamá, buscado una guía académica a su interés en comunicarse por medio de la palabra escrita. Recibió una beca Fulbright-Campus y se graduó de periodista de la Universidad de Kansas. Se mudó a El Salvador y viajó por Centroamérica. Las vivencias de estos viajes influyen e influirán en sus escritos. Para ella no hay nada como la riquezas conflictivas del Boom y el Post-Boom Latinoamericano. Sus escritores favoritos son Carlos Fuentes, Miguel Angel Asturias, García Márquez, Demetrio Aguilera Malta, Luisa Valenzuela y Antonio Skármeta. Actualmente estudia su maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Louisville, Kentucky.

Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
Esta historia surge de dos intereses: primero, del asombro por el culto a los religiosos muertos que por una u otra razón conservan la entidad física de sus cadáveres, y, segundo, de la curiosidad académica por ese lugar merecido que ocupa el gringo en nuestra rica tradición literaria latinoamericana. Esta presencia a veces ingenua, a veces malévola está viva en obras como Gringo viejo de Fuentes, Doña Bárbara de Gallegos y De noche llegan de Urbina. La combinación de estos dos temas dio origen a este cuento como humilde tributo y, al mismo tiempo, crítica constructiva, a nuestra inocencia y a la del gringo.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade:

  • La venganza de los derviches locos

    Regresar a la portada