La muñeca

Parte III: vida de la princesa

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Por las tardes Gertrudis y Benigna sentaban a la muñeca en una silla del jardín bajo las palmeras, y Doña Gertrudis hacía a Benigna vestirse con cofia y delantal blanco para servir el té en un juego de plata. Luego, cuando Benigna volvía al interior de la casa, Gertrudis abría una revista y comenzaba a leerle a la muñeca sus andanzas principescas: "Diana de Gales viaja a la India donde es agasajada por un grupo de bailarines locales", o "La princesa visita un hospital de niños vistiendo un elegante traje de tarde de la casa Dior". No se limitaba a leerle las revistas sino que también le alababa el nuevo peinado o le criticaba el escote atrevido de la última recepción, le aconsejaba no fiarse demasiado de su atrevida cuñada, o le informaba de los escándalos de aquella otra princesa tan ordinaria que no se le podía ni comparar. Podían pasar horas en amena conversación sólo interrumpida por la llegada callada de Benigna a retirar el servicio de té o a sentarse en silencio a respetuosa distancia.

Para gran frustración de las fieles visitas, que mostraban mucho interés por ver a la muñeca, Gertrudis sólo les permitía una rápida mirada a distancia. Ante la insistente presión de las visitas por ver la muñeca, Gertrudis se fue volviendo cada vez más celosa de su intimidad y gradualmente, con la excusa de imaginarios dolores de cabeza, las partidas de parchís de las tardes cesaron. En el pueblo la curiosidad por la muñeca había aumentado proporcionalmente y circulaban historias fantásticas de que la muñeca agitaba ligeramente su pecho como si respirara y que movía la cabeza asintiendo o negando, y otras aún más descabelladas. Por una indiscreción de Benigna se supo de su lujosa ropa interior de seda roja, lo que hizo a los hombres del casino fantasear en sus tertulias y contarse inverosímiles aventuras de lejanos viajes a París. Incluso algunas esposas pidieron por catálogo lencería que compitiese con la de la muñeca.

Fue un golpe terrible para Gertrudis y su muñeca enterarse de la infidelidad del príncipe Carlos. "La otra", como Gertrudis se refería siempre a la amante de Charles, no se podía comparar en absoluto con Diana, que era mucho más fina, joven y de más categoría. Gertrudis le aconsejaba a la muñeca cómo comportarse dignamente en la desgracia, y cariñosamente la regañaba cuando le leía que los paparazzi la habían sorprendido en playas exóticas con apuestos desconocidos que se rumoreaba eran sus amantes. El día en que se hizo público el divorcio, Gertrudis y la muñeca, tomadas de la mano, sin hablarse, lloraron juntas bajo las palmeras hasta que cayó la noche.

Pero el golpe más terrible para las dos mujeres estaba aún por llegar. Se enteró de la noticia por Benigna, quien decía haberla oído en la plaza al salir a comprar: la princesa Diana había muerto en un accidente de auto en París. Cuando por fin llegó la primera revista con las fotos del accidente, Gertrudis salió al jardín a leérselas. Pero algo había cambiado, la muñeca no prestaba atención a las palabras de Gertrudis, sus ojos no brillaban de rabia o triunfo como antes, se limitaban a mirar vacíos como bolas de cristal. Era evidente que estaba muerta. Gertrudis decidió acostarla en su cama y dispensó a Benigna de dormir en la casa durante las noches. Por medio de Benigna consultó con el párroco si sería posible darle sepultura a la muñeca en su panteón familiar. La petición no era descabellada pues la familia de Doña Gertrudis había donado mucho dinero para la construcción de la iglesia, y ella personalmente había pagado el último arreglo del tejado. El párroco acudió personalmente a casa de Doña Gertrudis a disuadirla de tal disparate y terminó por negarse en rotundo a ello, aun consciente de que así perdía futuras donaciones. Varios meses se sucedieron en este impasse, la muñeca yaciendo en la cama mientras Doña Gertrudis intentaba encontrar un lugar para enterrarla en sagrado. Sabía que no podía competir con el fastuoso funeral que se había celebrado en Londres, pero había unos mínimos requisitos con los que cumplir.

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